La reina de la belleza de Leenane

Juan Echanove ha dispuesto una dramaturgia un tanto limpia para recrear a estas gentes de la Irlanda rural

La reina de la belleza de Leenane - FotoCuesta alejarse del estereotipo irlandés, cuando uno se aproxima al micromundo en el que pone su lupa Martin McDonagh. No hay más que ver la disposición de elementos, cuando ambientaba aquel inhóspito pueblo en su exitosa película Almas en pena de Inisherin. En esta se volvía a detectar ese prurito infantil y fabulístico, que encontramos en otros escritos como El cojo de Inishmaan y en El hombre almohada. También, la atmósfera de comedia negra, con ese humor tan amargo y un destino macabro, son puntos que nos conectan con La reina de la belleza de Leenane.

Nos situamos en una aldea próxima a las colinas de Connemara. El dramaturgo y cineasta irlandés estrenó su pieza en 1996, que se completó con otras dos obras más hasta cerrar una trilogía. Quizás, en primera instancia, uno detecta que la escenografía de Ana Garay es atractiva, pero demasiado limpia, demasiado ordenada con toda esa cristalera de fondo y un par de escaleras, con una gran cocina de leña en el centro. No terminamos de adentrarnos en una de esas cabañas habituales del lugar, donde la humedad se cuela en cada esquina y la suciedad es indeleble. Otro tanto se puede afirmar del acento de los personajes. Tengamos en cuenta que el autor suele utilizar el dialecto de aquella zona y que, además, estos protagonistas deben dejar rastro de su estatus. De hecho, la lengua es relevante, pues se hace una crítica al uso del inglés de carácter político. Claro que emplean palabras malsonantes y palabrotas; sin embargo, se tiende a una neutralidad, a una pulcritud expresiva que nos aleja de un cariz naturalista que el propio espectáculo exige.

Pienso que Juan Echanove, quien ha decidido poner el texto sobre las tablas (Vicky Peña ya se afanó en 2009 para que se realizara una adaptación del mismo; igual que hizo Julio Manrique), ha suavizado la propuesta, le ha restado agresividad, podredumbre y ha difuminado la bilis macabra que se va destilando. Por supuesto que Lucía Quintana, quien encarna a Maureen Folan, una «joven» de cuarenta y cinco años, pone en marcha esa capacidad tan genuina para incidir en cada frase, para remarcar su cansancio y hasta su odio; pero no creo que en su expresión e, incluso, en su caracterización se deduzca su clase. Hablamos de alguien que tuvo una malísima experiencia cuando trabajó limpiando en Inglaterra durante una época. Verdaderamente es ella quien lleva el peso de toda la función, toda esa pesadumbre después de haber cuidado a su madre durante veinte años y comprobar que su relación se ha deteriorado hasta límites insospechados. No hay más que ver a María Galiana, que hace de Mag, algo mayor, seguramente, para el papel, algo pasiva; aunque con el rictus insolente necesario para «machacar» a su hija. Esa necesidad imperante de que la cuiden. Todo el día con sus gachas, su té y esas comidas preparadas en polvo que dejan tantos grumos. Como una inválida que no para de quejarse de una serie de dolores que la convierten en una dictadora. Allí no están sus otras hijas, sino esta fracasada que no ha conseguido escapar de ese agujero, y que ahora le toca recoger las cagadas de las gallinas en el corral. La disputa permanente entre ellas es fulgurante al principio. Luego, se sostiene con un tipo de humor negro que resulta delicioso. No obstante, más adelante, la función entra en una especie de valle costumbrista, un tanto insignificante. Por allí aparece un tal Ray Dooley, un veinteañero del pueblo, que interpreta Alberto Fraga con frescura e incidiendo en ese tono atemperado del montaje, pues sería de esperar que sus dejes fueran más acuciantes. Nos sirve, apenas, para destinarnos a una escena en la que podremos evidenciar de qué manera la realidad es aún más honda y amarga. Pato Dooley, el mayor, acogido por Javier Mora con elegancia y sobriedad, se va a largar al extranjero y ha hecho una fiesta. Ha terminado en casa con Maureen, esta se adentrará como en un sueño de excitación, que manifestará con extrañeza, con esa suspicacia latente de su baja autoestima. Si es cierto que pasó una temporada en un sanatorio, uno empieza a comprender la mella que puede llegar a imprimirse en el cuerpo de alguien que se envuelve en la desesperanza. Ahí, desde luego, la obra levanta el vuelo hasta desembocar en un desenlace coherente y sorpresivo.

La conexión madre-hija configura un desencuentro repleto de toxicidad en dos personas atrapadas en un lugar que no da más de sí, que quizás nunca lo ha dado; aunque los ingleses tengan mucha culpa de todo, afirman. Hallar el desconcierto profundo en la vida cotidiana de estas mujeres es nuestro cometido.

La reina de la belleza de Leenane

Autor: Martin McDonagh

Dirección: Juan Echanove

Adaptación: Bernardo Sánchez

Reparto: María Galiana, Lucía Quintana, Javier Mora y Alberto Fraga

Ayudante de dirección: Marco Magoa

Diseño de escenografía: Ana Garay

Diseño de vestuario: Ana Garay

Ayudante de escenografía y vestuario: Isi Ponce

Diseño de iluminación: David Picazo

Diseño sonoro: Orestes Gas

Fotografía: Sergio Parra

Maquillaje y peluquería: Chema Noci

Producción: Okapi Producciones

Teatro Infanta Isabel (Madrid)

Hasta el 28 de julio de 2024

Calificación: ♦♦♦

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