Victoria

Esta segunda parte de la exitosa Laponia en el Teatro Fígaro se inclina más al drama que a la comedia

Ellos mismos lo afirman en alguna ocasión, nunca segundas partes fueron buenas (excepto El Padrino II). Esta propuesta es la segunda parte de la exitosa Laponia. Los mismos autores ─responsables también de la dirección─, Marc Angelet y Cristina Clemente han pretendido alargar los conflictos culturales entre un finlandés finolis y unos españoles de lo más común. Para ello, nos hemos trasladado hasta la capital del reino para que los tópicos de aquí se intenten imponer con mayor potencia. Pero esta vez la batalla campal no posee tanta enjundia, ni tanta pulla descarnada. Lo que se pierde en comedia, se gana en drama existencial. Sigue leyendo

Un monstruo viene a verme

La novela de Patrick Ness es adaptada por LaJoven en un espectáculo de gran factura y mensaje apreciable

Resulta complicado en ocasiones aunar factores diversos en un solo proyecto. Creo que esta adaptación de Un monstruo viene a verme alcanza un gran equilibrio entre la claridad del mensaje y la factura artística. Todavía se mantiene en la memoria de muchos espectadores la película de 2016 de J. A. Bayona, la cual ofrecía unos efectos especiales de gran calidad. Esto supone que visualmente, una vez se asume que en un escenario se debe funcionar desde otros parámetros, no será tan impresionante. Habrá que poner la imaginación a trabajar. Sigue leyendo

Aristócratas conversos

José Andrés López de la Rica ha escrito y dirigido una astracanada sin gracia sobre unos nuevos ricos venidos a menos

Aristócratas conversos - FotoSi una obra de esas que se tildan de veraniegas (refrescantes y todo eso), de esas que no pretenden asfixiarse con honduras, porque el cerebro está refrito por las altas temperaturas, lo menos que puede hacer es gracia. Una comedia que aburre, donde no se escuchan las carcajadas, donde nos vamos a negro al finalizar cada una de las escenas (para recolocar un poco el atrezo, en la mayoría de los casos sin necesidad), difícilmente puede lograr algún éxito. Entiendo que muchos espectadores cautivos se dejarán seducir por el efecto halo, y concluyan que si Corta el cable rojo es divertido, atractivo y no sé qué más, pues lo que haga esta gente cumplirá definitivamente las expectativas. Pero, claro, construir una pieza «convencional» exige una estructura diferente a la empleada en la esfera de la improvisación.

Solo desde la distancia irónica se puede elaborar hoy una astracanada; puesto que, en sí, ese subgénero no es suficientemente irrisorio en cuanto que el referente, ya sea una materia medieval romantizada o, como en este caso, los enredos aristocráticos a la manera más anglófila, se nos escapan en el tiempo. Hoy nuestra nobleza se bandea entre las correrías de un monarca en el exilio y una pija griñonada que hace tertulia en prime time. Si no anhelamos acudir a la pleitesía que le hemos concedido los españolitos a los fastos de los Windsor, entonces no queda más remedio que exprimir hasta el ridículo a estos desdichados protagonistas. Provocar mofa con unos parvenús va a demandar un acusado contraste entre los auténticos adinerados y los que carecen de prosapia reconocida. Unos tendrán altivez y manejarán códigos sutiles, y los otros resultarán groseros por más que intenten estar a la altura a cada instante. Si se van al desastre, más se les notarán las costuras.

Creo que una obra de referencia, si no queremos recurrir a la consabida La venganza de don Mendo, es Páncreas de Patxo Telleria, que se estrenó en 2015. También usaba el verso, se envolvía de un aire satírico de ranciedad y contaba con una comicidad macabra muy convincente. Por el contrario, apenas se encuentra en el texto de José Andrés López de la Rica algún atisbo de originalidad. El argumento es tan consabido y simple que se cae en el tedio rápidamente, pues, sin ingenio versal, lo que se cuenta no nos atañe. Que si estos nuevos ricos se han arruinado es un tópico que viene de lejos y que, si la solución al entuerto pudiera ser rocambolesca y hasta peculiar, aquí se traza con muy poca destreza. Y es que la hija, una Mireia Zalve creíble, se ha iniciado en la pintura, abstracta y figurativa —unos engendros que, en ciertos círculos, podrían colar por aquello de no perderse un objeto exclusivo—. Uno se imagina el verano en Sotogrande, en alguna de esas exposiciones variaditas que procuran captar a los clientes de alto copete, a quienes, por supuesto, se les podría dar gato por liebre. Aquí no se llega ni a ese punto; porque falta sagacidad y enseguida se resuelve el asunto. El autor se pierde por otros vericuetos de insignificante solvencia como darle cabida al hijo, interpretado por Álvaro Larrán con sobriedad, quien parece que está buscándose la vida como un tipo corriente. Sin embargo, del antagonista, del duque, un Jesús Cabrero lógicamente estereotipado, que debe caer en la trampa, está expuesto con unas cuantas pinceladas. Al que sí se exprime es a Juan Carlos Martín, que es el mayordomo, y, como suele ocurrir en estas comedietas, aporta el toque bufonesco y crítico, sotto voce, apuntalando la estupidez de sus señores con requiebros llenos de picardía. Que además de este perfil, más que suficiente, se le concedan un par de interludios del todo sobrantes en un montaje al que pide ritmo, es abusar del único personaje que tiene algo de fundamento. Ver al hombre sentado leyendo unas cartas que nos retrotraen a espectáculos televisivos de hace muchas décadas (ojalá hubiera sido tan chistoso como Gila), con un humor ruralista y bucólico a partes iguales, no deja de ser un paréntesis sin entidad. Luego, además, este sirviente se disfraza de entendido en arte, para dar el pego en la vernissage de la muchacha; y así conseguir las ventas suficientes para tomar oxígeno antes de la ruina. Pensaba en aquel célebre capítulo de El príncipe de Bel-Air en el que el mayordomo se envestía de estrafalario y bohemio poeta, aquel Raphael de la Guetto, que también ripiaba para que los «entendidos» cayeran rendidos con sus «carambolas». Humorada que reverbera aún en la generación correspondiente y que me sirve para compararla con lo que se observa en las tablas. Aquí no se va al fondo como para descacharrarnos, mientras disfrutamos de los absurdos comentarios sobre los diferentes estilos pictóricos.

