Carlos Tuñón dirige una «no representación» sobre esta pieza de Calderón, para animar a los espectadores a dormir sobre el escenario
Parece acertado traer a escena uno de los más célebres autos de Calderón, pues todos hemos llegado a ver algunas imágenes de Lorca, cuando este lo representó con La Barraca. Según sabemos —y así se nos da a conocer en la propia función— que la segunda versión de esta obra —de la primera, que data de 1635— se estrenó en el Corpus Christi de 1673 en Madrid, y que lo hizo, a lo largo del día, en tres plazas distintas.
Cuando un accede a la Sala Tirso de Molina, en la quinta planta del Teatro de la Comedia, ese espacio que puede ser alucinante; pero que no deja de ser una moderna caja escénica para un centenar de espectadores, uno es recibido por los intérpretes, que pululan, vestidos de negro. Somos agasajados con unos auriculares inalámbricos que ya transmiten voces que nos confían los ensayos, las maneras de recitar, como si escucháramos esas fanfarrias de calentamiento antes de un concierto. Que nos ofrezca una «hostia» con el mensaje «Usted está aquí» para ese ejercicio de supuesta comunión, para que, al comerla, se nos recuerde que «ahora está en ti», es un pequeño gesto que nos da esperanza sobre el alcance de algún tipo de confraternización teatral.
El estupendo actor Jesús Barranco, que ha estado enfrascado esta temporada en proyectos más que cuestionables (similares a este en vaciamiento), como El encanto de una hora (también de Tuñón) u Obra infinita, y ahora se alza como prologuista y como Sombra. Primeramente, entonces, en un modo tremendamente didáctico, de cara a un público bachiller, explicando el contexto de aquel tiempo (asunto baladí, si luego observamos hacia dónde nos dirigimos). «Os voy a contar la obra para que así os abandonéis vosotros», afirma. Con tal aseveración queda todo dicho. No creo que haya mayor declaración de intenciones, mayor anulación del autor. Así que hemos de asumir a qué público se le quiere ya vender lo mínimo de lo mínimo para vanagloriarse con la boutade, con la curiosidad, con el guiño TikTok, de un posible vídeo viral: «Nos llevaron del insti a dormir a un teatro. Lo puto flipas».
Luego, el resto del elenco tiene una intervención artística bastante limitada. Sí cantan en el preámbulo, en esa «Loa de los sentidos» (con su particular mirada) que parece que se incluyó en esa escenificación del siglo XVII, y que está aquí muy bien traída, que es animosa y que nos avanza esa sensorialidad con la que se quiere trabajar, pero que se queda inconclusa, si pensamos, por ejemplo, en el tacto y, principalmente, en el olfato. Juegan a comunicarse con la luz reflejando en unos pequeños espejos como si estuvieran en el desierto. No obstante, en gran medida parecen más destinados a la intendencia técnica. Sugerente todavía es contemplar a los cuatros elementos en su lado correspondiente columpiándose, mientras nos bisbisean los versos propicios a través de nuestros cascos. Otro gesto más que se desvanece sin halo de continuidad. Y hasta ahí todavía intuyo un gran montaje, que podría haber discurrido entre el ingenio y la sugestión.
Uno de los problemas básicos es este espacio, ahí es imposible el ritual, y ahí al final no deja de ser un gimnasio donde se imparte yoga y se practica el mindfulness, que hoy en día es la forma de ahorrarte unas cuantas benzodiacepinas; puesto que poca meditación trascendental vamos a hallar, el personal no está para enfrascarse en la anhedonia budista (y bien que hacen). Y que podemos fijarnos igualmente en lo que está ocurriendo con el Paraíso perdido, de Andrés Lima y Helena Tornero en el Teatro María Guerrero. Hemos matado a Dios, pero, en realidad, lo hemos reconfigurado con la superstición del relativismo cultural y moral, hemos denostado el conocimiento artístico de nuestro legado, no hay más que ver la ignorancia tan acendrada en nuestro país sobre el propio cristianismo y sus símbolos (tanto de los catequizados como de los que no). En definitiva, cómo sustituir, desde el ateísmo tan preponderante (o el agnosticismo irónico, si se quiere), una amalgama simbólica tan potente que se enraíza a través de arcanos que siguen siendo absolutamente válidos, que se insertan en nuestra pura naturaleza. Cómo construir un nuevo arte, unos nuevos rituales, unas nuevas ceremonias contra este liberalismo nihilista que nos ha convertido en seres patéticos que no saben ya en qué creer. O sea, ¿de verdad unos dramaturgistas, como son mis respetadísimos Gon Ramos, Luis Sorolla y Carlos Tuñón, pretenden convertir la insondable alegoría (con todas sus reverberaciones teosóficas) de Calderón, de aquella época, repleta de gente henchida de fe por adormecerse en una insignificante sala de teatro?
