La compañía Dead Centre ha dispuesto una fantasmagoría en los Teatros del Canal para adaptar la película que Ingmar Bergman estrenó en 1963

Continuamos nuestra andadura con otro proyecto que se suma al imperante estilo dramatúrgico de nuestra contemporaneidad consistente en el film performance. En este caso, más cine todavía, pues la propuesta trata de adaptar la última cinta de esa trilogía titulada «El silencio de Dios» que Bergman presentó en 1963. La gente de Dead Centre, especializada en esta aplicación tecnológica al teatro, nos propone un acercamiento a nuestro tiempo para dejarse, quizás, por el camino, una serie de pruritos de carácter religioso que aquí no parecen tan subyugantes como en el ideario del cineasta sueco, alguien empeñado en desembarazarse (o no) de ese marchamo indeleble del puritanismo.
Y no es que haya demasiados detalles que nos hagan pensar en nuestra época, más allá de reclamar el wifi y la música electrónica que luego bailarán las prostitutas que pululan por aquel hotel al que han llegado las dos hermanas y el muchacho. Territorio ese de Timoka inventado (como el idioma que hablan, que el propio director ideó) y que se encuentra en guerra civil. Una parada ineludible antes de llegar a Suecia, pues Ester (Mia Höglund-Melin que va desplegando muy tímidamente la poca energía que le queda) está enferma, no puede más con un cansancio que arrastra con pesar. Mientras que Anna intenta solventar el trance en ese lugar donde nadie parece entender el inglés o alguna lengua más factible. Sandra Redlaff va a ofrecer su erotismo con un trabajo corporal que busca incidir elegantemente con su libidinosidad. No obstante, la clave de todo el montaje está en la mirada del hijo de esta última, un niño, Johan, que para nosotros será en escena esa molesta cámara (seguramente una de las mayores pegas) a la que se dirigen esas dos mujeres y el resto de personajes que habitan ese hotel. Qué observa, qué aprende, qué visión del mundo está tomando el muchacho es la sugerente perspectiva que aquí se establece a través de una estética plenamente cautivadora. Si el espectador acepta el ensamblaje del fondo en el que se representa la acción y la grabación que se va plasmando por delante en una pantalla que funciona lumínicamente para dejarnos ver más o menos de un plano u otro. Un juego artístico extraordinario, donde se intercalan otras imágenes pregrabadas, que nos permiten ampliar lo acontecido sobre las tablas. Desde luego, merece la pena, desde mi punto de vista, hacer el esfuerzo por adivinar, en ese sfumato, distintos gestos y requiebros.
Que, además, la escenografía de Jeremy Herbert vaya girando paulatinamente para ofrecernos distintas estancias, perfectamente decoradas, de aquel lugar que parece conectarse con un cine x, donde transcurre la escena en la Anna tiene que pelearse con una chica que acaba de realizar sus trabajitos sexuales. Por su parte, el hall se despliega ante nosotros de manera apabullante, con el ascensor al fondo, el bar a un lado y, al otro lado, ese escenario donde esas tías tan zafias y provocadoras (sustituyen a los enanos que aparecen en la película) le cantan y le ponen una peluca a nuestro muchachito cuando recorre los pisos y los pasillos, y se topa en su garita con ese extravagante encargado, que Christer Fjellström interpreta con mezcla de humildad y bonhomía tozuda. Todo esto en un grandioso solapamiento dirigido por Bush Moukarzel. Donde no llega lo directamente escenográfico, se logra con la imagen, con el detalle o con el escondrijo, como así se nos descubre el encuentro fortuito entre el camarero (con un Ramtin Parvaneh seductor) y nuestra sicalíptica mamá.
Sí que me parece que en esa sobredimensión que se alcanza con lo estrictamente cinematográfico —no me refiero al preámbulo donde se incluyen los primeros minutos del filme de Bergman— se excede en el guiño metateatral, cuando se rompe la cuarta pared, ya mostrándonos los entresijos del decorado (la parte de atrás), como haciendo salir a la madre y al hijo de los mismos Teatros del Canal a la calle (algo similar hizo Christiane Jatahy con su Julia). Eso me saca de la fantasía, de esa fantasmagoría ebria en la que habíamos sido introducidos y que me devuelve a una realidad de la que no quiero escapar con ese gesto tan complaciente con el público presente.
Pero, qué ha ocurrido con estos personajes tan escurridizos. ¿Qué nos cuentan? Quizás lo que tenemos es una especie de asunción dicotómica, que se le presenta al niño. La vida hedonista, no obstante, de una manera escapista, no consistente en el empleo de su cuerpo para el disfrute sexual, sino en algo que se muestra de una forma un tanto vacía, una rebeldía contra su educación; aunque hacia no se sabe dónde. Mientras que la tía, quien sufre una crisis espiritual, un tedio vital que la lleva hasta la muerte, representa la imposible vía de la racionalidad, de la respuesta existencial en el lenguaje. Ella es una traductora y, como si el empeño cuasicabalístico de hallar respuestas en la lengua mismo, lo expresa de alguna manera, cuando se esfuerza por comprender ese idioma tan extraño que hablan esas gentes; como si se ajustara, además, a esa idea romántica sobre el espíritu de las lenguas, esa magia impresa en el código que da cuenta de los arcanos de un pueblo. Si nos situáramos hace setenta años, pensaría en un desembarazo de la religión impuesta en sus costumbres y en su forma de reflexionar. Ahora, nos debemos quedar con rasgos de neurosis que se retroalimentan cuando ambas deben convivir y que ese jovenzuelo debe digerir.
En cualquier caso, El silencio supone una experiencia altamente gratificante por esa cantidad de remisiones, por esa compactación de las imágenes dentro de un teatro, aproximándonos, aún desde el artificio más artesanal, al collage, a la vertebración cubista y holográfica hacia la que nos dirigimos. No deja de ser, además, una obra compleja y profunda con la que debemos esforzarnos para extraer una exégesis certera.
Autor: Ingmar Bergman
Adaptación: Mark O’Halloran, Dead Centre
Traducción al sueco: Joel Nordström
Dirección: Bush Moukarzel
Asistente de dirección: Gemma Carbone
Dirección de vídeo: Grant Gee
Elenco: Mia Höglund-Melin, Sandra Redlaff, Christer Fjellström, Ramtin Parvaneh, Karin Lycke, Marta Andersson Larson, Berna Inceoglu, Anna Jukic y Farrokh Tavakoli
Escenografía: Jeremy Herbert
Diseño de vestuario: Maja Kall
Diseño de máscaras: Patricia Svajger
Diseño de iluminación: Max Mitle
Diseño de sonido: Kevin Gleeson
Compositor: Kevin Gleeson
Dramaturgia: Ben Kidd y Joel Nordström
Editorial: Fundación Ingmar Bergman (manuscrito original)
El espectáculo se realiza dentro del proyecto internacional «Prospero Extended Theatre», gracias al apoyo del programa «Europa Creativa» de la Unión Europea.
Teatros del Canal (Madrid)
Hasta el 22 de abril de 2023
Calificación: ♦♦♦♦
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