Historia de una maestra

Raquel Alarcón dirige en el Teatro Valle-Inclán la adaptación sobre la novela de Josefina Aldecoa

Foto de Geraldine Leloutre

En el 2023 Paula Llorens había protagonizado y adaptado la novela de Josefina Aldecoa. Aquella fue una propuesta sin fuste. Esta que dirige Raquel Alarcón en el CDN posee una producción potente, que favorece el adentramiento en lo que quiso narrar la autora. Podría empezar reconociendo que la obra de la pedagoga no me parece que literariamente esté certeramente elaborada. Es demasiado sintética en sus tres partes fundamentales, pasa de refilón sobre ciertas coyunturas históricas, los personajes secundarios apenas están esbozados y hasta de la protagonista se podría afirmar que le falta hondura, que queda opacada por su papel de narradora. Sigue leyendo

Natacha

La novela de Luisa Carnés es adaptada y dirigida por Laila Ripoll para llevarnos desde el obrerismo al folletín en el Teatro Español

Difícil tarea la que se ha impuesto Laila Ripoll con la adaptación de la primera novela de Luisa Carnés. Una autora que ha terminado opacada más por la época que le tocó vivir, los temas que plasmó y su condición socioeconómica, que por ser mujer. Publicada en 1930, queda por debajo en el nivel respecto de Tea Rooms, texto que también llevó a los escenarios la propia directora y con la que obtuvo un merecido éxito. Esta que nos compete carece de una pericia superior, adolece de madurez y revela ciertos fallos estructurales como algunos saltos temporales un tanto abruptos, o poco desarrollo con algunos personajes. Aspectos que yo creo son, en algún modo, solventados en la dramatización. Verdaderamente la materialización viva de los diálogos escritos supera a la novelista.

Ante todo, hay que destacar a Natalia Huarte, que es una actriz que luce enormemente en la compunción, en la brevedad y en el silencio, en el gesto doloroso. Porque la primera parte, la más deprimente, me resulta mucho más interesante: todo el trajín de esas chicas que, desde bien jovencitas (doce años en este caso), se metían en los talleres a coser y a hormar sombreros. Contamos con una familia empobrecida, con un padre encamado y bruto, enfermo de tanto beber, sometido por terrores que le sobrevienen, en el Madrid de los años veinte. Un joven escultor ha venido a hospedarse en una de las habitaciones libres. Jon Olivares encarna a Gabriel Vergara. Desde los minutos iniciales es el encargado de meternos en harina a través de una carta que le escribe a su novia, que lo espera en el pueblo. No me parece una buena forma de comenzar. El discurso se torna demasiado «literario» y el intérprete muestra una tontorrona ilusión que le resta empaque. Es un personaje poco modulado, apenas atrayente, cuando debería poseer otras ambiciones. Que no manifieste sus intereses artísticos, que no ansíe otras formas de existir, chochan en un futuro artista. No me acaba de convencer, no tiene un arco dramático potente y queda muy por debajo de esa Natacha que se convertirá en su amante.

Luego, Pepa Pedroche compone dos papeles muy contrarios; pero representados con gran sintonía y medida. Primero hace de madre, repleta de preocupación, puesto que no llegan a fin de mes y no le queda más remedio que empujar a su hija a que pida dinero prestado en la empresa. Y, después, se meterá en la piel de doña Librada, la tía, firme y adusta, que vive en la aldea, donde tendrá que ocuparse de su hermana y recibir a su sobrina, de muy mala gana, cuando aquella fallezca. Todo ello transcurrirá en el acto final, donde la obra se pone un tanto folletinesca y aumenta el ritmo de acontecimientos entre amoríos y desgracias. Antes de alcanzar un desenlace que alarga la función en demasía con ánimo de cerrar con algo de coherencia la trama, para, entonces, ya descabalada.

La referencia es una novela que, si tuviera el recorrido de los modelos rusos que parecen sondearse, tendría ochocientas páginas, no trecientas, y observaríamos una evolución estética y moral en su máxima protagonista y en otros individuos. Sin embargo, pasar de ser una obrera, sin mundo, con poca cultura, a desenvolverse por las boutiques parisienses requiere algún tipo de pigmalización. Tampoco resulta verosímil el carácter de don César, el empresario al que da cuerpo Fernando Soto. El actor casi no tiene oportunidad de bosquejar dos actitudes bastante maniqueas. Primero es un sobón algo torpe y, después, un «abuelito» que lleva a su «nieta» de compras y la agasaja con múltiples regalos. La relación se recrea en el tópico archiconocido de los matrimonios desiguales; aunque esto no es La regenta, por mucho que, nuevamente, nuestra Natalia sondee el tédium vitae propio de las burguesas. Demasiadas disonancias que tampoco se reflejan en el lenguaje, pues ambos parecen poseer un mismo nivel cultural.

