Entre el general estado del teatro más seguidista y políticamente pacato, esta temporada nos hemos encontrado con una buena colección de propuestas destinadas a perdurar
Foto de Luca del Pia
Una temporada más que se cumple por estos lares, decimoprimera ocasión en Kritilo, fuera ya de La Lectura de El Mundo, que hizo aguas tal y como la conocimos (época satisfactoria, por supuesto). Convendré, para resumir, que entre la abundancia de funciones, continúa la misma línea de pertinaz decadencia. Mucho entretenimiento, mucha distracción, muy poco atrevimiento a la hora de salirse de los cauces morales y políticos de lo establecido por el público «objetivo». Los espectadores aplauden a rabiar o desisten, y ya no acuden (aburrimiento o desprecio de las soflamas de turno). No parecen darse las medias tintas. Sigue leyendo →
Iñaki Rikarte se ha liado la manta a la cabeza y ha montado un grandioso espectáculo barroco sobre una comedia poco visitada de Calderón
Foto de Sergio Parra
En las últimas décadas he concedido justas alabanzas a Declan Donnellan, quien se ha situado con su peculiar estilo posmodernizador en el mejor representante de ese teatro encargado de revisitar clásicos con tanto respeto como originalidad. Estoy pensando para el caso que nos compete en propuestas como Cuento de invierno o The Knight of the Burning Pestle. Él ha impuesto un modelo que ha influido en no pocos dramaturgos contemporáneos. Uno de ellos es Iñaki Rikarte, y a él también debemos concederle grandes elogios, pues ha demostrado ya en varias ocasiones (recordemos Supernormales o Forever) que es un director atrevido y excepcional. Sigue leyendo →
Fabio Condemi nos entrega una versión de la obra de Pier Paolo Pasolini en un espectáculo demasiado estático
Foto de Luca del Pia
Merece la pena revisitar la adaptación que realizó Guillermo Heras en la Sala Olimpia (ahora Teatro Valle-Inclán) en 1988. Un espectáculo más vigoroso que este que hallamos en los Teatros del Canal y que dirige Fabio Condemi. Demasiado plano, mortecino y poco motivador de todas las reverberaciones que Pasolini pone en juego en su texto. Claro que lo que falla sea hacerle caso al dramaturgo italiano en cuanto a su célebre Manifiesto por un nuevo teatro. Hoy se antoja un tanto caduco, antiespectacular, demasiado «teatro de la palabra». No niego, desde luego, que en el interior de los párrafos no se oculten abstrusas claves que deben desencriptarse; pero la plasmación de las imágenes, que no son pocas, se torna un tanto pacato para una pieza que supera las dos horas (los abandonos fueron constantes). Sigue leyendo →
Nao d’amores vuelve a presentar un espectáculo de gran factura para desarrollar una obra menor de Calderón de la Barca
La garantía que tenemos los acérrimos espectadores de Nao d´amores es que cualquier montaje ofrecerá una factura impecable; aunque el contenido no llegué a satisfacer del todo, como ocurre en este caso, con un Calderón poco sondeado y que brinda un lenguaje tímidamente más claro, menos sentencioso. El castillo de Lindabridis se debió de estrenar en torno a 1661, estaba escrita para la familia real. Es una de esas comedias novelescas que escribió el autor español. En este caso se apoyó en la obra El espejo de príncipes y caballeros, de Diego Ortúñez de Calahorra. Lo cierto es que, más allá de admirar el genio y la apostura de su heroína, poco se saca de un enredo trillado en el asunto de caballería. Sigue leyendo →
Guillermo Calderón y Gabriel Calderón destripan a Calderón con una pieza inspirada en El príncipe constante
Foto de Santiago Mazzarovich
Fue hace ya un par de años, cuando el mismo Teatro de la Comedia acogió su versión de El príncipe constante. Ahora se toma aquella como excusa, para inventarse un artefacto a medio camino del thriller policiaco y la crítica de arte (o del arte). No sé si los vasos comunicantes que se intentan implantar van más allá de los gestos metateatrales que remiten a aquella; porque no parece muy necesario conocer el drama original. Aquí los vericuetos suponen un juego para el espectador; ya que se busca dilucidar, entre otros asuntos, un asesinato. Una especie de cómic con sus altas dosis de humor. Y también una reducción absoluta sobre cualquier veta hagiográfica; si, acaso, lo religioso se introduce, en alguna mínima medida, como superchería. El fetiche de la mercancía termina por ser un gracioso motivo para la distracción de los espectadores. El espectáculo es raro, en cuanto que uno espera seriedad, y lo que halla son diálogos rocambolescos. Sigue leyendo →
Carlos Tuñón dirige una «no representación» sobre esta pieza de Calderón, para animar a los espectadores a dormir sobre el escenario
Parece acertado traer a escena uno de los más célebres autos de Calderón, pues todos hemos llegado a ver algunas imágenes de Lorca, cuando este lo representó con La Barraca. Según sabemos —y así se nos da a conocer en la propia función— que la segunda versión de esta obra —de la primera, que data de 1635— se estrenó en el Corpus Christi de 1673 en Madrid, y que lo hizo, a lo largo del día, en tres plazas distintas.
