Miguel del Arco trata el tema de la muerte a través de una comedia descabalada sobre un exitoso compositor en el Teatro Valle-Inclán

Presenta actualmente el Centro Dramático Nacional dos propuestas que, en cierta medida, van en paralelo. Ambas tratan sobre la muerte y las dos están rebosantes de comicidad. Las apariciones se representa en la Sala de la Princesa del Teatro María Guerrero y esta que nos comete en el Teatro Valle-Inclán. Observando aquella, evidencio en la comparación, que si Miguel del Arco hubiera apostado todas sus cartas a la astracanada todavía habríamos hallado una diversión consistente; pero no tengo claro, aún, qué ha pretendido. Manejo varias referencias para aproximarme al asunto. Si, por ejemplo, recuerdo la versión cinematográfica que Morir, la novela corta de Arthur Schnitzler (que marca la trama), que realizó Fernando Franco en 2017, descubro una inmensa pesadumbre. Y este, creo, que es el problema. ¿Cómo se ha construido al protagonista de esta obra teatral? Si Pedro Berriel, un prestigioso director de orquesta español, de 53 años padece una enfermedad terminal, debe destinarnos a un viaje agónico, que sea sólido y valioso desde el punto de vista existencial y artístico. Convengamos que debe manifestarse una hondura y, ante todo, nunca mejor dicho: un pathos. Estoy pensando en aquello de Nietzsche: «¿es la gloria realmente sólo el más delicioso bocado de nuestro amor propio?». Israel Elejalde se ve acogotado en su interpretación por todos los elementos que tiene a su alrededor. El actor posee destellos genuinos y atrapa su rol por momentos, como en los primeros embates, cuando desde el púlpito central él es el dominador de su propia visión de «La Patética», cuando se dispone a grabarla. Sus lloriqueos posteriores nos llevan más al peor significado del patetismo. ¿Dónde está esa entereza que nos conmueva? ¿O es un farsante más?
A cada escena que se sucede el agolpamiento Felliniano (con esa decadencia de La gran belleza, de Sorrentino) configura un retablo barroco de especímenes de nuestro tiempo, de fantasmas tutelares, de traumas familiares y de nostalgias juveniles. De esta manera, el pobre músico queda empequeñecido, más «chico de cristal» que nunca. Primeramente, puesto que dejarse acompañar casi constantemente de la mismísima recreación de Chaikovski no ayuda. ¿Hacía falta tanta puntualización? ¿Eran necesarios tantos chistes de humor negro en cada uno de los personajes? Jesús Noguero se lleva al compositor ruso demasiado a su terreno, demasiado cercano a nosotros, para trazar algunos episodios interesantes sobre su vida: todas aquellas especulaciones sobre la creación de la Sinfonía, nº 6, y su fallecimiento días después, y también sobre su homosexualidad. Este, de hecho, es otro de los temas (otro más) que se insertan en la obra. Aquí no se elabora un discurso político tan ajustado como en Refugio, la obra de 2017, donde Miguel del Arco demostró más sus capacidades escriturales. Sacar a un Putin caricaturesco en plena alocución homófoba es sencillamente regresar a la comedieta que perfiló en ese mismo escenario Alfredo Sanzol con Fundamentalmente fantasías para la resistencia. Asistimos a esa disonancia cognitiva por la cual nuestro protagonista encuentra justificación para acudir a tocar en estos instantes a Rusia (a pesar de ser homosexual); porque concibe la separación entre arte y política, como si algunos eventos no se enhebraran indefectiblemente con las instituciones, como si no fuera todo, en definitiva, propaganda.
Lo que sí debo valorar absolutamente son algunos sketches que funcionan con autonomía y que nos dejan disfrutar ampliamente. En este sentido, contamos con dos intervenciones de gran solvencia. Por un lado, Francisco Reyes, un tipo «raro» con una vis cómica descomunal se transforma en un crítico musical, que expresa sus ínfulas a través de YouTube. Alguien con un descaro tremendo y que no deja títere con cabeza. Después, haciendo de médico, verdaderamente no encontraremos mucha diferencia en su sarcasmo. Por otra parte, Juan Paños, que es, definitivamente, uno de los actores más potentes y con más futuro de nuestro panorama se queda con el presidente ruso para muñequizarlo y, más adelante, para acoger a Samu, un macarra rockero de barrio, en una actuación cargada de espontaneidad, cuando Pedro regresa a las calles de su infancia y recuerda cómo tuvo que hacerse a sí mismo, desde su timidez, desde su fragilidad, y desde su orientación sexual para salirse del determinismo social. Es evidente que aquí habría una historia en sí misma.
Y si viajamos hasta las raíces, allí nos encontramos con una familia de clase baja, a un padre currante que tiene problemas para aceptar (la tarea nunca fue sencilla) que su hijo sea como es. Mientras que su madre resulta mucho más complaciente. A ella la encarna una Inma Cuevas muy dinámica que, sin cambiar el vestuario ─y el peinado─ se convierte en una célebre soprano (una posible Anna Netrebko). También, aunque ya me parezca forzar la máquina hasta un límite insospechado para alargar el espectáculo sin ton ni son, se hará cargo de un ángel justiciero en el más allá. Por si esto fuera poco en esta comedia descabalada, Jimmy Castro toma el papel de pareja de nuestro héroe, no obstante, se perfila sin demasiada profundidad. Y, por su parte, Manuel Pico, quien en el preámbulo irrumpe sorpresivamente desde el fondo para amonestarnos como un regidor insolente sobre el soniquete de los móviles, hará de Montaigne, en una de esas irrupciones que pretenden aún darle un poco de estoicismo a la cuestión de la muerte. Es alguien gracioso; pero es otro exabrupto.
Merece la pena destacar la escenografía de Paco Azorín, una sala de grabación, con todas las paredes dispuestas para absorber el sonido, de donde surgen escaleras y puertas ocultas. El espacio así permite concentrar la acción para que el asunto no se desparrame más.
Ciertamente, la función está repleta de momentos y de detalles memorables. Pero el exceso al que me he referido antes se sobrepone a la seriedad que se requeriría para que tomáramos en auténtica consideración a todo un director de orquesta. Si nos fijamos en las dos películas que han tratado a personajes así, tan peculiares, en los últimos tiempos, como TÁR, de 2022 o, sobre todo, Maestro, de 2023, en la que se recrea la vida (disoluta y controvertida) de Leonard Bernstein, comprobamos que son individuos que merecen una mirada especial. Y esto es lo que he echado en falta entre tanto barullo cómico.
Texto y dirección: Miguel del Arco
Reparto: Jimmy Castro, Inma Cuevas, Israel Elejalde, Jesús Noguero, Juan Paños, Manuel Pico y Francisco Reyes
Escenografía: Paco Azorín
Iluminación: David Picazo
Vestuario: Ana Garay
Sonido: Sandra Vicente
Composición musical: Arnau Vilà
Coach de dirección orquestal: Asier Eguskitza
Ayudante de dirección: Pablo Ramos Escola
Ayudante escenografía: Sandra León
Ayudante de iluminación: Daniel Aranda
Ayudante de vestuario: Juan Cruz
Ayudante de sonido: Benigno Moreno
Asistentes en prácticas: Yajaira Barrena, Anna Ďurišíková, Guillermo de la Rosa y Anastasia Shchelkanova
Producción: Centro Dramático Nacional y Teatro Kamikaze
Distribución: Caterina Muñoz Luceño
Teatro Valle-Inclán (Madrid)
Hasta el 22 de junio de 2025
Calificación: ♦♦
Puedes apoyar el proyecto de Kritilo.com en:

2 comentarios en “La Patética”