Nunca he estado en Dublín

Mireia Gabilondo da ritmo a una comedia tremendamente comercial de Markos Goikolea en El Pavón

Foto de Javier Naval

Si en los últimos tiempos hemos podido disfrutar de algunas obras de carácter comercial con una cierta enjundia de fondo, estoy pensando, por ejemplo, en Una terapia integral y, recientemente, en El favor. También hay que reconocer que existen demasiados de estos productos decantados con totalitarismo por atiborrar el libreto de chistes y estupideces a cada segundo para atenazar al respetable. Valen, es sencillo percibirlo, para entretener; pero raramente dejarán algún poso, que es lo mínimo que se le puede exigir a una función teatral. Mireia Gabilondo (pluriempleada del año) se sitúa al frente de una propuesta que, curiosamente, tiene alguna concomitancia con su propia obra Sabes que las flores de plástico nunca han vivido, ¿verdad?, pues la protagonista, además, se «enmascara» en un trastorno sicológico (hasta el punto de que Aitziber Garmendia interpretó aquella y esta). La cuestión es que aquí Markos Goikolea no profundiza y mete demasiada carne en el asador. Si alguna base de seriedad queremos hallar en este argumento, será un esfuerzo inane.

Cuando en una comedia de situación no se ofrece algún contraste y todos los papeles terminan por parecer (o ser) estúpidos, se pierden los asideros. Tanta gansada y tanta ridiculez a cada paso nos retrotrae a un humor algo chabacano, que repite el mismo gag a cada momento. Es algo que se comprueba rápidamente, una vez llega Elena, la hija que lleva varios años en Londres, desconectada de su familia, debido a un conflicto derivado de su condición sexual. Viene con su novia Cindy, quien resulta ser invisible. Sí, esta es la premisa. Me da un poco de pudor compararla con El retablo de las maravillas, de Cervantes; pero digamos que el engaño general provoca todo tipo de reacciones en pos de algún tipo de salvación o de perdón. Estoy intentando escarbar entre tanta ocurrencia imparable. Carolina Rubio interpreta a esta joven con su gracejo habitual y una gran espontaneidad. Enseguida exige un respeto por su pareja, mientras el resto se queda estupefacto antes de la cena navideña. El gran problema es que nos sitúan a unos individuos que parecen unos auténticos paletos. Es el humor fácil consistente en degradar a cada tipo para que nosotros nos sintamos superiores. El primero, el hermano, Martín, que acoge Iñigo Azpitarte con buena disposición, para recrear a un zote, a un cuarentón en el pleno proceso de divorcio, y que aún confía en recuperar a su mujer y a su hijo, cuando es claro que se están riendo de él. Es tan tonto, que no podemos más que sentir pena por este mequetrefe. Aunque peor es el padre, representado por Iñigo Aranburu con una bonhomía cargante y con implante capilar para aumentar su autoestima. Alguien que considera que estar en el paro ­—lo han despedido de mala manera— es una oportunidad para el crecimiento personal. Ha caído en los entresijos maléficos del coaching y de la psicología positiva, con toda esa patraña que venía insuflada en el bestseller El secreto. Así que se dedica a proyectar mentalmente todo lo que bueno que anhela que suceda en la realidad. Súmenle su forma de pronunciar el inglés, los diferentes cachivaches electrónicos y hasta el hummus que sirven de aperitivo. El chascarrillo idiomático será reproducido con entusiasmo por los demás ocupantes de ese hogar.

Si la escenografía de Fernando Bernués (otro pluriempleado de la temporada) refleja con elegancia el piso de una familia de clase media y urbana, su actitud no se traslada de modo verosímil. Estamos en 2025 y parece que internet y las redes sociales han llegado ayer. Así pasa también con Elena, la madre, que Eva Hache encarna inicialmente con una pujanza que permite escuchar réplicas ingeniosas. No obstante, a pesar de su buen hacer, su personaje nos descubrirá a una insensata. Resulta que como le han regalado una tableta y no ha sabido manejarla ha terminado por comprar criptomonedas. Una adicta al juego, que ya no puede entrar en los casinos; sin embargo, ahora le debe treinta mil pavos a su criptobro (a su criptoestafador), si no quiere perder su casa. Este es el panorama. El agolpamiento de motivos, de anécdotas y de tontadas es tal, que acaba por aproximarse al sainete.

La trama esencial, en cualquier caso, la hallamos en el permanente fingir que a la mesa se sienta una tal Cindy, de origen dublinés. Gestos inconvenientes, situaciones increíbles, y los espectadores de comparsa ante tanto desvarío. Lo importante es que la hija no sufra y recupere, si es posible, la cordura. ¿Por qué la perdió? Porque sus padres conservadores —los vascos más pudientes arrastran una veta muy tradicionalista, que detectamos aquí, y que debe tenerse en cuenta— se ofendieron mucho cuando se lio con la vecina. De este hecho, podríamos sacar alguna conclusión moral entre los rasgos costumbristas; pero, insisto, la horma es la propia de las comedias teatrales, cinematográficas y televisivas que triunfan en las últimas décadas.

El público se carcajea en muchos momentos, no lo neguemos. Gabilondo dirige con inteligencia y le da brío a la función. Es evidente que puede tener éxito (no de crítica; aunque eso qué más da).

Nunca he estado en Dublín

Dramaturgia: Markos Goikolea

Dirección: Mireia Gabilondo

Reparto: Eva Hache, Carolina Rubio, Iñigo Aranburu e Iñigo Azpitarte

Escenografía: Fernando Bernués

Vestuario: Ana Turrillas

Diseño iluminación: Xabier Lozano

Música: Iñigo Azpitarte

Ayudante de dirección: Virginia Rodríguez

Regidora: Cristina Berhó

Dirección de producción: Nadia Corral

Producción: Octubre Producciones y La Tentación

Teatro Pavón (Madrid)

Hasta el 27 de abril de 2025

Calificación: ♦♦

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