Ricardo Joven y Alicia Montesquiu protagonizan esta adaptación de la célebre novela de Julio Llamazares en el Teatro Español

En el teatro hay temor a los largos silencios, a ocupar el tiempo con silencio, a dejar que cierta angustia permee en el público y lo extrañe. A La lluvia amarilla que adapta Jesús Arbués le falta eso: silencio. «Los días eran largos, perezosos, y la tristeza y el silencio se abatían como aludes sobre Ainelle». ¿Cómo trasladar esa parsimonia en las tablas? No, desde luego, con tanta vehemencia en las elocuciones de Ricardo Joven, por mucho que el tenebrismo sea una nota pertinaz en la prosa de la novela. Cuando Julio Llamazares publicó su relato en 1988, todavía no se hablaba de la España vacía (o vaciada, como quieran); pero como leonés de Vegamián, sabía que el proceso de despoblación, de éxodo a los núcleos urbanos era una constante en nuestro país, como lo era en muchos otros y como hoy lo sigue siendo en gran parte del mundo. Uno observa Zamora o Soria y palpa ese punto en el que un pueblo se queda sin respiraciones humanas. Por eso, cualquiera que imagine esa austeridad al leer la novela, le puede venir algo así como el film El caballo de Turín, de Bélla Tarr. El blanco y el negro, el viento, la locura, la aspereza. Creo que el planteamiento de Arbués es válido; no obstante, su propuesta estética suaviza la dureza de la intemperie. Confía demasiado en la potencia lírica del discurso, con ese expresionismo tan acuciante; que apenas nos deja un respiro en ese borbotón. Por otra parte, el vídeomapping que han diseñado David Fernández y Óscar Lasaosa y que recorre la escena ofrece una atmósfera por momentos onírica, nebulosa que consigue proyectarnos imaginariamente hacia una naturaleza hostil. Las jotas que canta Alicia Montesquiu ofrecen hondura y belleza. Además, con sus intervenciones en la narración —para desahogar el soliloquio— nos hace pensar en el espíritu de su mujer vagando de vuelta. De alguna manera, la música y la imagen nos reconfortan ante la oscuridad de ese hombre. Con ella en escena es más fácil comprender esa comparación que, en más de una ocasión, se ha hecho con Pedro Páramo. Los fantasmas vuelven en los estertores. Las voces se agolpan en la demencia. Que quede claro que me resulta un espectáculo satisfactorio, a pesar de lo afirmado. Montesquiu nos araña con su presencia honda y negra; mientras que Joven se revuelve entre la furia y la agonía. Y es que Andrés (es decir, etimológicamente, ‘valeroso’, ‘viril’), entendámoslo, puede observarse desde distintos puntos de vista, ahora que enfocamos la cuestión rural desde los parámetros de la «España vacía». Es un hombre que se niega a marcharse de su pueblo natal, que nos transmite que la huida paulatina de los demás es un fraude, una cobardía, una apostasía. Y que, por eso, no quiere volver a saber nada de su hijo Andrés, el que debía heredar esa virilidad, y mantener Ainielle viva. Si se ha marchado a Alemania, qué le importa ya, incluso, que lo hayan hecho abuelo. Y si su hija Sara (etimológicamente, la ‘princesa’, la ‘primera’) ha fallecido, solo él puede resistir que su descendencia se haya zanjado. ¿Y su esposa Sabina? ¿Ha sido «secuestrada»? Al menos pensaremos que ha sido comprometida a permanecer hasta que su ánimo ha aguantado. Es evidente, que la descripción de su suicidio es subyugante, y que en esta función se trata con mucho cuidado para no herir sensibilidades. El entramado mitológico o bíblico parece vibrar en la estructura de este apocalipsis que hoy, algunos, no dudarían, por su apariencia, en calificar como distópico. Más podemos concentrarnos en el olvido, en la tensión que supone la pérdida de memoria de uno mismo y de un pueblo que expira. El tremendismo con el que se pretende atenazarnos es la constante que hace vibrar el texto, y el que nos infunde una tristeza que no encuentra asidero en ninguna esperanza posible. La lluvia amarilla se convierte en un leitmotiv metafórico, en un símbolo del otoño, de la enfermedad y de la decrepitud. Durante la Edad Media —así lo refleja Alexander Theroux en su libro Los colores primarios—, en España, afirma: «el amarillo como parte del atuendo del verdugo representaba la traición de la víctima acusada». Y sigue: «Durante la Inquisición… en un auto de fe, se cubría a las víctimas con una túnica amarilla, que denotaba traición y herejía». Asistimos a un final que se anuncia desde el inicio de manera inexorable y al que solo nos queda esperar. Todo ello genera una sensación de intemporalidad, de lugar perdido en una época remota o, todo lo contrario, de un momento apocalíptico. En definitiva, se logra —aunque por unos derroteros más luminosos— trasladarnos una conciencia en decadencia, también una cólera o una caída tan heroica como inevitable.
Un espectáculo basado en la novela homónima de Julio Llamazares
Adaptación y Dirección: Jesús Arbués
Reparto: Ricardo Joven y Alicia Montesquiu
Diseño audiovisuales y mapping: David Fernández y Óscar Lasaosa
Diseño de espacio escénico: Jesús Arbués
Diseño de iluminación: Sergio Iguacel
Efectos de sonido: Nacho Moya
Diseño de vestuario: Sara Bonet
Una producción de Corral de García
Teatro Español (Madrid)
Hasta el 12 de diciembre de 2021
Calificación: ♦♦♦
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Un comentario en “La lluvia amarilla”