Sí que posee esta propuesta algún momento digno de mención, que nos haría pensar en algo más atrayente, como esa escena del primer acto, cuando el matrimonio al tris del desahucio lanza la retahíla de sus calamidades inversoras, llevando la obra hacia una actualidad más acuciante. La lástima es que, tanto Carlos Chamarro como Yolanda Vega, están demasiado estáticos en sus diálogos.

Lo cierto es que el verso no fluye en unos intérpretes que, en general, no parecen dominar el metro. El texto está sobrecargado de ripios, de insistentes ripios que aspiran a entretenernos rimas forzadas. Mucho octosílabo que debería ser vivaz; pero que tendría que combinarse con otras extensiones silábicas para que la historia avanzara sin tener que remarcar el pareado consonántico. Es decir, se echa en falta pericia, agilidad y soltura tremenda. No haré escarnio de las entonaciones.

Aristócratas conversos es una función anticuada, sin fuste y dirigida con poca maestría. La comedia requiere una mayor vivacidad, máxime si el trasfondo no es, en absoluto, trascendente (no se percibe una crítica del esnobismo, del clasismo, del anticapitalismo de este sistema caduco de privilegios en la clase más alta, etcétera) y, sobre todo, en un mundo de percepciones aceleradas como el nuestro.

Aristócratas conversos

Autor y director: José Andrés López de la Rica

Intérpretes: Carlos Chamarro, Jesús Cabrero, Juan Carlos Martín, Yolanda Vega, Mireia Zalve y Álvaro Larrán

Teatro Fígaro (Madrid)

Hasta el 19 de agosto de 2023

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Una terapia integral

Cristina Clemente y Marc Angelet están logrando con sus comedias un análisis en absoluto naíf de nuestras más afamadas incongruencias. Una terapia integral sitúa al coach-panadero como nuevo sacerdote de almas descarriadas

Una terapia integral - Foto de David Ruano
Foto de David Ruano

Algo que me satisface mucho de las dos obras que he podido ver de Cristina Clemente y Marc Angelet es que son «productos» teatrales de gran valía dentro del circuito comercial, que compiten con mucha inteligencia con montajes de pretendida enjundia que brotan directamente bajo el aura culta de algunos teatros públicos.

Una terapia integral es menos descacharrante que Laponia, su anterior propuesta; pero, a cambio, es más estilosa —desde luego, toda la escenografía de José Novoa, con ese obrador tan detallado, ayuda a captar totalmente nuestra atención—. Es, también, más aviesa sicológicamente y más insidiosa con aquellas estupidizaciones con las que aquellos aspirantes a clase media burguesa han caído, a pesar de su supuesta cultura.

Claro que, tampoco nos pasemos; pues estamos dentro de la comedia moralmente aceptable. Crítica, pero respetuosa incluso con los panaderos, y no tanto con los gurúes modernos; aunque estos, que no van al teatro, porque están en el regodeo de la iluminación eterna, no pueden ofenderse ante nada. Es decir, se dan las exageraciones pertinentes y se fuerza, en ocasiones, una risa a través de un payasismo algo irritante. Sigue leyendo

Jubileo

El Teatro Fígaro vuelve a abrir sus puertas después de su reciente reforma para acoger la obra del juez Pedro González-Trevijano. Un diálogo respetuoso entre Adonay y Belial en pleno camino a Santiago de Compostela

