La dramaturga Silvia Zarco ha pretendido unir las obras homónimas de Esquilo y de Eurípides en un texto que dialoga en exceso con el presente
Cada vez es más propio de nuestro tiempo venderles a los espectadores de teatro (y de cine, y de televisión y de lo que convenga política y publicitariamente) que en nuestra querida Grecia antigua ya se estilaba el feminismo o que sus valores democráticos, mutatis mutandis, son como los nuestros, o que, incluso, podríamos hablar de derechos humanos ya desde aquellas. Poco parece importar cómo se mezclan épocas (las de aquellas me refiero), religiones, filosofías, guerras y economías. Por eso es muy necesario simplificar los posibles contextos históricos (aunque estén vertebrados por el mito y la leyenda), para que el motivo más injusto nos lleve a la clara resolución de que la historia guarda ejemplos manifiestos de lo que ahora es una evidencia. Por eso, estas danaides no aparecen en la versión de asesinas de sus maridos; sino como vírgenes que huyen de unos matrimonios forzados. Las cincuenta mujeres son reducidas aquí a cuatro (no queda más remedio). Huyen del rey Egipto, quien anhelaba casar a sus hijos con sus primas, las hijas de su hermano Dánao. Que de fondo se deduce un meollo político es evidente, pues así se han configurado tantos reinos e imperios a lo largo de los tiempos.
En cualquier caso, el preludio de la función queda un tanto deslucido; porque la coreografía de estas muchachas es arrítmica en esa escenografía de circunstancias, ante el imposible de traer alguna esencia de Mérida al Teatro Reina Victoria. Y al padre, Cándido Gómez le falta un poco de ímpetu. Los cánticos de súplica ya infunden ese carácter moralizador que pretende dialogar con nuestro presente: «Mi delito es ser mujer y mi condena, el miedo». Afirman como coro, y luego, aunque Carolina Rocha es el corifeo y se expresa con mayor enjundia, el resto imprimen fuerza a sus papeles. El rey de Argos, Pelasgo, un David Gutiérrez que escora su personaje más hacia la prudencia sapiencial que hacia la pulsión épica, recibe a la expedición y, enseguida, se acoge a sus valores democráticos: «Suplicáis ante un altar que no es mío. No tomaré decisión alguna sin haberla consultado antes con ellos».
La dramaturga Silvia Zarco ha tomado de Las suplicantes de Esquilo y de Eurípides (dos relatos bien distintos) algunos puntos en común; para configurar un texto algo maniqueo y bastante lineal. Se le echa en falta una disposición de más calado de las ideas que subyacen en aquel mundo; puesto que parece que las relaciones de causa y de efecto no tienen mayor doblez. Es decir, se piden ayuda unos a otros y al final pierden los malos, mientras los buenos recuperan los cuerpos de la derrota.
La obra, insisto, obvia ciertos debates y elide demasiados aspectos. Por ejemplo, la resolución de los argivos sobre ayudar a las danaides con el peligro de guerra que eso supone. La conclusión va directa del propio Dánao: «¡El pueblo de Argos aprobó el decreto sin recelo ni titubeos!». No hay conflicto ni aquí, ni en Esquilo. Y sigue: «Habitaremos libres esta tierra con el derecho humano de asilo». Que tiene anacrónicos ecos de contemporaneidad.
Luego, cuando llegan los egipcios a Argos, el intento de rapto es algo abrupto en escena y resulta algo inverosímil; a pesar de que Eduardo Cervera les ponga insidia a sus gestos. La aparición —después aparecerá otra vez— de Celia Romero para cantar no aporta gran cosa y más parece un pegote que suavice la tragedia que se aproxima.
Por otra parte, el segundo acto se inicia de manera incomprensible. El espectador puede quedar perdido ante un trance que surge de improviso con Tebas, por una supuesta mala decisión de Pelasgo. Es como si la función volviera a empezar, in medias res, y no supiéramos exactamente qué tiene que ver con lo anterior. Observamos una breve batalla y suponemos unos cadáveres que después habrá que recuperar con el auxilio ateniense. O sea, no parece esta la forma de empastar con la tragedia de Eurípides, pues más hubiera valido un texto prácticamente nuevo. La propuesta no posee ese carácter conceptual, o performativo, necesario para que los símbolos sean preponderantes frente a las leyendas.
La obra gana cierta energía dramática en el epílogo. Las urnas luminosas con las cenizas, la mayor elegancia en los peplos negros de las madres y el sentido clamor de María Garralón, como una piedad junto a su hijo, concentran una mirada de gran hondura y honor. Es el momento en el que la dirección de Eva Romero alcanza una mayor sensatez; porque religa en un acto sencillo todos los dolores de aquellas gentes. El final, por lo tanto, me parece lo más espléndido.
Texto: versión libre de Silvia Zarco sobre las obras homónimas de Esquilo y Eurípide
Dirección: Eva Romero Borrallo
Reparto: María Garralón, David Gutiérrez, Carolina Rocha, Rubén Lanchazo, Cándido Gómez, Eduardo Cervera, Javier Herrera, Laura Moreira, Nuria Cuadrado y Maite Vallecillo
Cante: Celia Romero
Voz diosa: Luisa Gavasa
Una coproducción del Festival de Mérida y Maribel Mesón
Teatro Reina Victoria (Madrid)
Hasta el 26 de junio de 2022
Calificación: ♦♦
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Muy buenos días,
Le agredezco su visión crítica que sin duda me hará crecer. Sí me gustaría, por otra parte, expresarle que es por encima de todo una versión libre, no una adaptación. Decía Herón de Alejandría que hay que poner en orden lo que nos transmitieron los antiguos y añadir lo que nosotros mismos hemos descubierto. Eso intenté. Aún así ,hace usted referencia a la excesiva modernidad poniendo como ejemplo frases de Dánao referentes al asilo. Le diré que esa intervención, al igual que la gran mayoría , son casi fieles traducciones. En ese caso incluso el concepto de hospitalidad( uno de los dos) es recogido con el término griego «ασῦλια». Pero incluso versos que pudieran parecer ver propios de mi versión, sorprendería encontrarlos en el original griego, del que he partido por supuesto. (Verso 1068 por ejemplo) Tampoco hablo del episodio de la muerte de los egipcios a manos de las Danaides porque no lo hacía Esquilo en las Suplicantes, primera obra de la trilogía,única conservada y que es objeto de mi versión. En el nexo entre ambas he dado texto de Etra a las Danaides.
Siento mucho que mi apuesta por mantener la esencia reflexiva de la tragedia griega no sea de su agrado ( soy profesora de griego y no escritora de teatro, ya me gustaría). Decía Adrados que la tragedia griega es un ballet mimético de las pasiones humanas. Con todo y de corazón, muchísimas gracias por acompañarnos y mostrar su sentir. χάριν σοι οίδα
Siento la escritura algo atropellada desde un dispositivo móvil
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