Por otro lado, Isabel Ayúcar, quien ofrece una gran disposición como Salud, la criada del señor, debe hacerse cargo antes de Ezequiela, una pobre y enfermiza trabajadora de la fábrica. Pienso que el cambio de registro no es suficientemente apreciable y resultan muy similares, en rictus y en caracterización. Además, con ella no nos desplazamos al barrio de la Kabila, parte de la narración donde aún perviven esos retazos de denuncia social. Mientras que Andrea Real, tanto al encarnarse en Almudena, la compañera de la antiheroína, como de la ingenua Elenita, novia de Gabriel, destila encanto y agilidad.

Favorece, en cualquier caso, la ambientación la escenografía de Arturo Martín Burgos, quien ha situado varios muretes ennegrecidos que nos colocan, principalmente, en el hogar de la protagonista y que, después, delimitan otros espacios de una manera más simbólica, con la iluminación mortecina de Paco Ariza. Las videoescenas de Emilio Valenzuela se suman a la factura tan estimable de este espectáculo. Destaca el vestuario de Almudena Rodríguez Huertas, sobre todo en las prendas que viste Huarte una vez se eleva de clase. La elegancia y la exquisitez son sobresalientes. Como intensa y oscura es la música de Mariano Marín una vez nos situamos en el pueblo, durante los escarceos amorosos de la noche.

Creo que el esfuerzo de Ripoll es importante; pero de una novela así es complicado aunar territorios tan disímiles, géneros tan dispares y poco elaborados.

Natacha

Adaptación y dirección: Laila Ripoll (a partir de la novela de Luisa Carnés)

Reparto: Natalia Huarte, Jon Olivares, Pepa Pedroche, Fernando Soto, Isabel Ayúcar y Andrea Real​​

Escenografía: Arturo Martín Burgos

Vestuario: Almudena Rodríguez Huertas

Iluminación: Paco Ariza

Espacio sonoro: Mariano Marín

Videoescena: Emilio Valenzuela

Caracterización: Paula Vegas

Ayudante de dirección: Héctor del Saz

Ayudante de escenografía: Laura Ordás

Ayudante de vestuario: Deborah Macías

Ayudante de iluminación: Carla Belvis

Residente de ayudantía de dirección: Inés Gasset

Asistente artístico: Paul Alcaide

Una producción del Teatro Español

Teatro Español (Madrid)

Hasta el 30 de marzo de 2025

Calificación: ♦♦

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Carmen, nada de nadie

La musa de la Transición salta a las tablas del Teatro Español para desarrollar su biografía en unos momentos cumbre de nuestro país

Carmen, nada de nadie - Vanessa Rabade
Foto de Vanessa Rabade

Con frecuencia, en el panorama teatral contemporáneo, nos topamos con un exceso de costumbrismo desabrido que tampoco nos provoca demasiado. En esta ocasión, hallamos una semblanza extraordinaria, digna de ser contada y de apreciarse en su justa medida. Sorprende que no se haya explotado más la biografía de Carmen Díez de Rivera, la musa de la Transición, como se la conoció. Sigue leyendo

La comedia de los errores

Andrés Lima y Albert Boronat ponen mucho ritmo a una de las obras más endebles de William Shakespeare

TEATRO por el Fotografo Pablo Lorente
Foto de Pablo Lorente

Solo desde la locura y desde el desenfreno se puede enfocar esta obra de Shakespeare. Así lo entendieron los Propeller, cuando nos visitaron en 2011. No lo enfocaron así Alberto Castrillo-Ferrer y Carlota Pérez-Reverte con La comedia de los enredos que presentaron en el Matadero en 2016. Y es que esta obra que, como es sabido, se apoya en Los Menecmos de Plauto; recoge toda la tradición de las novelas bizantinas o griegas con esa cantidad de anagnórisis inverosímiles. Albert Boronat, responsable de la versión, ha intervenido el texto hasta el punto de favorecer un show directo, donde el público es plenamente partícipe; y en el que disciplinas más contemporáneas se ponen en perfecta organización para el disfrute del personal. Sigue leyendo

