Helena Pimenta devuelve este clásico de Buero Vallejo al Teatro Español en una propuesta de atmósfera genuina
Inmejorable. Precisa. Como debe ser. Helena Pimenta nos ha entregado una representación de Historia de una escalera, con la pátina lumínica y escenográfica que hoy se puede permitir el Teatro Español. Y no solo eso, la dirección de los actores resulta formidable. Modular los gritos, los movimientos para sean ajustados, y hasta lograr que la interpretación del niño sea profesional y sin complacencias (algo enormemente difícil). Es que no se puede poner ninguna penga a esta propuesta. Y eso que la versión de 2003 firmada por Pérez de la Fuente era ya toda una referencia. Volvemos, entonces, al Buero primerizo; aunque el autor ha tenido distintos reconocimientos en los últimos años con El sueño de la razón o El concierto de san Ovidio (si nos fijamos en los proyectos más completos).
Efectivamente, disfrutamos de unas intervenciones realmente sentidas y manifestadas con una expresión muy cuidada. Inicialmente, don Manuel, acogido por Mariano Llorente, entrevera la grandilocuencia en su corpachón con una querencia por los más desfavorecidos, cuando se aviene a ayudar a doña Asunción, que Luisa Martínez Pazos define con una compunción magnífica. Su hijo, Fernando, nos dejará a un David Luque que es de lo mejor de este montaje. Posee una oscuridad en su conciencia que se nos transmite con una agonía suspicaz, que tiene mucho que ver con la infelicidad en el trabajo, una papelería, que tanto reverbera hoy. Representará, de alguna manera, el idealismo, pero también una complacencia pragmática. Frente a él, Urbano, un Agus Ruiz que encaja excelentemente como efusivo trabajador, impregnado de consignas, que el dramaturgo ha tenido que medir para él, para que la censura no lo atenace más: «Los pobres diablos como nosotros nunca lograremos mejorar la vida sin la ayuda mutua». El actor siempre demuestra profundidad y vigor. También tiene mucha fuerza su madre Paca, con una Puchi Lagarde, quien, a pesar de no contar con largos parlamentos, deja su impronta en cada intervención. En una apreciación sicologista observamos cómo Rosa, acogida emotivamente por Carmen del Valle, carece de pundonor suficiente cuando termina con Pepe, ese borracho y pendenciero, que se le ve a la legua, y que José Luis Alcobendas es capaz de llevarlo a su terreno. Acabará saliendo con Carmina, que nos deja a una Marta Poveda con una hondura descomunal, en ese desmoronamiento que va sucediendo en aquel laberinto. En cualquier caso, un elenco afinado, que alcanza una cadencia displicente.
Así, esas dos primeras generaciones funcionan bastante mejor que la tercera; por eso los dos primeros actos poseen una pujanza extraordinaria. En ellos descubrimos no solo las rencillas que se agrandarán más adelante; sino los efectos del amor y el desencanto. Pareciera que no hay más seres en la ciudad, que fuera no haya nadie y que deban emparejarse entre ellos como si vivieran en un pueblo inmundo. De hecho, la sensación que da la propia escalera, bajando sin fin visible, da propicia el vértigo angustioso hacia un subsuelo que los mantiene encerrados. José Tomé y Marcos Carazo han cuidado cada aspecto y han situado con precisión cada recodo, como el casinillo, donde se oculta algún personaje para cotillear. Resulta fundamental el color macilento de las paredes que se potencia con la iluminación idónea de José Manuel Guerra, que remarca la caída de los días y de las épocas. Apenas el detalle que refleja los años que van transcurriendo sea un apoyo quizás innecesario. El salto de la guerra se hace más acuciante en ese paso de las décadas; pero, ante todo, estamos ante una omisión forzada de las circunstancias sociológicas de las gentes de aquel presente, de ese 1949, cuando se estrenó en el mismo Teatro Español en el que ahora se vuelve a hospedar. El asunto, por tanto, a dirimir sería sobre nuestra propia actitud ante ese «posibilismo». Tendremos que rellenar el contexto con cuestiones como tener en consideración que había pasado un decenio del final del fratricidio y que, por ejemplo, seguía en funcionamiento la cartilla de racionamiento. Otro tema, evidente, es qué podemos hacer con esta clase de costumbrismo, de cómo envejecen las disputas un tanto reiterativas que plasma Buero Vallejo. Me gusta poner de referente cómo trabaja Ettore Scola en La sala de baile, su película de 1983, para conseguir que pase el tiempo sin recalcarlo con palabras. Los gestos, los modos y las omisiones nos permiten concluir todo tipo de emociones. Es decir, Historia de una escalera, incluso en su brevedad ─pues no supera la hora y media de función─ se atasca, en cierto modo, argumentalmente con querellas familiares que están más allá de los nuevos usos que se van desarrollando. Aun así, permea y flota sobre esa atmósfera una humanidad inapelable. Una microsociedad ─sinécdoque de la España de posguerra─ que vive y que tiene esperanza, a pesar de su penuria y del fracaso pertinaz, que continúa mirando hacia adelante. Nadie que viva profundamente el teatro puede quedar ajeno a este acontecimiento; aunque sea como un proceso de arqueología que debemos aquilatar.
Autor: Antonio Buero Vallejo
Dirección: Helena Pimenta
Reparto: David Bueno, Juana Cordero, Gloria Muñoz / Puchi Lagarde, Gabriela Flores, Luisa Martínez Pazos, Mariano Llorente, Concha Delgado, Marta Poveda, David Luque, Agus Ruiz, Carmen del Valle, José Luis Alcobendas, Javier Lago, Alejandro Sigüenza, Darío Ibarra / Eneko Haren / Nicolás Camacho, Andrea M. Santos y Juan Carlos Mesonero
Escenografía: José Tomé y Marcos Carazo
Vestuario: Gabriela Salaverri
Iluminación: José Manuel Guerra
Movimiento: Nuria Castejón
Caracterización: Moisés Echevarría
Ayudante de dirección: Abel Ferris
Ayudante de vestuario: Sabina Atlanta
Residente de ayudantía de dirección: Majo Moreno
Asistente artístico: Víctor Barahona
Una producción del Teatro Español
Teatro Español (Madrid)
Hasta el 30 de marzo de 2025
Calificación: ♦♦♦♦
Puedes apoyar el proyecto de Kritilo.com en:

2 comentarios en “Historia de una escalera”