Salomé

Magüi Mira incide en la corriente feminista de los últimos tiempos, para ofrecernos una visión más moderada de esta célebre princesa interpretada por Belén Rueda

Salomé - Foto de Jero Morales
Foto de Jero Morales

Ya resulta un modo de hacer teatro este que se ve impelido al sesgo feminista, al que retuerce aquello que no termina de encajar en nuestros parámetros actuales (¿liberales?, ¿nihilistas?, ¿narcisistas?, ¿timoratos?). Lo mismo vale la Clitemnestra, protagonizada por Cristina Castaño, que aún es acogida por el Festival de Mérida; como aquella Glícera, que se inventaron Carol López y Xus de la Cruz, y que se quejaba en El misántropo de que no tenía nombre (como tantas otras). Escucharemos aquí una retahíla similar.

Uno, evidentemente, puede dialogar con los artistas en su afán por observar la historia o la tradición desde otros puntos de vista, pues todos los relatos que hemos recibido del pasado están igualmente tergiversados por unos intereses. La cuestión, pienso, es si se quiere profundizar en el meollo tan trascendental para nuestra sociedad que se desarrolló en ese primer siglo de la era corriente. Fijémonos en cómo ciertas concepciones morales del cristianismo han transformado la sicología humana y cómo los occidentales han creado una cultura tan distinta al resto. Este es un debate que sigue candente en antropólogos como Joseph Heinrich, y su exitoso y polémico Las personas más raras del mundo. En él teoriza acerca de cómo las prohibiciones de la Iglesia (su ansia de control y su aberración del sexo) sobre el matrimonio con familiares cercanos (primos, hermanastros, etc.) o la poligamia (aceptada en la mayoría de las sociedades, incluidos los judíos de entonces) provocaron mutaciones fundamentales. Circunstancias que merece la pena conocer para asumir aquel entorno.

Resulta torticero insertar discursos feministas, cuando se deshilacha la costumbre y las creencias tan asentadas en ciertos años remotos. Quizás alguien sienta que así la historia cambia o que todo pudo ser verdaderamente de otra manera muy diferente, cuando las guerras, las hambrunas, el clima o las enfermedades iban marcando tanto el destino de la humanidad. Pero en esto estamos una y otra vez en el teatro.

Magüi Mira, quien la temporada anterior volvía con su exitosa Molly Bloom de antaño, para arengarnos con la sexualidad de los septuagenarios y sobre ese edadismo que tanto parece afectar a las féminas. En el caso de Salomé cae en un paradójico conservadurismo. Y es que, como es sabido, la princesa realiza el baile deseado por su terrorífico padrastro y, a cambio, ella solicitará su particular antojo. Este es un momento dramatúrgicamente clave. Belén Rueda, de quien debemos aceptar que es la jovencita repleta de armas de seducción, elabora su danza sobre la mesa gigantesca ─y desaprovechada en ese marco tan monumental─ (repletísima de frutas), que Curt Allen Wilmer y Leticia Gañán han ideado. La esperada sensualidad se reduce a un solitario, distanciado y frío contoneo. He de entender que en estos tiempos el empoderamiento va contra la desnudez gratuita, contra la venta de carnaza para el público lujurioso; aunque en este caso fuera de lo más coherente, dado el perfil sicalíptico de esos monarcas, que ya nos han avanzado sus interminables bacanales (hecho que enfurecía a la población allí sometida). Nuestra heroína queda bien resguarda en unos tules negros que no alcanzan ni a ser déshabillé. Más paradoja, todavía, cuando esta actitud conservadora, menos sexualizada, entronca con la moral que propugnaban los esenios, aquella tribu de ascetas judía (tipos destinados al monacato en el desierto) a la que parece que pertenecían tanto Juan el Bautista como Jesús, y que marcó mucho la concepción que desde entonces ha tenido el cristianismo en relación a las mujeres y el repudio al placer sexual. En definitiva, confluyen diferentes ideas que deben señalarse.