Porque han de saber ustedes que en esta «no representación» se invita al espectador a tumbarse en unas esterillas a dormir. Literalmente a dormir. No a dejarse embriagar por la ensoñación, no a participar en un sueño lúcido a partir de algún tipo de actividad, del aliento de la imaginación, de la fantasmagoría, de algún drama o hasta del consumo de alguna droga (sí, droga). O de la hipnosis que nos destine a un estado cerebral de fascinación. Y, sobre todo, a través del conocimiento o deambular por la duda en este planeta de ficciones y de metaversos, donde esa gran ficción que es el teatro tiene tanto que decir.
Uno se queda sentado, con otros, la mayoría se tumba con los auriculares puestos, con esas bombillitas led luciernagando en la oscuridad mientras suena la música electrónica de Nacho Bilbao para alentar a Morfeo. Al principio, las voces susurrantes parece que nos pueden destinar a ese anhelado mundo de fantasía; pero luego llega el silencio y los largos minutos (muchos) para que el público simplonamente se duerma. ¿Para qué? Para hacer algo curioso, quizás. Para pasar el rato. Para romper con la monotonía. ¿Y el auto sacramental de Calderón de la Barca? A quién le importa.
Y así continuamos, sin ideas que vayan más allá de la estricta literalidad. Sin hacerse cargo de que la mitología que ha construido Europa no se puede desmontar de la noche a la mañana sin dejar un vacío que nos abra las puertas del suicidio. La responsabilidad de los artistas es suprema. Seguimos con el retablo de las maravillas imperando, no para descubrir a los conversos y a los bastardos, sino a los moderneques o a los que pasivamente reciben la experiencia triturada.
La vida es sueño (el auto sacramental)
Autor: Calderón de la Barca
Dirección: Carlos Tuñón
Dramaturgia: Gon Ramos, Luis Sorolla, Carlos Tuñón y el equipo del Ensamble
Reparto: Ales Alcalde, Paula Amor, Jesús Barranco, Mayte Barrera, Irene Doher, Pablo Gómez-Pando, Amanda H C, Antiel Jiménez, Daniel Jumillas, Caterina Muñoz, Rosel Murillo Lechuga, Alejandro Pau, Gon Ramos, Patricia Ruz, el Primo de Saint Tropez, Nacho Sánchez, Irene Serrano, Luz Soria y Luis Sorolla
Espacio y plástica: Antiel Jiménez
Iluminación: Miguel Ruz Velasco
Vestuario: Paola de Diego
Sonido y música: Nacho Bilbao
Movimiento: Patricia Ruz
Asesora verso: Irene Serrano
Asesor teórico: Sergio Adillo
Producción: [los números imaginarios]
Directora de producción: Rosel Murillo
Coordinadora artística / Ayudante de dirección: Mayte Barrera
Adjunta a la dirección: Paula Amor
Realización de vestuario: Marisa Sánchez
Prácticas en espacio y vestuario: Carmen Flores
Audiovisual: Ales Alcalde
Fotografía: Luz Soria
Jefa técnica: Rocío Sánchez
Grabación de voces: Jumi
Técnico de sonido: Kevin Dornan
Gráfica: Rodrigo Arahuetes
Web: Quino Melguizo
Jefa de prensa y redes sociales: Amanda H C (Proyecto Duas)
Distribución: Caterina Muñoz (Caterina Producciones)
Residentes: Navel Art
Alumnas en prácticas: Cristina Martínez y María Alejandra Rayo
Teatro de la Comedia (Madrid)
Hasta el 4 de junio de 2023
Calificación: ♦♦
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