Onán

Iñaki Miramón y Llum Barrera ven cómo se desvanece su matrimonio en esta dramedia de Nacho Faerna

Onán - FotoLos relatos sobre rupturas de matrimonios burgueses, producto de múltiples factores, pero inequívocamente motivados por el hartazgo, trufan la literatura, el cine y el teatro. Los espectadores, de alguna manera, se sienten reflejados; ya sea porque han pasado por ese trance o porque se han visto imaginariamente en tal tesitura. La última gran bronca la contemplamos en Historia de un matrimonio, de Noah Baumbach. Y si desde el punto de vista artístico, catártico y evasivo nos podía motivar, no solo era por la ruptura tan dolorosa en un ambiente romántico en el que, en cierta forma, casi todos estamos inmersos; sino porque se añadía el factor de las vidas peculiares, las de los artistas. Es decir, requerimos una peculiaridad, una diferencia, algún hecho que llame nuestra atención, una vez Bergman y Woody Allen han puesto a funcionar todas las claves básicas. En teatro, por ejemplo, nos hemos podido conmover con La clausura del amor, porque se ponía en marcha un dispositivo estético realmente asfixiante y apabullador. Pero, ¿por qué habría de interesarnos a estas alturas la vida de Laura y Jaime, padres de un adolescente experto en el arte del cinco contra uno?  Nacho Faerna, guionista de profesión, debuta con su primer texto teatral y parece que le ha temblado la mano a la hora de profundizar en cada uno de los temas que ha lanzado. Lo convencional y lo insignificante se aúnan para componer un comienzo que redunda en lo chusco. Chistes de pajas. Hacer comedia con visos de inteligencia, dejando que las primeras frases del montaje sean una ristra de mofas sobre hecho de que a su hijo lo han pillado masturbándose en el baño del instituto. Un leitmotiv (tenemos otro, como veremos) que sirve para describir sucintamente al papá y a la mamá. Digo sucintamente, ya que apenas atisbamos un tanto el carácter de uno y de la otra; pues, lo que se dice conocer algo más de su vida, pues no llegamos a nada. Por lo tanto, ¿quiénes son Laura y Jaime? Unos cualquiera. ¿Se puede hacer una obra de teatro con unos cualquiera? Si se le da un enfoque peculiar, puede. Pero no es el caso. Con la parábola de Onán —que nos narran al completo en el prólogo de la función—, aquel personaje bíblico que derramaba su semen sobre la tierra (el coitus interruptus), para no dejar preñada a su cuñada Tamar, con la que había tenido que casarse después de que falleciera el hermano de aquel; sirve para hablar levemente de sexo, de la educación sexual, del amor, de la sexualidad femenina y de alguna cosa más. El asunto es que estas insinuaciones no acaban de fraguar en una incursión mayor de carácter existencial o político. Es decir, que no sabemos cómo ha sido la relación de esta pareja —es que, insisto, sabemos muy poco de ellos—, ni de cuáles son los deseos vitales de cada uno. Iñaki Miramón aprovecha ese estilo deslavazado que muestra con frecuencia para enrarecer algunos aciertos irónicos, con una chabacanería rancia y prototípica del marido celoso e inseguro que se intenta sobreimponer ante cualquier pérdida de posición. Por eso, que el tutor los haya convocado le vale para criticar al susodicho profesor de una manera zafia. Parece que el autor quiere justificar las posiciones de este papel, haciéndole contar batallitas sobre cómo se afilaban el lapicero en plena clase cuando iba a un colegio de curas. Aunque luego se le quiera situar como un ajedrecista muy afanado y como alguien que, según sus palabras, introdujo a su esposa en el mundo de la «cultura», a saber: ver clásicos del cine, asistir a exposiciones, recomendar ciertos libros, etc. Cuesta hacerse a la idea de un tipo medianamente culto, porque sus gracietas son un tanto arevalescas. El actor, a la postre, sabe encontrar un punto de ternura que nos redime de las andanadas iniciales. Muy distinta se muestra Llum Barrera, pues no da tantos bandazos y parece tan sensata como algo conservadora en ciertas posturas sexuales. Ella arrastra el desencanto matrimonial hacia una ilusionante y, seguramente, ilusoria nueva relación. Adivinen. Quizás sea un personaje al que le falte más fuerza y consistencia en sus planteamientos amorosos; ya que da vueltas sobre ideas —se repiten en varias ocasiones—, que no terminan de definirse con más claridad. Sea como fuere, el tercero en discordia es Fernando Soto, quien realiza una interpretación medida y correcta, que no es poco para un personaje absolutamente anodino. Supongo que no se puede esperar nada más del prototipo de profesor de Educación Física. Ricardo es un simple, que ha surgido con su afabilidad y su cariño a parchear un roto. De cómo se entera Jaime de que le están poniendo los cuernos, haremos un gran esfuerzo por concederle verosimilitud al hecho técnico de que el desdichado cogiera el teléfono en el momento preciso. Sería, desde luego, un detalle a pulir. Por otra parte, los sendos monólogos que lanzan en apartes los tres intérpretes redundan en la idea de conducir en exceso al público; para, además, romper el dinamismo sin aportar demasiada información relevante que pudiera incluirse de soslayo en los diálogos. El otro leitmotiv con el que se trabaja es la película de Rossellini, Te querré siempre (1954); una especie de fetiche que el matrimonio aún atesora y que viene a representar la esperanza última para recuperar lo que parece destinado al fin definitivo. Porque Faerna, en Onán, parece querer trabajar con dos mundos, con dos ideas, que no llegan a casar de manera definitiva o, al menos, fértil para el espectador. Así descubrimos cómo, en el último tramo de la propuesta, la cuestión amorosa se aleja ya totalmente de lo masturbatorio y plantea el tema de las afinidades, de los gustos, de la forma de ver el mundo a través del otro; de que más allá del cariño, del sexo o el cuidado, está el hecho de compartir una política, una estética, una moral que den sentido interesante a la abrumadora cotidianidad. De esta manera, la función mejora al final, ya que se vuelve más sutil y la expresión se hace franca. Por otra parte, el espectáculo resulta sugerente con el apartamento que ha ideado Monica Boromello, que también sirve de despacho en el instituto, con unas puertas correderas que permiten la proyección de algunos fragmentos del film italiano. Es paradójico que este montaje, desde el punto de vista estructural y conceptual tenga al coitus interruptus como símbolo máximo.