A pesar de ello, es muy posible que los espectadores se distraigan con otros asuntos y aderezos que restan calidad al montaje. Y es que la directora se aleja de cualquier elaboración enjundiosa y tira por los caminos facilones del musical y la comedieta. Situar a Pablo Puyol como un Juan el Bautista hipertrófico y cantor me hace creer en un hit de Disney. El tema inicial con el que nos atenaza, ese «águila, águila, águila, vuela» con la tonadilla melódica y repetitiva que ha creado Marc Álvarez, se percibe infantil y cansina. No viene a cuento. El actor apenas desarrolla su personaje. Sus proclamas políticas desde su cautiverio caen en nada. Además, la tensión erótica entre él y Salomé es tan abrupta como la entrega de su cabeza en el desenlace, que es un visto y no visto sin suficiente agonía. Que remate el gorgorito en el colofón para ganarse al respetable con otra baladita simplona dedicada a la protagonista, me parece un desacierto.

Luego tenemos la otra deriva, la de las gracietas a diestro y siniestro. Con un Juan Fernández haciendo de Herodes Antipas, como si fuera un monigote o el rey de Tailandia, Rama X, con un ridículo discurso paternalista y misógino a nuestros oídos. Su caricatura va en la línea de degradación masculina, pues su guardia real está compuesta por unos fantoches, revestidos con un chador y con unas gafas de sol que echan para atrás. Una extravagancia, tanto como sus gestos marciales, sus marchas militares y sus taparrabos rojos. Sus gritos reiterados de «¡puta, puta, puta!» hacen de este pelotón un pulso unísono e irremediable de zafiedad. Sus chistes chabacanos nada tienen que ver con la ironía que se destila en La vida de Brian, más allá de las semejanzas estéticas. También se suma a la humorada Luisa Martín, aunque ella me convence, ya que le da más sentido como Herodías. Rezuma insolencia y resquemor. Fue violada con doce años por Filipo, padre de nuestra seductora, y no soporta las críticas moralistas de ese predicador que tienen encerrado.

Uno de los personajes creados por Magüi Mira que mejor encajan en el espectáculo es el desarrollado por Sergio Mur, la estrella Sirio, ese perro tan emblemático y simbólico, que aquí se emplea como narrador. Se expresa con una satisfactoria elocuencia y no acaba de entrar en el juego grotesco de la reina. El vestuario angelical compuesto por faldas de lamé tan orientalizantes, dan muestra del mejor hacer en los diseños de Helena Sanchis. Él y aquella «águila», que en su momento fue metáfora de bautismo, dan un trasfondo somero, pero eficiente.

Al final, tenemos una propuesta que se desvía en exceso hacia el divertimento (breve, eso sí). Es otra de esas piezas que pretenden exonerar de cualquier responsabilidad a una «pecadora». Salomé supuestamente quería encontrar la sencillez de aquellas mujeres que seguían al Bautista; no obstante, su contexto era demasiado subyugador como para transformarse espiritualmente. En estas estamos, todas inocentes.

Salomé

Texto y dirección: Magüi Mira

Reparto: Belén Rueda, Luisa Martín, Juan Fernández, Pablo Puyol, Sergio Mur, Antonio Sansano, Jorge Mayor, José Fernández y Jose de la Torre

Coro: Manuel Prieto, Paulo Mendoza, Iván Cerezo, Alejandro Villanueva, Benjamin Lozano, Ulises Gamero, José Antonio Calero, Pepe Mira, Nacho Pérez y Pablo Rodríguez

Productor: Jesús Cimarro

Escenografía: Curt Allen Wilmer y Leticia Gañán (Estudio deDos AAEE)

Ayudante de escenografía: Laura Ordás

Iluminación: José Manuel Guerra

Vestuario: Helena Sanchis

Ayudante de vestuario: Raquel Linares

Composición musical: Marc Álvarez

Movimiento escénico de Salomé: Cienfuegos Danza

Movimiento escénico de la Guardia de Herodes: Pedro Almagro

Diseño de maquillaje y peluquería: Roberto Siguero

Ayudante de dirección: Pedro Almagro

Jefe técnico: Alberto Muñoz

Jefe de producción: Juan Pedro Campoy

Ayudante de producción: Nicolás Gallego

Gerente: Fernando Moreno

Regidora: Elena Batres

Técnico de iluminación: Marc Jardi

Técnico de sonido: Félix Botana

Maquinista: Iván Avellano

Sastra: Claudia Botero

Una coproducción del Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida y Pentación Espectáculos

Teatro Romano de Mérida

Hasta el 20 de agosto de 2023

Calificación: ♦♦

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Un comentario en “Salomé

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