Jubileo - FotoSerá inevitable intuir una moral particular en el trasfondo de este montaje, si viene firmado por un jurista, nuestro actual presidente del Tribunal Constitucional, Pedro González-Trevijano. Plantea, en esta su primera obra teatral, un diálogo entre Adonay (Dios) y Belial (el Diablo), quienes se hacen compañía en el Camino de Santiago, durante el jubileo de 2020, o sea, en plena pandemia. Asunto tan imaginativo nos llevaría a inducir una disputa mucho más maniquea que la que se presenta. Aunque, según vamos avanzando en su devenir por la ciudad gallega, comprendemos —y este sería, a la postre, el auténtico fundamento y significado de esta propuesta— que ambos polos se necesitan. Sigue leyendo

Parque Lezama

Luis Brandoni y Eduardo Blanco se sientan a discutir en un banco para dirimir sus antagónicas posturas de la vida

La vejez y la soledad se dan cita en el banco de un parque a través de dos ancianos que se complementan en la permanente discusión de sus diferencias irreconciliables. Es decir, una reedición del famoso choque y, a la postre, entrañable, que protagonizaron Jack Lemmon y Walter Matthau (este último aparecía en la adaptación cinematografía de esta obra de Herb Gardner, es decir, I’m Not Rappaport, o sea, Dos viejos chiflados) en varias películas. Aquí tenemos a Luis Brandoni, en el papel de León Schwart, un viejo comunista, fantasioso por convicción y mentiroso por supervivencia (síndrome de Walter Mitty). Se muestra pertinaz en sus narraciones, y su impulsividad lo lleva a denostar sus achaques para evidenciar una valentía osada. A la contra, Eduardo Blanco, es Antonio Cardoso, un conserje de finca, especializado en el mantenimiento de la caldera. Este manifiesta en seguida su irritación a flor de piel por los bulos de su compadre. Entre la envidia y su debilidad corporal, y la asunción de la decrepitud y del miedo al despido, resulta un personaje, inicialmente, furioso. Ambos actores manejan un estilo creíble y acompasado; aunque a Blanco le toca impostar más la vejez y, al principio, chirría un poco. Desde luego, el tono general es de comedia; no obstante, por debajo, el trago es acibarado. Sigue leyendo

Autobiografía de un yogui

Rafael Álvarez, El Brujo, nos lleva a extraer las enseñanzas de Yogananda, el introductor en Occidente del kriya yoga

Muy difícil resulta criticar un espectáculo de El Brujo sin caer en las consabidas características de ese estilo que ha pergeñado de forma genuina; pero, en esta ocasión, creo que no ha encontrado el equilibrio que sí se percibía en sus obras anteriores. Primeramente, porque se extiende demasiado, sin que haya motivo para ello. Es cierto que la exitosa Autobiografía posee un número de páginas considerable; aunque no hay más que observar cómo nuestro intérprete se demora con algunas de las anécdotas. Él mismo comenta que llegaremos hasta las dos horas y cuarto. Pienso que existen demasiadas redundancias sobre aspectos metafísicos a los que se pretende otorgar cierta consistencia que se quedan flotando en la nada. Además de esa reiterativa unión entre los dichos retóricos de algunos científicos (por ejemplo, Einstein) y las especulaciones de estos «ungidos» como si alguno de ambos ofreciera una aproximación certera. Pura poesía. Uno puede entender que estos yoguis hayan tenido tanta repercusión en Occidente; y eso sin que hayan conseguido conversiones masivas al budismo o al hinduismo. Para aquellos que desconfían de los iluminados que se teletransportan galácticamente o que tienen sueños premonitorios que se cumplen fehacientemente, la vida de Yogananda (de la que también se da cuenta en el documental de 2014, Awake) puede ser una excusa para comprender un hecho sociológico de primera magnitud. Ya que nuestro yogui viajó a Estados Unidos en 1920, donde llegó a ser aclamado en conferencias multitudinarias como la del Carnegie Hall. Sigue leyendo

La soga

El famoso film de Hitchcock se traslada a las tablas del Teatro Fígaro, de Madrid, en pos del crimen perfecto

La soga imagenLa película que todos recordamos de Alfred Hitchcock siempre redundó con su propuesta  entre magnificarla por las habilidades técnicas (el maestro hizo todo lo que pudo para que diera  la sensación de que estaba rodada en tiempo real, aunque materialmente fuera imposible en  aquella época) o, por el contrario, infravalorar el discurso macabro y eugenésico que se disponía  a esbozar. Está claro que la obra de teatro debe ser otra cosa. Aquí no existe esa doble  subjetividad del punto de vista (Hitchcock nos arrastraba constantemente con la sucesión de  planos-secuencia, mientras nosotros intentábamos poner nuestra inteligencia a la hora de  descubrir otros resortes en la imagen), aquí se pierde el movimiento de cámara y eso provoca  estatismo en una cena que está destinada al fracaso por incompatibilidad de caracteres; si,  además, le quitas el personaje de la señora Kentley (y algún actor más), entonces, debes acelerar  el ritmo para que no se amalgamen los silencios. Y esto ocurre en el trabajo que nos presenta  Nina Reglero. Se echa de menos algo más de movimiento entre los invitados a la cena, más chispa, cierta alegría a pesar de la tensión que se va respirando. Sigue leyendo