 

Onán

Autor: Nacho Faerna

Dirección: Fernando Soto

Reparto: Iñaki Miramón, Llum Barrera y Fernando Soto

Ayudante de dirección: Alex Stanciu

Escenografía: Monica Boromello

Diseño de iluminación: Ion Aníbal

Diseño sonoro y vídeo: Fernando Soto y Bela Nagy

Vestuario: Ana Llena

Ayudante de vestuario: Tania Tajadura

Coordinación técnica: Bela Nagy

Diseño de imagen y fotografía: Geraldine Leloutre

Producción ejecutiva: Manuel Sánchez y Elena Martínez

Producción: Cayuga Ficción, Sanra Produce, LaZona y Elena Martínez

Prensa: María Díaz

Distribución: Elena Martínez Artes Escénicas

Teatro Infanta Isabel (Madrid)

Hasta el 12 de octubre de 2021

Calificación: ♦♦

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El ciclista utópico

Alberto de Casso firma esta comedia absurda y muy divertida protagonizada por Fran Perea y Fernando Soto

El ciclista utópico - FotoSería muy maniqueo afirmar que los dos personajes que se presentan en El ciclista utópico son los caracteres que fundamentalmente estructuran nuestra sociedad. El vendedor y el comprador, el comprometedor y el comprometido, el cuidador y el cuidado. Dependiendo de la posición que ocupemos, según las reglas de nuestra sociedad, seremos embaucados o abducidos o reconfortados. No faltan experimentos donde se demuestra cómo las neuronas espejo hacen de las suyas en cuanto establecemos contacto visual con un desconocido. La empatía y nuestras pulsiones sociales nos disponen hacia una civilidad enredante. Manuel, el maestro del pueblo donde va a transcurrir la acción, conduce por la carretera, el sol lo deslumbra y atropella a un ciclista. Bici escacharrada y alguna contusión para el pobre hombre. El percance, más aparatoso que otra cosa, es suficiente para que se cree una relación entre los dos individuos. Sigue leyendo

Bailar en la oscuridad

Fernando Soto no logra ofrecer una función solvente para la adaptación de la célebre película de Lars von Trier

