Pont Flotant plantean un curioso acercamiento a la muerte a través de sus genealogías personales en una propuesta demasiado superficial
Si el principio de la filosofía tiene que ver con maravillarse con todo aquello que tienes delante y que te resulta incomprensible los que viene después es una hecatombe epistemológica. Nos sentamos en la butaca y podemos hallarnos como los niños o los preadolescentes conversando entre ellos o con adultos y sorprendiéndose con su propia existencia, o con el tamaño de nuestro planeta o con el insondable universo. La extrañeza que uno puede sentir es desconcertante en grado supino; pero, luego, está la vida con su flujo temporal (y su memoria rehaciéndose y rehaciéndote) y el espacio que hay que ocupar con todos sus principios físicos inasibles. Si la obra Eclipse total se les muestra a muchachos avispados, puede que dijeran: «¡Vaya, venimos de muy lejos!». O, «al final todo se irá a la mierda». Aunque si los espectadores están creciditos, confío en que ya se habrán hecho cargo de la compleja idea de estar vivo en los avatares de este catastrófico azar. No obstante, hay que vivir. Y está muy bien que los del Pont Flotant nos hagan detenernos en lo evidente y que nos enseñen el llamativo cronograma de tela, donde aparecen ellos y sus familiares con las fechas de nacimiento y de defunción (la gracia es que ellos mismos se hayan marcado el finiquito para dentro de unos decenios y pico). Y después tiren para atrás como si fueran paleontólogos dándonos las lecciones sobre algunas especies homo; o como geólogos apuntalando el fin de alguna era geológica. O tirando para adelante mucho, para cuando ya no haya radioactividad en Chernóbil o, quizás, haya muerto la posidonia. O especulen de manera muy corriente y sin fundamento sobre un posible hombre biónico que nos sustituya. Algunas especulaciones son tan cómicas como de andar por casa. Meras ocurrencias.
El proyecto es original y la mirada sigue siendo genuina sobre una manera de trabajar tan comedida como positivamente inocente. No obstante, tengo que volver, como lo hago cada dos por tres, con la autoficción avasalladora de las dramaturgias. Por eso me parece que es una obra enormemente reduccionista. No diré que es simplona; pero sí simple. Porque la manera de «rellenar» el dispositivo una vez se enmarca de forma muy decorosa el asunto de la muerte, me resulta anodina. Y evidentemente sesgada; ya que cuesta tomar como verosímil esta amalgama de cotidianidades personales y de conversaciones cruzadas entre familiares, donde no se da el más mínimo conflicto. Insisto en que es chocante y curioso que dispongan su autoentierro; aunque si las preguntas más pertinentes que quieren contestar para hacer una especie de recordatorio terminal son cuántas novias has tenido o en cuántas casas has vivido, pues poco meollo como para lanzarlo a las tablas.
Luego, en el extenso epílogo en dos partes, la realización de la comida, de la gran celebración imaginaria, del funeral confraternizante el dinamismo nos envuelve y nos deja a las puertas de que ocurra algo memorable. Tanto Àlex Cantó como Jesús Muñoz están extraordinarios impostando voces y acentos, combinando el español, el cordobés y el valenciano, el femenino y el masculino, de sus abuelos y de sus abuelas, de sus padres y de sus madres, afincados espiritualmente en esas sillas, ocupando su punto determinante y necesario de ese azar que los ha llevado allí y que podría haber sido otro muy distinto. Y de ahí al futuro, con los hijos y hasta con los nietos que alguno ni siquiera llegará a conocer. El movimiento —una plataforma circular va girando— tiene en sí esa función de observar ante todo el tiempo y la coyuntura, la insistencia en que los árboles genealógicos han sido los que han sido y ya está. No parece que se hayan interesado en otras aleaciones, en otros destinos, en otras voluntades, en otras decisiones de algunos de esos participantes, más allá de que nos recordamos el movimiento migratorio interior de gran parte del siglo XX en España, sobre todo de los andaluces hacia el norte o, en este caso, hacia la Comunidad Valenciana. Y en esto es en lo que encuentro una distancia y una frialdad. O acaso todo se reduce a una cantidad de datos. Y el aspecto cualitativo de todo esto…, ¿dónde está?
Si la pregunta que ellos proponen es: «¿Cómo vivimos sabiendo que un día dejaremos de estar vivos?»; la respuesta obvia es: viviendo. Es decir, cabalgando en nuestra irrefrenable voluntad. O tal y como señaló Píndaro: «No te afanes, alma mía, por una vida inmortal, pero agota el ámbito de lo posible» (cita que utilizó Camus para iniciar El mito de Sísifo, aquel que trata sobre si la vida merece la pena vivirla).
Por otra parte, más allá de recurrir al tema tan manido de Jimmy Fontana («Il Mondo»), se hermosea la propuesta con el sutil planetario de globos —la persistencia infantil que edulcora la aproximación a la cuestión ineludible— que nos convoca para el 26 de agosto de 2026 o para el 2059, cuando el sol se oscurezca, como nosotros al morir, o hasta que ustedes aguanten la pugna con el hombre biónico. Un desenlace que es absolutamente coherente con este estoico planteamiento de nuestra circularidad determinista o de nuestro alfa y omega. Y, entre medias, qué; ¿habrá ocurrido algo reseñable? ¿Lo habremos conseguido?
Creación: Pont Flotant (Àlex Cantó, Joan Collado, Jesús Muñoz y Pau Pons)
Reparto: Àlex Cantó y Jesús Muñoz
Diseño de iluminación: Marc Gonzalo (AII)
Diseño sonoro: Adolfo García
Espacio escénico y vestuario: Pont Flotant
Asesor artístico: Fermín Jiménez
Realización de escenografía: Los Reyes del Mambo i David Van Derh
Diseño gráfico: Joan Collado
Maquinaria y regiduría: Yolanda García y Santi Montón
Técnicos en gira: Juan Serra, Javi Vega y Josep Ferrer
Coordinación técnica: Juan Serra
Fotografía: Nerea Coll
Vídeo promocional: Nacho Carrascosa
Distribución: Inma Expósito y Rafa Jordán. Pro21 Cultural
Agradecimientos: Berta M. Pérez, Eulogi Osset, Xavier Serrano, Javi Vela, Roser i Rafel
Una producción de Pont Flotant y Rambleta
Teatro de La Abadía (Teatro)
Hasta el 19 de junio de 2022
Calificación: ♦♦
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