María Hervás encarna al personaje lorquiano con un actuación cargada de energía e insolencia en el Teatro María Guerrero

Toda puesta en escena de un Lorca es motivo de controversia, y parte de ella es que resulta imposible observar lo representado sin quitarse de la cabeza el palimpsesto. Demasiados prejuicios sobre lo que debe ser y de cómo traer al presente algo que nos queda muy lejos; aunque, no tanto, si derivamos el tema de la maternidad a conflictos actuales que redundan en dolores viscerales de calado similar. Hace bien poco se pudo ver la versión protagonizada por Karina Garantivá y dirección de Ernesto Caballero. Ahora volvemos a la carga con la obra de Federico García Lorca que más vigencia tiene, desde mi punto de vista. La maternidad no es, desde luego, un tema tangencial en nuestra sociedad a pesar de que hoy nacen menos niños que nunca.
A mí la propuesta de Juan Carlos Martel Bayod me ha dejado más que satisfecho. Y eso que la considero demasiado limpia, quiero decir, estetizada. Esta sería la única rémora auténtica que no nos permita adentrarnos en un mundo rural en el que necesariamente hay que enfangarse. Por lo demás, resulta hermosa, y la escenografía de Frederic Amat todo un acierto; aunque no para meterla en una caja escénica como la del María Guerrero, pues desde el patio de butacas nos perdemos parte de su vistosidad. El armatoste central es símbolo de muchos asuntos. Ya sea una cuna, vacía para siempre; o una cárcel panóptica para que el pueblo vigile; o un ciclorama, donde se incluirán los vestigios y los augurios. Luego, en la romería será un «árbol de mayo», de esos que abundan en el folklore bávaro y que representan la fertilidad, con sus cintas de colores que van arrancando las muchachas. Unas cortinillas pintadas con trazos de salpicadura se desplazan por los rieles para generar un movimiento de círculos concéntricos como un embrollo de ese «carácter desarrollado» del que hablaba Lorca para definir a su heroína-mártir.
El cuidado y corrección, la cadencia suave con la que se enhebran los cuadros, y la música que ha ideado Raül Refree a partir de esas nanas que introducen la acción al principio, con percusiones secas, de bastones que quieren clavar la tierra para marcar el terreno, van imponiendo una claridad y esa limpieza a la que me refería antes. Este panorama da consistencia; pero también le hace perder algo de espontaneidad, de pulsión telúrica. Es todo tan profesional que, a veces, los intérpretes se ven con la tarea excesiva de poner no solo su penuria emocional, sino, además, la furia de un contexto. Es decir, María Hervás se tiene que echar a la espalda la función. Ella la trae a su dominio, que es el de la braveza (y algo de chulería), y hacia nosotros; porque esta Yerma nos ha de parecer más cercana a muchachas que sufren por no quedarse embarazadas y, por ejemplo, se angustian por decepcionar a su familia que todavía nos rodean hoy. Aquí las cuitas son otras, y por eso la actriz trabaja con gran desgarro esa impotencia, que lleva inoculado un espíritu cultural y ancestral repleto de exigencias. Ella impone un ímpetu que solo es sostenido actoralmente por Isabel Rocatti, esa vieja hechicera que muestra los pícaros caminos de la libertad. El resto está en su sitio; pero no ofrece una tensión acorde. Esto lo observamos en Joan Amargós, que hace de Juan. Está demasiado decaído, y le faltan matices para no dejarse «vencer» tan rápido por su mujer. Recordemos que él también es una víctima de ese reparto social. Desde luego que sus miedos y sus celos son los que someten a su esposa; pero él tiene unas obligaciones que cumplir que resultan asfixiantes. Tampoco David Menéndez, quien se encarga de Víctor, ese otro muchacho que podría llegar a ser una alternativa amorosa, llega a evidenciar la sintonía erótica. Hervás domina demasiado, o los demás se dejan arrastrar. El resto del elenco aporta su buen hacer y, entre ellas, Bàrbara Mestanza se desenvuelve con sensualidad cuando hace de hembra en esa danza con el macho en la romería, donde ambos aparecen desnudos con sus dos máscaras, en otro momento desarrollado con gran elocuencia para anunciar el desenlace. Este, esperado por el público, vuelve a representarse de manera torpe e inverosímil. Asfixiar a un hombre de campo es harto difícil si no lo ejecutas con algún tipo de ayuda o de procedimiento más efectivo.
En cualquier caso, el montaje es de una incuestionable calidad artística y tiene apuntalados cada uno de los símbolos —donde la iluminación de Maria Domènech descubre toda la complejidad que transcurre entre veladuras—. Así se pone de manifiesto con un vestuario muy orgánico, de algodones que están tintados con tonos apagados, verdosos, castaños, que remiten a la vegetación boscosa, a esa vida que bulle en la naturaleza. Mientras que ella va de blanco con los bajos ennegrecidos, como si fuera ascendiéndole la vesania en la que cae dentro de ese montecillo de ceniza por el que deambula.
«¡…he matado a mi hijo!», grita en esas célebres palabras finales; cuando definitivamente podemos comprobar que María Hervás sigue imparable cuando pisa un escenario, y que esta Yerma es, incluso, una celebración actoral gracias a ella.
Texto: Federico García Lorca
Dirección: Juan Carlos Martel Bayod
Espacio escénico: Frederic Amat
Música original: Raül Refree
Reparto: Joan Amargós, María Hervás, David Menéndez, Bàrbara Mestanza, Marta Ossó, Isabel Rocatti y Yolanda Sey
Iluminación: Maria Domènech
Vestuario: Frederic Amat y Rosa Esteva
Sonido: Roc Mateu y Raül Refree
Asesora de movimiento: Lali Ayguadé
Caracterización: Ignasi Ruiz
Ayudante de dirección: Júlia Valdivielso
Ayudante de escenografía: Roger Orra
Ayudante de vestuario: Maria Albadalejo
Alumna en prácticas: Clara Cabutí (EDIP -UPC)
Fotografía: Silvia Poch
Producción: Teatre Lliure
Teatro María Guerrero (Madrid)
Hasta el 22 de enero de 2023
Calificación: ♦♦♦♦
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