Michael De Cock sintetiza la novela de Flaubert y Carme Portaceli dirige el texto en los Teatros del Canal

Si la colaboración entre Carme Portaceli y Michael De Cock ya resultó decepcionante con aquella Mrs. Dalloway, vuelve a ocurrir otro tanto con Bovary. A los belgas les gusta mucho eso de narrar en el teatro y aunque aquí no se llega a los excesos narratúrgicos de Guy Cassiers, sí que lo novelístico se come a lo dramatúrgico. Todo queda muy lejos en la Sala Roja —tan inmensa—, los protagonistas y su falta de compenetración, la ausencia de los amantes y una escenografía que es de una frialdad pasmosa, entre la blancura de los laterales y las boutades habituales que nos llegan de los avanzados europeos y que, después, nosotros terminamos copiando para hacernos los modernos.
Aquí, otra vez, —a pesar del fervor que siente Mario Vargas Llosa por esta malhadada mujer—, el espectador tiene que decir si nuestra Emma y su creado bovarismo es una vulgar pijería de pequeñoburguesa con tédium vitae o si, por el contrario, es una avanzada a su tiempo que tendrá que pagar caro el retar las convenciones sociales para apartarse de un marido que resulta anodino en demasía. Un tipo, evidentemente insulso este Charles, que Koen de Sutter interpreta con una ambivalencia muy sugerente. Por un lado, porque el hecho de que sea médico nos pone ante alguien de valía —a pesar de que en aquella época hubiera todavía mucho matasanos—; pero resulta que es prácticamente un inculto. Alguien que no lee (no como su mujer que se hincha con las novelas románticas) y que se duerme en la ópera. Su fascinación suprema está en operar una pierna de un muchacho; para que luego se le gangrene y todo el pueblo comente el fracaso. Entendemos, también, y en esto el actor está soberbio, que es un poco payaso y que no tiene dotes amatorias. No es atractivo y le gusta la vida convencional. Él se quedará con el epílogo. Un tanto incomprensible, si el empeño es concentrar nuestra atención en ella. Una vez que se nos trae al presente, quizás sobre y deba valer con el famoso envenenamiento que aquí es bastante inapreciable.
Los creadores de este espectáculo parecen empeñados en no propiciar apenas instantes de entusiasmo. Que ni los encuentros sexuales a escondidas sean fascinantes. La melancolía es constante desde el inicio, cuando todo está por comenzar y ellos no están vestidos para la ocasión decimonónica y se nos recuerda, luego, con el tema de los Public Image, This is Not a Love Song. Es decir, el alejamiento es permanente. Igualmente, la presencia de técnicos o utileros desplazando el piano o esparciendo tierra en una montañita con una soga arriba balanceándose da sensación de cierta desgana, de que ellos nos tienen que transmitir el aburrimiento. Por eso, que acudan a deleitarse con Lucía de Lammermoor, de Donizetti, además nos debe a nosotros alentar como público y para que la soprano Ana Naqe se emplee a fondo cantando un breve fragmento vestida como una auxiliar del teatro.
Cuesta mucho adentrarse en la vivencia interna de esa joven. Cuesta creérsela, aunque Maaike Neuville esté magnífica en la expresión de una impotencia que requiere de nosotros un conocimiento contextual que no se nos ofrece y, por supuesto, de una lectura previa de la novela, y de otras, para entender por qué se llega a esa desesperación, cuando Emma no es capaz de materializar el amor romántico, olvidándose —esta es la gran paradoja— de que la idealización nunca será superada por los azares e inconveniencias de la realidad.
Nuevamente el matrimonio desigual en edad y en ambición como explotará —yo creo que mejor que Flaubert, nuestro Clarín—. También dos modos de observar el mundo. Un conservador y otro proyectado hacia una exploración de unas vidas posibles más allá de las costumbres que anquilosan el día a día.
El idealismo, la ensoñación y la fantasía como un vicio que termina casi en un trastorno mental, en una incapacidad para disociar entre la verdad corrupta y las ficciones que se monta en su cabeza en ese hálito quijotesco que tanto fascinaba al novelista francés. Pero es que, ciertamente, esos amantes con los que «folla» (afirma en escena), tanto León como Rodolphe, deben ser —sabemos que lo son— otro tipo de hombres incompetentes para ese amor que busca Emma. O, más bien, son señores que han gastado rápidamente su interés por una muchacha que se ha entregado con demasiada facilidad y con muestras de antojadizo desvarío.
En esta Bovary el esfuerzo detallista, esa indagación psicológica, que es todo un aldabonazo en la literatura, del autor galo queda transgredida por De Cock y nos deja inermes para tomarnos en serio a esta antiheroína. Desde luego, Maaike Neuville hace todo lo posible para conquistarnos, porque pone su cuerpo embellecido por ese miriñaque que sitúa algún punto de su liberación, a disposición de su arrebato interruptus. No hay más, puesto que no han querido que lo haya.
Según la novela de Gustave Flaubert
Texto: Michael De Cock
Dirección: Carme Portaceli
Reparto: Maaike Neuville, Koen de Sutter y Ana Naqe / Noemie Schellens (2 de febrero)
Diseño de iluminación: Harry Cole
Espacio sonoro: Charo Calvo
Coreografía: Lisi Estaràs
Dramaturgia: Gerardo Salinas
Asistente de dirección: Inge Floré, Ricard Soler
Diseño de escenografía y vestuario: Marie Szersnovicz
Producción: KVS
Directores de producción: Miek Scheers, Tanja Vrancken
Dirección de escena: Davy de Schepper
Técnica: Dimi Stuyven (iluminación), Bram Moriau (sonido)
Sobretítulos: Inge Floré
Confección de vestuario: Eugenie Poste y Heidi Ehrhart
Traducción: Isabelle Grynberg, Trevor Perri
Distribución y dirección de la gira: Saskia Liénard
Coproducción de Perpodium con el apoyo de la política de incentivos fiscales del gobierno federal de Bélgica
Teatros del Canal (Madrid)
Hasta el 5 de febrero de 2023
Calificación: ♦♦
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