El dramaturgo Pablo Rosal continúa su andadura sobre conceptos como la incomunicación y el cuestionamiento existencial

Pablo Rosal, insistiré una vez más, ha creado toda una estética, y una política, y una ética, diría, con sus planteamientos dramatúrgicos. Quizás, como ocurre en este caso, algunas de sus obras únicamente sirven como ejercicios, como ejemplos o teselas de un planteamiento superior que merece ser auscultado. Hablamos de una filosofía del asombro, del absurdo, de observar en las rendijas y en la sencillez de la vida.
Toda esta función podría transcurrir en silencio o podría reducirse a gestos de asentimiento, seguramente porque resulte tan obvio y necesario asentir ante la evidencia de nuestro existir. Si paramos, comprendemos de improviso que estamos en ese aquí y ahora (hic et nunc) del que tanto han hablado los filósofos y los místicos de cualquier parte del planeta a lo largo de la historia. Hace poco, cuando hablaba de la última adaptación de La lámpara maravillosa, de Valle-Inclán, me refería al quietismo de Miguel de Molinos. Bastante hay de contemplación en A la fresca, en buscar denodadamente conversaciones anodinas, cuando el principal inductor de estos intercambios es un escritor. Luis Rallo encarna a un novelista en horas bajas, Eusebio, un tanto melancólico, que acude al pueblo donde su familia aún posee un gran caserón. El actor sostiene el gesto de la estupefacción decorada por una amabilidad de aire esquizofrénico. Le ha encargado a un albañil que le construya una cabaña en el bosque. Todo un tópico que, como se sabe, cumple con la idea de retiro que llevaron a cabo célebres pensadores desde Thoreau hasta Wittgenstein o Heidegger, por no hablar de seres más aviesos como Unabomber. La lista es larga. A la tarea se pondrá con entusiasmo, Manolo Caracol, un Alberto Berzal que se maneja con agilidad. Junto a ellos, Matilde, la cocinera recién contratada. Una señora que parece desprenderse con facilidad del agobio acumulado de sus quehaceres. Israel Frías, con su faldón, dará cuenta de esta mujer afable con gustoso rictus bonachón. El trío discurre en el súmmum de la espontaneidad en ese bucolismo que se aleja del chismorreo y de la retahíla de quejas, que se suelen estilar en ese ritual diario de apostarse en la calle, en los pueblos más inhóspitos y vaciados. Según dicen los siquiatras esa banal habladuría alarga la vida en relación inversa a la mortuoria soledad. En gran medida, estamos en la misma esfera de Los que hablan. Aquella sería un antecedente de esta. Y una redundancia conceptual de El profesor no ha venido.
Ahora, llegados a este punto, una vez se establecen las directrices del montaje, con un minúsculo preámbulo metateatral, el asunto solamente queda para la exploración de ese formalismo. Evidentemente, el propio charloteo debe ser, en sí mismo, suficiente para rellenar ese devenir. Podría tildar a esta obra, paradójicamente, de cobarde. Si apartarse del mundanal ruido, algo así como una Oda a la vida retirada, de Fray Luis de León, no es una excelsa búsqueda de la paz interior; sino una inmadura huida de toda responsabilidad cívica. Dice Manolo: «Qué tremendo esto de la guerra…». Responde Eusebio: «Perdón, ¿les parecería si no habláramos del mundo? De ese mundo, vaya…». Antes había realizado toda una declaración de intenciones: «¿Saben? Prefiero que no nos conozcamos mucho… Solo me interesan los inicios de las personas: lo que sigue… uf… Si no es molestia les agradecería liberarnos de preocupaciones e historias… He venido aquí con un último depósito de…». El gran protagonista ha ido borrando sus huellas. Se ha ido manteniendo tanto al margen de todo, en la expresión de su libertad, que ha caído en la indefinición. Un modo de nihilismo aquejado de escepticismo, podría ser. Más si al caserón ese familiar no para de llegar «gente». El mero deambular de las frases, de las observaciones generales e inconcretas, puras obviedades, sirve de distracción. Los tres, como tres clowns becketianos, como ya practicaron en Los despiertos, dejarán que corra el tiempo. No puede ocurrir nada más.
Por su parte, la tímida propuesta escenográfica de Javier Ruiz de Alegría es un puro juego infantil, con las cuerdas del tendedero y la tienda de campaña, la cabaña, que se forma con una sábana. Las sillas ferrugiñosas de cualquier lugar, desparejadas. Es, desde luego, coherente; pero redunda en la imposibilidad del desarrollo mayor. Insisto que forma parte de una concepción peculiar, la de Pablo Rosal, quien tiene por ahí, aún, Hoy tengo algo que hacer, que seguir disfrutando.
Texto y dirección: Pablo Rosal
Reparto: Alberto Berzal, Israel Frías y Luis Rallo
Diseño de espacio escénico e iluminación: Javier Ruiz de Alegría
Diseño de sonido: Arsenio Fernández
Diseño de vestuario: Felisa Kosse
Tinte y ambientación: Taller María Calderón
Figurines: Sarah Free
Una producción de Los Despiertos Producciones
Nave 10 Matadero (Madrid)
Hasta el 23 de febrero de 2025
Calificación: ♦♦♦
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