Foto de David Ruiz

Todo un atrevimiento llevar a las tablas esta película con la que Lars von Trier ganó, entre otros premios, la Palma de Oro de Cannes en 2000 y que nos descubrió las capacidades dramáticas de Björk. Un film verdaderamente impresionante, conflictivo y que aúna mundos disímiles como los musicales hollywoodienses y la lucha de una madre por salvar la vista de su hijo. Además de abordar múltiples temas como el abuso laboral, la xenofobia o la pena de muerte. Creo que Fernando Soto se ha puesto al frente de un proyecto que es más ambicioso sobre el papel que en su factura. Este Bailar en la oscuridad se presenta con una producción endeble en varios sentidos. Por un lado, no contar con los derechos para interpretar la música creada por la cantante islandesa es un hándicap que difícilmente se puede superar, pues en el imaginario del espectador resuena tanto su voz como su estilo. Por otra parte, querer emular algunas de las coreografías con tan solo seis actores, donde parece que solo uno tiene verdaderas habilidades dancísticas, termina por ser poco vistoso y deslucido. Además de todo ello, cuando se pretende adaptar un filme que dura más de dos horas al lenguaje teatral ―siempre y necesariamente todo más lento― a la hora y cuarenta minutos, el argumento y la trama no logran redondear a los personajes en una historia que intenta concentrar diferentes capas. Por si fuera poco, nos encontramos con un elenco al que todavía le falta rodaje y con un sonido terrible ―la sala y la escenografía no ayudan. Sigue leyendo

Perfectos desconocidos

Daniel Guzmán dirige con esmero la versión teatral de este éxito cinematográfico en el que los móviles son el artefacto del demonio

Foto de Sergio Parra

Era del todo esperable que llegara la versión teatral de este éxito cinematográfico ―primero en Italia con Perfetti sconosciuti, dirigida por su creador, Paolo Genovese y, en España, con la mirada de Álex de la Iglesia; puesto que, principalmente, el espacio ―casi único― permite concentrar muy bien la acción y, sobre todo, regodearse en la situación: un puro desbaratamiento, una explosión de revelaciones. Este tipo de productos culturales se posicionan claramente del lado del espectador, es decir, se congratulan con él; ya que este siente alguna identificación. Además de que el discurso es sencillo, entretenido y divertido; básicamente los principios del teatro comercial. Ahora, en este caso, dado que se emplea un instrumento ―el teléfono móvil― que casi la totalidad de la población adulta utiliza; realmente podemos sacar una lectura contemporánea más aviesa y pertinente de lo que ocurre en escena. En definitiva, Perfectos desconocidos favorece dos lecturas que pueden convivir esencialmente en la perspectiva de cada persona que asista al Teatro Reina Victoria, si pone un poco de empeño más allá de la risotada. Porque es claro que debemos plantearnos cómo hemos llegado a esta situación, a este narcisismo, a esta búsqueda agónica por la emoción fuerte, por evidenciar nuestro supuesto poderío en las redes sociales, por esconder nuestros secretos en un aparato que nos expone demasiado. Sigue leyendo

Tiempo de silencio

El Teatro de La Abadía acoge una adaptación minimalista y lírica sobre la más célebre novela de los años 60

Foto de Sergio Parra

Si algún aspecto ha determinado la presencia en el canon de una de las obras más importantes de la segunda mitad del siglo XX en la literatura española, han sido, sin duda, las virtudes técnicas de la novela que Luis Martín-Santos publicó en 1962. Y esa es la primera cuestión que se debe dirimir a la hora de acercarnos a esta versión teatral (por lo visto, Jesús Fernández-García escribió también una en 1976). ¿Qué justicia literaria se le puede hacer a Tiempo de silencio si no se osa trasladar con procedimientos dramatúrgicos ad hoc las peripecias retóricas del novelista? Quedarnos con el argumento es básicamente lo que hizo Vicente Aranda cuando la llevó al cine en 1986. El escritor se atreve a profundizar en un estilo que se lleva fraguando desde la novelística modernista anglosajona con Joyce (nuestro Ulises no es Tiempo de silencio; en todo caso es Larva, de Julián Ríos) como máximo adalid; pero, además, con Virginia Woolf y, después, con autores americanos como Faulkner, para desembocar en el «Boom» latinoamericano. Hablamos de flujo de conciencia, del empleo casi azaroso de los diferentes narradores, de los saltos en el tiempo adelante y atrás, de la percusión del estilo indirecto libre, del retorcimiento lingüístico extremo con juegos de palabras sumamente crípticos, etc. Sigue leyendo