Cuando un accede a la Sala Tirso de Molina, en la quinta planta del Teatro de la Comedia, ese espacio que puede ser alucinante; pero que no deja de ser una moderna caja escénica para un centenar de espectadores, uno es recibido por los intérpretes, que pululan, vestidos de negro. Somos agasajados con unos auriculares inalámbricos que ya transmiten voces que nos confían los ensayos, las maneras de recitar, como si escucháramos esas fanfarrias de calentamiento antes de un concierto. Que nos ofrezca una «hostia» con el mensaje «Usted está aquí» para ese ejercicio de supuesta comunión, para que, al comerla, se nos recuerde que «ahora está en ti», es un pequeño gesto que nos da esperanza sobre el alcance de algún tipo de confraternización teatral. Sigue leyendo →
La adaptación de esta comedia de Calderón a cargo de Carolina África y con la dirección de Laila Ripoll resulta leve
Foto de David Ruiz
Previa a esta comedia, Calderón ya había demostrado su buen hacer con Casa con dos puertas mala es de guardar y con La dama duende, que son de 1629. Y esta que nos compete pudo haberse escrito en el 1632 o 1633. En cualquier caso, comparada con aquellas, esta es de una insignificancia apabullante; porque ningún personaje llega a comandar la acción como para que nos suponga un atractivo más complejo. Carolina África ya había acometido una modernización de similar calibre con la obra de Agustín Moreto El desdén con el desdén. En esta esta ocasión pienso que era más difícil salir triunfante, puesto que la disposición de nuestro dramaturgo áureo tampoco permite mucho recorrido como para que el asunto nos diga algo.
Al trasladar el tema y la estética a los años cincuenta del siglo XX se establece un equívoco conservadurismo a nuestros ojos. Lo que parece, por un lado, la expresión de lo que se empezó a llamar en el Barroco, «amor al uso», es decir, un devaneo, un flirteo, un hedonismo consistente en el juego de los amantes que pululan por aquí por allá, no deja de ser eso, algo muy lúdico, un simple agitamiento de los celos para que las relaciones recobren energía; termina por ser algo bastante convencional y nada transgresor. Es todo tan ligero y bobalicón que nada de lo ocurre implica el menor riesgo. Y ni quiera, como ocurre en la referida La dama duende, contamos con un criado que nos deleite con su peripecia bufa. Aquí Guillermo Calero que se encarga de Arceo, nos parece más un patán algo grosero, que intenta asimilarse a un galán más, cuando intenta conquistar a doña Lucía, interpretada por una Nieves Soria jovial y resolutiva. Luego, como vemos en el preámbulo, el don Pedro de Juan Carlos Pertusa, no sale bien parado, pues es un rol incongruente. Le falta consistencia y hasta hombría. Es el encargado de ocultar a su amigo don Juan, y de echarle una mano en su entuerto. Este lo hace con esa donosura que ha magnificado en otras ocasiones (tantos clásicos ya en su haber), Pablo Béjar. Un actor que le infunde chulería a su papel; no obstante, se ve perdido en sus celos; porque ha visto a su amada con otro hombre con quien no ha tenido más remedio que enfrentarse a muerte. De todo esto nos enteramos de oídas; puesto que aquí la tensión se reduce a lo mínimo.
El equilibrio que se da entre las féminas y los caballeros da para que ninguno se sobreponga en el conjunto de la pieza; aunque, por momentos, Alba Recondo se lleve el protagonismo con la exageración de sus mohínes, tan bien acompasados por esta actriz tan espléndida y que me parece que siempre está muy atinada con su soltura escénica. Su doña Ana también juega a eso del jugueteo celoso y está graciosa; pero más porque se ha visto envuelta en un enredo que ni le iba ni le venía, pues ha sido confundida por otra. El que se equivoca, con gusto, es don Hipólito, un José Ramón Iglesias bastante ganso, chistoso y desenfadado, que se maneja estupendamente en estas lides —recuérdenlo en Entre bobos anda el juego—. Un cortesano que necesita divertirse conquistando a las damas, mientras la legítima lo va trampeando. Y es que ese es uno de los cometidos de doña Clara, quien se denomina «vengadora de las mujeres». Ana Varela, que es una de las intérpretes que se desenvuelve mejor cantando, posee uno de los personajes más equilibrados y serios. En claro contraste con su sirvienta Inés, que nos deja a una Sandra Landín histriónica, que sabe dotar de agilidad y, sobre todo, de bastante liberalidad a su personaje.
