Bárbara Lennie e Irene Escolar se emplean a fondo para representar este enfrentamiento sobre los desgarros familiares

Hace tres años aproximadamente, el dramaturgo francés Pascal Rambert pegaba un buen aldabonazo con la presentación de La clausura del amor. Su planteamiento era bastante radical en cuanto a la disposición dramatúrgica: tomar a una pareja real de actores y someterlos a una experiencia destructiva bajo dos monólogos agónicos y eternos como un diálogo solapado y ya imposible. Después conocimos Ensayo, e igualmente sondeó terrenos metateatrales, esta vez con cuatro intérpretes, que exprimió al máximo en la implosión de una compañía. Pero ahora, con Hermanas, tan solo se aprecia un manierismo. Una dejadez en las perspectivas dramatúrgicas, ya sin gestos metaficcionales, ni monólogos abusivos. Aquí solo quedan unas extraordinarias actrices y los fluorescentes a tope de la escenografía aséptica firmada por el propio autor. Y si en aquella primera obra el contenido no era en sí mismo una revolución, al menos poseía entraña; en esta, directamente nos encontramos el consabido tópico ―bastante tontorrón―, de la hermana segundona que vive herida por todo el cariño que sus padres le han usurpado en pos de la primogénita, la ganadora, la gran esperanza familiar. Familia, por cierto, de burguesitos ilustrados, exigentes en grado sumo y clasistas de sutileza incomparable. Papá, arqueólogo de prestigio. Mamá, escritora ―no puede soportar a la gente que acorta las palabras. Las niñas, Bárbara e Irene, solidaria de ONG una, reseñista y bloguera, la otra. Ambas comparten que, en su afán de libertad sexual, siempre les han pirrado los árabes y, por eso, disfrutaban tanto con ellos cuando permanecía en las excavaciones de Siria y alrededores. Al principio, mientras la acción se impone de forma brusca con su irrupción sorpresiva en la sala, uno duda por dónde van a ir los tiros; pero a medida que avanza el discurso, la sospecha de que se trata de una bronca algo pija, se termina imponiendo. No es una tragedia, no es un sacrificio, no ocurre nada esencialmente reseñable más allá de los entresijos peculiares de una familia bien avenida que critica a cualquiera que no encaje en sus parámetros estéticos (en ese mismo escenario, hace muy poco, en El precio, sí que contemplábamos cómo un protagonista renuncia a su progreso vital por su hermano). Fede, el marido de Irene, queda retratado por acortar palabras, por ser profesor de instituto y por engolado y cursi en sus escritos (el hombre no tenía nivel para alcanzar el título nobiliario correspondiente de la nueva aristocracia cultural). Se confirma que, a pesar de los gritos, el asunto no es para tanto; cuando en el interludio parecen evocar, sororidad mediante, alguna fiesta del pijama con almohadones de plumón de oca siberiana, escuchando el «Wonderful Life», de Black; pero en versión discotequera (que queda más moderno y rave). Demasiado evidente y sin elocuencia. Porque si bien es cierto que las grandes sentencias resuenan con brío (la traducción de Coto Adánez parece bien atinada) y, a veces, con brillantez en una especie de metralleo insensato; la verdad es que los monólogos asfixiantes de Rambert se han sustituido por unos cuantos diálogos fulgurantes y unas pausas que rebajan la tensión, que los aproximan al teatro corriente. Por lo tanto, son las actrices quienes sacan auténticamente adelante la función. Sobre todo, Bárbara Lennie, su voz resuena más alto, más potente, más insidiosa. Su cuerpo posee una envergadura superior y sostiene el pulso desde la soberbia que verdaderamente le han inoculado sus padres. Su concentración es incólume y procede con una defensa desgarrada ante tanto ataque. En un gesto más de modernidad y apertura de mente, parece que su lesbianismo no ha implicado ningún trauma; y puede evidenciar su alta estima. Cuestión distinta es lo que hace Irene Escolar. Ella no solo parte desde más abajo, su voz no se expande con igual potencia y debe recurrir al grito, en ocasiones, desgarrado. No obstante, la intérprete atesora recursos suficientes como para engrandecerse en cada momento. Su rabia se destila con ráfagas de insolencia para intentar mantener el tipo. Ambas están magníficas y físicamente se emplean con poderío. Así se lo hace ver un público puesto en pie al terminar el espectáculo. Creo que los seguidores de Pascal Rambert, entre los que me encuentro, se sentirán algo decepcionados; porque Hermanas es una obra menor que se desgaja de su estilo habitual sin ofrecer nada más valioso a cambio.
Texto, dirección y espacio escénico: Pascal Rambert
Traducción y adaptación: Coto Adánez
Intérpretes: Irene Escolar y Bárbara Lennie
Dirección de producción: Jordi Buxó y Aitor Tejada
Producción ejecutiva: Pablo Ramos Escola
Diseño de vestuario: Sandra Espinosa
Maquillaje y peluquería: Miguel Álvarez para YSL
Fotografía: Gorka Postigo
Fotografía escena: Vanessa Rábade
Diseño gráfico: Patricia Portela
Distribución: Caterina Muñoz Luceño
Comunicación: Pablo Giraldo
Ayudante de dirección: Lucía Díaz-Tejeiro
Ayudante de producción: Celia Mira
Agradecimientos: Ginger & Velvet
Una producción de Diletante Producciones y Buxman Producciones
El Pavón Teatro Kamikaze (Madrid)
Hasta el 10 de febrero de 2019
Calificación: ♦♦
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Un comentario en “Hermanas”