Adrián Lastra se pone al frente de esta docuficción sobre el peligro de las redes en nuestro mundo contemporáneo
Todo va tan rápido que esta obra no es que nazca vieja —tampoco hay que pasarse—; pero antes de tomártela con precaución o, incluso, con temor; uno prefiere aceptarla con gracia. Da la impresión de estamos esperando a que ocurra verdaderamente algo catastrófico para que nos tomemos en serio —que le exijamos a nuestros legisladores que dejen de ir con la lengua fuera y se pongan las pilas, si es que todavía no están corrompidos por la venalidad— la potente tecnología que se ha puesto en nuestras manos y en nuestra memoria. Quizás cuando llegue el gran apagón o cuando nos hagan el tocomocho en algunas elecciones o cuando nuestros hijos se vuelvan definitivamente imbéciles (alguna generación ya está perdida. Eso está claro). Y que cualquiera que haya estado un poco atento habrá visto a Chema Alonso hackear un móvil hace ya bastantes años o habrá visionado la viral conferencia de Marta Peirano: «¿Por qué me vigilan, si no soy nadie?». Pero, sobre todo, se habrá dejado «convencer» por el documental de Netflix (¿Quién se puede fiar de una plataforma que se autodenuncia sin nombrarse?): El dilema de las redes. A todo ello, por supuesto, le debemos añadir el ya estudiado tema de las fake news, el affaire Cambridge Analytica y el caso Snowden, que aparece levemente en la función y que nos recuerda que ya casi nadie se acuerda del pobre muchacho (un aviso a navegantes). Y más allá de lo que vamos ¿descubriendo? de Facebook, ahora que se quiere enmascarar en Meta. Todo esto viene a cuento porque la obra que tenemos en el Teatro Marquina pertenece al género docuficción o, quizás, podríamos denominarlo documental ficcionalizado (precisamente como el de Netflix que he nombrado más arriba) o, incluso, obra de no ficción; porque lo que le ocurre a Adrián Lastra, que hace de Adrián, es tan anodino que apenas podemos ver en él a un personaje, sino al guía o transmisor de un show. Privacidad es un show de variedades. Tan antiguo y comercial como sacar a unos espectadores (¿preparados algunos de ante mano?) para congeniar con algunas pequeñas intimidades reveladas en sus redes; como farragoso incluir una cantidad exagerada de expertos en tecnología, en marketing o en sicología, que vienen a dar la pequeña lección, a ofrecer unos datos, a convencernos con sus buenos argumentos. Casar esa esfera epistemológica con el fino hilo conductor y, a la vez, «forzar» al respetable a que participe con sus selfies y esa rebuscada manera de buscar en tu smartphone cómo a través de la ubicación se han registrados todos tus movimientos desde hace años, convierte el montaje en una especie de Hormiguero o, lo que es peor para la credibilidad, en uno de esos «mercados» (de ideas o de éticas o de evangelizaciones varias) de charlas TED. Igual que el ritmo, con las entradas y las salidas de los intérpretes de una forma ágil, parece propicio; se rompe con la falta de espontaneidad necesaria del público (es normal). De hecho, alargar el espectáculo hasta las casi dos horas es querer rizar el rizo de la moraleja que cualquier avispado intuye. Por lo tanto, falta concreción en la propuesta de James Graham y Josie Rourke, falta expurgarlo y darle brío dramático con un protagonista que nos transmita algo. Es un tipo tan insignificante que su emponzoñamiento kafkiano resulta increíble. Querernos vender que a cualquiera se nos va a hundir la vida por usar de ciertas maneras el smartphone es terrorismo barato. Ya que también falta crítica, alternativas dialécticas; personajes que atemperen las profecías con la prudencia más común. Algo de esto encontramos en Enrique, el psicólogo que recibe a Adrián desde el comienzo. Chema del Barco adopta un papel algo socarrón, como de padre que debe soportar