Finlandia

El conflicto de pareja en el contexto del capitalismo consumista vuelve a ser el tema que exprime el dramaturgo francés Pascal Rambert a través de su genuino estilo

Finlandia - Foto
Foto de Vanessa Rabade

Pascal Rambert se repite y repite a Bergman o al Noah Baumbach de Historia de un matrimonio para volver a desenredar la ficción creada por una pareja de actores y su estertor amoroso. Digo ficción, claro, puesto que no hay más que observar una discusión de este calibre como para demostrar que uno es capaz de convencerse de que las cosas han ocurrido de cierta manera y para aseverar que desde siempre fue esto o aquello. Monólogos falaces ambos donde cada contendiente se acoge al cherry picking, es decir, a la selección de aquellos acontecimientos o comportamientos del cónyuge que justifican su tesis demoledora, obviando, por supuesto, todos esos instantes que nos llevarían a pensar lo contrario. Cada uno se ciega en lo suyo, mientras agoniza o se desespera.

Israel, un actor de puro teatro, un izquierdista de la vieja guardia, un acérrimo defensor de la clase trabajadora, ha viajado cuarenta horas en coche para recalar en el Helsinki y enfrentarse a su mujer y encontrarse con su hija. Podríamos tomar Finlandia como una doble metáfora. El lugar del «fin» (una falsa etimología, que nos funciona en español) o, si aceptamos el origen de la palabra, como el territorio de la «ciénaga». La pareja está enfangada como ya lo estuvo Elejalde cuando interpretó La clausura del amor. El actor asume una tesitura de corte victimista, más torticera a la postre con su carta bajo la manga, con una cadencia más taciturna que la de su compañera, mientras demuestra que los celos corroen su antigua fortaleza. Porque, ella, Irene Escolar, que hace de exitosa actriz, más joven y vitalista, embarcada en una producción china, ofrece una de sus características y genuinas interpretaciones agónicas, con un discurso que, por momentos, parece rapeado a la velocidad de la luz en un imparable borbotón de inquina, como ya hizo en Hermanas. Ambos nos deleitan una vez más, demostrando que están en lo más alto de la interpretación en este país. Asumen los contrapesos dialécticos con una entrega corporal que no cede en ningún instante.

Otro asunto muy distinto es si la bronca inevitablemente cae en los devenires burgueses (no queda otra, por más que uno saque la espada ideológica), donde los egos desinflados ansían desesperadamente que alguien los admire. A Rambert hay que valorarle, desde luego, el sarcasmo, y que empuñe ese estilete tan francés donde la hipocresía queda en evidencia. El lenguaje es muy sagaz y las metáforas (en la traducción y, sobre todo, adaptación, tan afinada de Coto Adánez) nos dejan momentos verdaderamente cómicos, pues nuestros protagonistas son capaces de emitir una loa a la posverdad con tal de alcanzar la victoria.

La habitación, obviamente de estilo nórdico, no enfría lo ánimos; pero al menos permite que estos amantes tengan espacio para deambular y hasta para huir despavoridos si alguna empuña un cristal roto de manera amenazante. En una acción que comienza in medias res, a las cuatro de la mañana, con los efectos del estrés sonámbulo hinchándoles las venas y dejándolos tarumba. Ese efecto de la nocturnidad está logrado con un cansancio que vuelve a ellos, a sus cuerpos, después de cada embate verborreico. La dirección es cuidadosa en el aparente fulgor caótico.

Irene se ha aprendido el discurso feminista más de moda para discurrir por una profecía autocumplida con la que ella queda desposeída de toda culpa. La mujer enamorada («cuando amamos somos bobas nosotras las mujeres») es un monigote dispuesto para que la ahormen, una mujer enamorada, en la exacerbación del romanticismo, pierde la voluntad, la libertad y hasta su ser. Pura mística. O pura abducción. El hombre, no. Ya sabemos que carece de sentimientos y lo suyo es pura premeditación. Él, directamente, como heredero del elitismo cultural del 68, se ha quedado sin sustancia, sin utopía que soñar. Ni lucha de clases, ni intelectualismo que pueda con las bazofias imperantes de la sociedad de consumo. Ambos dan pena, por supuesto; porque su cinismo les lleva a la podredumbre vital que todos sondeamos hoy en día. El quiero y no puedo de su narcisismo les ha devuelto un reflejo macabro repleto de vacío.

El final es cursi. Su hija les pide que le traduzcan del japonés la canción de El viaje de Chihiro y ellos acceden. Quizás sea la forma más clara que tiene el dramaturgo de concretar el patetismo de esos dos aspirantes a individuo que, definitivamente, han sucumbido al ritmo y a los rigores del capitalismo consumista y sus exigencias de enmascaramiento.

Finlandia

Texto, dirección y espacio escénico: Pascal Rambert

Traducción y adaptación: Coto Adánez

Intérpretes: Irene Escolar, Israel Elejalde, Julia Rodríguez/ Noa García

Iluminación: Yves Godin

Vestuario: Sandra Espinosa

Ayudante de vestuario: Vanessa Actif (AAPEE)

Equipo y dirección técnica: Estaporver

Regidor: Toni García

Realización de escenografía: Mambo Decorados

Ayudante de producción: Roberto Mansilla

Producción ejecutiva: Pablo Ramos Escola

Dirección de producción: Aitor Tejada y Jordi Buxó

Distribución: Caterina Muñoz Luceño

Una producción de Kamikaze Producciones y Teatro de La Abadía

Teatro de La Abadía (Madrid)

Hasta el 23 de octubre de 2022

Calificación: ♦♦♦

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