Fallos de estructura en El loco de los balcones, tercera obra del Nobel sobre los escenarios en los últimos años
La obra comienza con el profesor Brunelli subido a uno de los balcones que trufaban Lima aún en los años 50 y que durante gran parte de su vida se ha dedicado a proteger, a defender frente a las autoridades y los nuevos arquitectos. Su cometido es puro romanticismo; su empresa, por lo tanto, está destinada al fracaso desde el primer instante y, ya se sabe, al final los daños colaterales resultan impredecibles. Como bien le gusta a Vargas Llosa, la narración de los hechos juega con el tiempo entre un presente de desesperanza y un pasado en el que transcurren sus andanzas en pos de esa lucha titánica por preservar el patrimonio local. Desde mi punto de vista, la obra fracasa en la estructura, aunque paradójicamente el premio Nobel sea un maestro en estos cometidos; pero, mientras el protagonista se deleita en exceso, fundamentalmente en la primera parte y más, en discursear largo y tendido sobre sus hazañas y sus impotencias, otras historias secundarias, esenciales para que la principal cobre verdadero sentido trascendental, terminan de desarrollarse dramáticamente hacia el desenlace y se encajan con algunos diálogos que se cargan de información (como en el intercambio entre padre e hija cuando esta revela su verdadero pensamiento acerca del afán balconero). Y es que en El loco de los balcones nos encontramos con un esforzado quijote, pero también con una crítica social en referencia a la pobreza de Lima. También aparece el tema de los sueños imposibles y las víctimas familiares de tal entrega. Aparte de las cuestiones propiamente constructivas, el texto, salvo en la concatenación de canciones intercaladas con breves intervenciones de los personajes (algo reiterativo) y la escena en la que Fernando Soto, que interpreta a un arquitecto, expone un soliloquio un tanto trastabillado, lleva las metáforas y giros literarios de Vargas Llosa que, en boca de actores como José Sacristán, son capaces de trasladarnos a esos tiempos en los que Lima quería dejar las reminiscencias de la conquista atrás. Además, Juan Antonio Lumbreras se marca un borracho espléndido y Emilio Gavira, como Doctor Asdrúbal (un poderoso funcionario), establece un enfrentamiento con Sacristán de alta categoría actoral. Candela Serrat, como Ileana, la hija del profesor, ajusta muy bien su papel con un hieratismo sugerente y Javier Godino, interpretando a Teófilo Huamani, fracasado pretendiente de Ileana, hubiera necesitado más texto para desarrollar su personaje. El resto cumple adecuadamente en sus intervenciones. Si por algo destaca, también la obra, es por la escenografía. No se puede obviar el impresionante balcón que ocupa gran parte del lateral y la pequeña oficina del fondo. Sin embargo, unas miniaturas de casas abalconadas repartidas por el escenario entorpecen la visión y le quita profundidad a un fondo que por su disposición tiende a lo contrario. Al final, uno se puede quedar con todas esas teclas emocionales que se van pulsando a lo largo de la obra y que, sin duda, satisfarán las expectativas de muchos espectadores.
El loco de los balcones
Autor: Mario Vargas Llosa
Dirección: Gustavo Tambascio
Reparto: Juan Antonio Lumbreras, Carlos Serrano, Emilio Gavira, Alberto Frías, Javier Godino, Fernando Soto, José Sacristán, Candela Serrat
Construcción de escenografía: Mambo Decorados, Sfumato
Confección de vestuario: Sastrería Cornejo
Composición y dirección musical: Bruno Tambascio
Iluminación: Felipe Ramos
Escenografía: Ricardo Sánchez Cuerda
Teatro Español (Madrid)
Hasta el 18 de octubre de 2014
Calificación: ♦♦♦
Texto publicado originalmente en El Pulso.
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