El nuevo espectáculo de Angélica Liddell se aproxima al mundo del cineasta sueco a través de un malditismo reiterativo

Difícilmente podría superar Angélica Liddell su Vudú (3318) Blixen en el que ensaya su propio velatorio. Aquella parecía el colofón espléndido a su carrera o, cuando menos, al cierre de la trilogía que ahora continúa con Dämon. El funeral de Bergman. Permanece asentada en ese «destino» que está en el «tiempo». «El teatro es tiempo. El tiempo mata», afirma. Verdaderamente asistimos a un manierismo, a una reiteración cansina de sus modos y de sus temas, con un desarrollo conceptual más leve, menos intimista. Quizás la creadora está produciendo espectáculos por encima de sus vivencias y está exprimiendo su estilo para que los acólitos se rindan a su desfachatez. No es solo que se repita, sino que ha perdido punch frente a la realidad. Máxime si emite un lloriqueo contra los críticos franceses y sus críticas hirientes (la polémica suscitada en el país vecino es irrisoria). A los críticos españoles no los tiene en cuenta. Es muy comprensible, pues aquí no tienen la más mínima repercusión: pocos teatreros hay en los que repercutir.
Por otra parte, resulta bastante patético que se reivindique como artista o que clame por la libertad de expresión, cuando, en ese mundillo, está en la cúspide y se le permite lo indecible con dinero público. Si esto lo hace para conformar una relación de ideas entre la furibundia del cineasta contra la crítica manifestada en La linterna mágica, entonces el motivo está muy traído por los pelos, y apenas vale para aumentar la egolatría de la performer. Igualmente ocurre con otros aspectos simbólicos que, a diferencia de otras ocasiones, son más simples, más expeditivos. Como sacar a un Juan Pablo II para señalar la vía religiosa que impregna la función y el hecho particular de que el director de cine quisiera un ataúd similar al del Santo Padre para su sepelio en la Isla de Färo (lugar escrutado en la película La isla de Bergman, de 2021). O el empleo escenográfico del rojo en la Sala Roja de los Teatros del Canal (aquello no es el Pastillo de los Papas, de Aviñón, y algunas provocaciones se diluyen) para recalcar el luto papal y la decoración en Gritos y susurros.
Antes de todo ello se ha demorado con esos cuadros de relleno, con el The Chemical Brothers y su «Hey Boy, Hey Girl» a todo trapo. No logro hallar significado más allá de ponernos a tono ante la insignificancia. Otro asunto es cerrar con el «It’s a Sin», de los Pet Shop Boys, pues se ofrece con ironía y enorme distanciamiento, cuando ella baila con todos los intervinientes. Desde luego, en los primeros embates, los fans quedarán fetichizados con la agüilla sacrificial de su diosa, cuando esta los bendiga con el hisopo, impregnado en una palangana bautismal, donde antes ha purificado su caverna infernal, sus zonas pudendas delante del respetable en otro de esos actos de provocación espuria, como aquella micción en Una costilla sobre la mesa: padre.
La parte sustancial de la propuesta vuelve a ser la admonición vitriólica, la verborrea irrefrenable; aunque esta vez no tan brillante y sí más machacona con sus neuras. Su soberbia se expande en la sintaxis y el regodeo sexual, con una insistencia cuasi patológica en las erecciones, como si los hombres (y también, simbólicamente, las mujeres) se redujeran a esculturas itifálicas. Suena grotesca, exagerada, como en una decadencia en sí misma, sin ideas nuevas, esputando lo consabido y, quizás, desconectada de la contemporaneidad, como si hablara para gentes de épocas pasadas, con toda esa retahíla que va desde Sade a Lacan, pasando, por supuesto, por Nietzsche y Cioran. Una insolencia que muy poco tiene que ver con la pátina austera del escandinavo. Podríamos recordar, por ejemplo, cómo escenificó el año pasado Bush Moukarzel El silencio.
Dämon se impone como la homilía de la madre Angélica, cuestionando nuestra vida, y fustigándonos por nuestras perversiones ocultas, y nuestras pulsiones de muerte y de violencia en una ranciedad freudiana que paradójicamente tiene tanto de puritanismo. En eso, desde luego, se asimila bastante a su amado Ingmar. Su lenguaje es soez, insolente, insultante; pero el mensaje, si bien remite a la angustia de Kierkegaard, lo que cierto es que da vueltas en bucle sin penetrar en las vías trascendentes que nos puedan liberar de tanto dolor. La frase que concentra esta degradación filosófica clama: «cagar es incidir en el ser». Maravilla de la escatología.
Luego, en la parte final, lo performativo se instala frente al discurso desenfrenado. Los elementos puestos en juego se acogen a la mínima expresión: ancianos subidos a sillas de ruedas, un niño con los ojos vendados, como recién enviado de Fanny y Alexander, film donde aparece, al final, un ejemplar de El sueño, de 1901, de Strindberg, que Bergman adaptó para la televisión. Los ecos de ese texto se vivifican en la voz de Liddell («qué pena me dan las personas») y en las interpretaciones de dos actores suecos en un interesante encuentro dialéctico. Jóvenes desnudas en oposición a la senectud. La permanente lubricidad, la animalidad sexual, el toqueteo inconsecuente. Definitivamente se pasea el célebre féretro de madera, tan sencillo, que recordamos de aquellas exequias tan tan multitudinarias de Wojytyla.
En realidad, hay muchos más gestos y guiños que se podrían desentrañar; pero que pululan sin cohesión por un tedioso montaje, que se recarga excesivamente con todo lo que ya nos ha contado en los últimos años Angélica Liddell. En cualquier caso, su pretensión de ir siempre más allá la sigue manteniendo en la cima.
Texto, puesta en escena, escenografía y vestuario: Angélica Liddell
Con: David Abad, Ahimsa, Yuri Ananiev, Nicolas Chevallier, Guillaume Costanza, Electra Hallman, Elin Klinga, Angélica Liddell, Borja López, Sindo Puche, Daniel Richard, Tina Pour-Davoy, Nemanja Stojanovic y la colaboración especial de Erika Hagberg, sastra del Dramaten
Iluminación: Mark Van Denesse
Sonido: Antonio Navarro
Asistente de dirección: Borja López
Regiduría: Nicolas Guy Michel Chevallier
Director técnico: André Pato
Director de producción: Gumersindo Puche
Producción: Atra Bilis / Iaquinandi SL
Coproducción: PROSPERO – Extended Theatre, Festival d’Avignon, Odéon-Théâtre de l’Europe, Teatros del Canal-Madrid, Théâtre de Liège, The Royal Dramatic Theatre, Dramaten, Stockholm y GREC Festival de Barcelona
Creación para el Festival d’Avignon 2024
Agradecimientos a The Ingmar Bergman Foundation
Teatros del Canal (Madrid)
Hasta el 20 de septiembre de 2024
Calificación: ♦♦
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Un comentario en “DÄMON. El funeral de Bergman”