las niñerías de su hijo, que dice sufrir por el desamor; pero que, en realidad, lo que padece es inmadurez. Desde luego, Lastra se siente cómodo en el escenario y es capaz de improvisar —cuando le toca— como tipo que se mueve bien en ámbitos televisivos. Es evidente que pone toda la carne en el asador; a pesar de todas las dificultades con las que se encuentra. El resto del elenco es una marabunta de papeles inasibles. No hay más que ver a Candela Serrat, quien encarna a profesoras, activistas y un sinfín de roles que no permiten, ni por asomo, su progreso dramático. No obstante, ella también se desenvuelve con una mezcla de seriedad y de afabilidad. Muy distintos son los cometidos tanto de Canco Rodríguez como de Juan Antonio Lumbreras, pues ambos son expertos en la comedia y aquí vuelven a demostrar que están permanentemente al quite. El primero de una forma más chispeante y directa; y el segundo, con su habitual ironía. Finalmente, contamos con Rocío Calvo, quien no se queda atrás en las gracias, cuando hace de madre. No afirmaré que todo el humor es blanco y destinado a agraciar al público de manera instantánea, intentando edulcorar algunas de las informaciones más pesadas; puesto que también hallamos chistes más elaborados que pretenden lanzar pullas contra personajes de nuestra actualidad de un modo ingenioso. Sí, Privacidad es imperiosamente actual y eso la hace algo populista (los buenos y los malos). Por otra parte, uno de los puntos fuertes es la iluminación de Himar Santana, todo un despliegue de luces que nos disparan hacia el futuro. Todo ello sobre una escenografía repleta de pantallas, donde se proyectan selfies, redes sociales y otras curiosidades particulares. La función resulta muy atractiva visualmente. Yo creo que Esteve Ferrer ha perdido, en cierta medida el control; porque este montaje, sobredimensionado hasta cerrar cada uno de los cabos para congraciarse con el respetable, distorsiona aún más un concepto novedoso; pero sin suficiente coherencia interna. Merece la pena traer a colación el ensayo La intimidad, del filósofo José Luis Pardo, para descubrir cómo esta debe distinguirse de la privacidad: «La persona sería como un aguacate, la piel exterior sería la publicidad, la capa protectora, brillante aunque algo áspera e indigesta (no en vano ostenta el monopolio de la violencia), que se ve desde fuera y que protege el interior; la carne nutritiva y suculenta (siempre a un paso de la corrupción) sería la privacidad, zona de madurez donde los individuos disfrutan del tesoro de sus propiedades salvaguardadas de la pública voracidad por el derecho que protege su libertad (único ámbito del que, a pesar de los abusos terminológicos, pueden hablar los sociólogos); y la intimidad sería el hueso más opaco, macizo, impenetrable, corazón nuclear y semilla germinal que no tiene sabor ni brillo». Quizás todavía quede una salvaguarda en la intimidad, tanta ignota para la mayoría de nosotros.
Autor: James Graham y Josie Rourke
Dirección: Esteve Ferrer
Dirección original versión México Teatro de los Insurgentes: Francisco Franco-Alba
Intérpretes: Adrián Lastra, Chema del Barco, Canco Rodríguez/Fran Sariego, Juan Antonio Lumbreras, Rocío Calvo y Candela Serrat
Ayudante de dirección: Silvia Montesinos
Adaptación para España de la escenografía original: Felype de Lima
Diseño de vídeo: Jorge Orozco
Adaptación para España del diseño de vídeo: Daniel García Rodriguez (Voilà Producciones)
Diseño de iluminación: Himar Santana
Diseño de sonido: Poti Martin
Diseño de vestuario: Remedios Gómez de la Insúa
Música original: Rodrigo Dávila
Jefe del equipo de investigación España: Álex Rojo
Asesoría del equipo de investigación: Harry Davies
Teatro Marquina (Madrid)
Hasta el 19 de diciembre de 2021
Calificación: ♦♦
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