Ciertamente, no hay nada más; aunque sí hay algo menos, y son los bailecitos. Esto no es La La Land y el elenco —no sé quién ha pergeñado la coreografía— pues no sale muy airoso. Claro que algunos tienen más ritmo; pero a otros (me ahorro los hombres, quiero decir, los nombres) directamente carecen de dotes. Que sea una comedia desenfadada no quita para que, si no se puede acometer cierto número musical, pues no se acometa. Luego, está la escenografía que, para representarnos el abril y el mayo, y los paseos por el parque, pues resulta que Arturo Martín Burgos ha decidido que todo el colorido que suponemos que brota en esa pantalla del fondo, este velado durante toda la función y lo que percibamos sea un blanco ceniza. El colorido —absolutamente necesario— sí que sobresale en el vestuario idóneo y muy cuidado de Almudena Rodríguez Huertas. Principalmente, resultan muy vistosos los modelos que luce Ana Varela, con una sobrefalda florida que combina con elegancia con el sombrero que le sirve para ir de «tapada» en sus coqueteos.
Laila Ripoll debía estar segura de que buscaba el divertimento para ir encauzando el final de temporada; pero este montaje da muy poco de sí. Poca enjundia, mucha levedad en los entuertos y apenas hondas preocupaciones que resolver de un caso de enredos que termina de esas formas tan absurdas de tantas comedias áureas. Si se traía a la contemporaneidad, bien hubiera estado algo más lógico entre tanto emparejamiento impetuoso.
Reparto: Pablo Béjar, Guillermo Calero, José Ramón Iglesias, Sandra Landín, Juan Carlos Pertusa, Alba Recondo, Nieves Soria y Ana Varela
Ayudante de dirección: Héctor del Saz
Diseño de escenografía: Arturo Martín Burgos
Ayudante de escenografía: Paula Castellano
Diseño de vestuario: Almudena Rodríguez Huertas
Ayudante de vestuario: Pablo Porcel
Maquillaje y peluquería: Paula Vegas
Diseño de iluminación: Luis Perdiguero
Ayudantes de iluminación: Lidia Hermar y Juanjo H. Trigueros
Videoescena: Emilio Valenzuela
Música y espacio sonoro: Mariano Marín
Músicos: Saxos y trombón: Luis Mari Moreno ‘Pirata’. Batería y percusiones: Steve Jordan
Gerencia: Yolanda Mayo
Producción y equipo técnico: Fernán Gómez. Centro Cultural de la Villa
Productor ejecutivo: Joseba García
Ayudante de producción: Isabel Romero de León
Una producción del Teatro Fernán Gómez. Centro Cultural de la Villa en colaboración con Teatro de Malta y el festival de Teatro Clásico Castillo de Peñíscola
Los ingleses Declan Donnellan y Nick Ormerod ofrecen una visión desenfadada de este clásico, a través de una modernización que rebaja la hondura filosófica del dramaturgo español
Foto de Javier Naval
Donnellan y Ormerod llegan con todo su bagaje modernizador de clásicos a emprenderla con nuestro Calderón, y creo que es un manierismo, un estilo repetido, que devalúa las cuitas barrocas. Sus dramaturgistas, en buena lid, corrompen la duda imperante en el autor español para trasladarnos hacia un mundo onírico que, en cierta forma, anhela la evasión ante la zozobra del devenir. Para ello nos sitúan en un contexto que podríamos hallar en los años cuarenta, durante el final de la Segunda Guerra Mundial, a caballo entre Europa y Estados Unidos. Puesto que la comicidad del vodevil se adentra de manera muy sorpresiva e inédita sobre las tablas, para producir un choque que es de lo más meritorio. Y esto lo podemos asumir, porque tenemos integrado en nosotros el drama, nos lo sabemos y, si mantenemos la mente abierta, podemos encontrar derivas por las que colarnos imaginariamente.
La musicalidad, el juego de puertas y de guiños payasescos propios del slapstick (incluido el lanzamiento por la ventana del lacayo) vienen remarcados una y otra vez, como una reiteración surrealista, por el tema «Cuánto le gusta», de Carmen Miranda. Esa atmósfera de diversión se conjuga con la parálisis y la estupefacción del máximo protagonista: Basilio. Sigue leyendo →
Luis Sorolla y David Boceta envuelven a Calderón de la Barca en el contexto de la consabida imposición del relato con una tragedia poco representada
Apenas se ha representado esta tragedia histórica de Calderón de la Barca —una propuesta de la RESAD, donde participó David Boceta, y nada más que se sepa—, que la Compañía Nacional de Teatro Clásico, con esta hornada de jóvenes repescados de diferentes de distintas promociones —reconozcamos que la coyuntura hace de esta idea algo muy conveniente y con sentido—, pretende entroncar el tema romano que vertebra, de algún modo, la temporada (Antonio y Cleopatra, Numancia y Lo fingido verdadero). Sigue leyendo →