Del color de la leche

La exitosa novela de Nell Leyshon salta a escena para recrear esta historia de abusos ambientada en la campiña inglesa durante el siglo XIX

Del color de la leche - FotoPara empezar, digamos que Del color de la leche funciona mejor en su puesta en escena que como novela. Esta se ha convertido en casi un bestseller. No me extraña, ya que no solo es breve, sino que está escrita por Nell Leyshon con un artificio que favorece la lectura y que, incluso, podría recomendarse a los adolescentes. Porque entendamos que la verosimilitud es más que cuestionable. Una quinceañera que acaba de aprender a leer y a escribir no solo es capaz de narrar su historia de una manera legible y correcta (pocos errores sintácticos u ortográficos, amén de un vocabulario variado aceptable), sino que llega a usar metáforas (el mismo título referido a su pelo) y otras figuras retóricas que raramente se le pasarían por la cabeza. No hay un empleo manifiesto de la oralidad, como sería más lógico (no poner mayúscula después del punto es una boutade insignificante). Sí que en este sentido me gustaría señalar que me parece un acierto no haber empleado la palabra «hostia», que el traductor Mariano Peyrou decidió utilizar en la obra en una serie de ocasiones y que resulta un tanto exagerada, como un exabrupto, cuando los personajes no son constantemente malhablados. Y eso que sí se emplean algunas expresiones malsonantes para denotar tanto la agresividad de algunos momentos, como para remarcar la espontaneidad un tanto vulgar de la protagonista. No entraré en cuestiones sobre los acentos y otros aspectos. Pienso que se cae en el victorianismo dickensiano tan explotado en la literatura inglesa decimonónica.

Nos situamos en 1831. No sabemos dónde; pero nos imaginaremos en el Glastonbury natal de la novelista, cerca de Brístol, donde ese mismo año se dieron unas célebres revueltas que en nada parecen afectar a la vida de estos campesinos; porque esto es un cuento encapsulado, ajeno a la dimensión política. Enseguida sale Aitziber Garmendia para dirigirse a nosotros, al lector futuro de esa larga carta, de esa confesión a la que va a proceder. Que la actriz adopte el modo más preciso y adecuado, es decir, el de la juvenil ingenuidad de una campesina analfabeta, avispada y atrevida, es fundamental para dar el tono a todo el montaje. Aprenderá a juntar las letras adecuadamente, cuando tome algunas lecciones y sostenga la Biblia. Ella comanda y a ella nos debemos. Creo que solamente su Mary atina y nos parece creíble. Una muchacha que, de forma similar a El cojo de Inishmaan, posee un pie que flaquea y también descubre en los libros una manera de engrandecer su vida. Y, si los demás caracteres están más estereotipados o resultan más planos, es debido a que esa narradora nos los dibuja así. Por lo tanto, es muy coherente que, por ejemplo, su padre esté esbozado tan solo por su cerrazón, por su brusquedad, por el control que quiere ejercer sobre el trabajo suyo y de su familia. Joseba Apaolaza se encarga de ese hombre; pero también del vicario. Con él todavía hallamos más posibilidades interpretativas; sin embargo, tampoco es que se nos permita adentrarnos en su oscuridad. Es al hogar, mucho mejor avenido, de ese religioso donde acude nuestra protagonista para servir y cuidar de su esposa. Será entrañable observarla con su desparpajo y con su tozudez en unas costumbres tan distintas. Dos mundos tan diferentes y tan cercanos. Allí hallará a la débil señora que Mireia Gabilondo encarna con más candor, que el expresado por la madre de nuestra heroína, quien apenas cuenta con unas líneas.

Otro asunto, además, está en el desarrollo de esos secundarios que pretenden dar más consistencia al relato. Es, desde luego, un plus haber reducido el número de hermanas a una sola. El problema que se halla es que Miren Arrieta parece realizar dos papeles de forma casi idéntica. Dos jóvenes enfurruñadas y quejosas. Porque así es la Edna que trabaja de criada en la casa de los señores y la Violet, que sueña junto a su hermanita, con encontrar marido. Descubrirá, eso sí, preñador huidizo: un tópico. Ya que Ralph, el hijo del eclesiástico, un tipo engreído que está a punto de marcharse a la universidad, se dedica a desplazarse a hurtadillas hasta la granja para ganarse una presa. Jon Olivares se muestra un tanto encorsetado. Finalmente, el abuelo se mantiene sentado en un lateral, a la espera de que se le atienda. Únicamente su nieta favorita asiste a lavarlo y a llevarle comida; debido a que en su Mary anida una energía desbordante y una comprensión de su microcosmos muy eficiente. Resulta inquietante que José Ramón Soroiz se dedique durante toda la pieza a perfilar con su cuchillo un utensilio que están pergeñando. El ruido que emite en ciertos momentos es molesto y no deja escuchar los diálogos con total claridad. En otros instantes, funciona excelentemente como banda sonora de esa situación subyugante hacia la que avanzamos. Esta obra, en definitiva, trata de un abuso sexual y de sus consecuencias. De cómo ese hombre de fe, una vez se ha quedado viudo, no puede frenar su pulsión y se aprovecha de su sirvienta. No diré cómo termina; aunque sea muy elocuente. El epílogo, más allá de la credibilidad que deberíamos exigirle a todo lo acontecido, nos destina hacia la configuración de un sereno martirologio.

Fernando Bernués dirige esta propuesta con mucha inteligencia escénica, porque ha decidido incidir en darle una verticalidad muy atrayente a una trama que circunda en lo estático. La amalgama de sillas mira al cielo con una iluminación de melancólica nocturnidad promovida por David Bernués. Luego, esas mismas sillas sustituyen, en realidad, posturas horizontales, ya sea para acomodar al abuelo, favorecer el fornicio oculto o la fatídica violación. Los personajes se mantienen en posiciones sedentes y eso nos permite auscultarlos desde cualquier parte de la platea. Ikerne Giménez no falla en su experimentada profesionalidad, cuando el vestuario índice en la vastedad del algodón.

Del color de la leche contiene un aura maléfica que va permeando el espectáculo; pero también posee esa visión roussoniana sobre la bondad, sobre el inocente que no posee los andamiajes del libro en su mente; aunque sostiene un conocimiento instintivo de los procedimientos más básicos y esenciales del ser humano. Ella, Mary (María), la doncella virgen, es humilde y sensata; él, avezado preparador de homilías y otros consejos para los fieles, sucumbe al mal. No se incide demasiado en todo esto; no obstante, se vislumbra y engrandece el acontecimiento.

Del color de la leche

Novela original y adaptación: Nell Leyshon

Dirección: Fernando Bernués

Traducción: Mariano Peyrou

Reparto: Joseba Apaolaza, Miren Arrieta, Mireia Gabilondo, Aitziber Garmendia, Jon Olivares y José Ramón Soroiz

Escenografía: Fernando Bernués

Vestuario: Ikerne Giménez

Diseño de iluminación: David Bernués

Técnica: Acrónica Producciones

Administración: Maite Gorrotxategi

Producción: Tanttaka Teatroa

Producción ejecutiva: Ane Antoñanzas

Producción: Paola Eguibar

Distribución: Portal 7

Teatro de La Abadía (Madrid)

Hasta el 12 de mayo de 2024

Calificación: ♦♦♦

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