Adaptación teatral del éxito literario de Santiago Lorenzo: una curiosa sátira que plantea el enfrentamiento entre urbanitas y neorrurales

Uno de los últimos y curiosos éxitos literarios ocurridos en España ha recaído sobre el libro de Santiago Lorenzo titulado Los asquerosos (2018); y publicado por la editorial Blackie Books. Que esto ocurra con una obra con afanes artísticos ya es para celebrar. El autor, como ha contado en varias entrevistas, vive en un pueblo, apartado de todas las veleidades y los ruiditos de la gran ciudad. Su experiencia vital resulta importante para plasmar esta fábula que termina por ser una alabanza y una crítica del mundo rural; ahora que no paramos de hablar de la «España vacía». Para empezar, diremos que el libro es recomendable; y que los lectores de la novela quedarán un tanto decepcionados con el resultado de la adaptación teatral. ¿Qué entenderán aquellos que no hayan leído el libro? Seguramente se queden con la anécdota. Desvelemos ya que el relato, contra lo que pueda parecer al principio, va de un misántropo. Sí, también de un neoermitaño, de un aficionado a la soledad, de un egoísta y hasta de un afable huraño juguetón que quiere desprenderse de un montón de reglas y de costumbres como si fuera un adulto que anhela recuperar la espontaneidad, la torpeza e, incluso, la sencillez lógica con la que actúan los niños. Trátese del orden, de la higiene o de los horarios. También, claro, poner en cuestión todos los mecanismos de la sociedad mercantil, industrial y de consumo que nos han puesto en el cuerpo toda una serie de objetos, ungüentos y maneras que, en puridad, no necesitamos (o eso dicen algunos). ¿Se consiguen trasladar las ideas esenciales en la versión de Jordi Galcerán y Jaume Buixó? Pienso que no, que el producto es algo complaciente, sucinto y ajustado para un público que busque el entretenimiento y el guiño curioso de esta aventura. Reconozcamos que los episodios seleccionados permiten recorrer de forma ponderada toda la historia de principio a fin; pero no se puntualizan lo suficiente algunos de los momentos. Por ejemplo, un rasgo de la novela es que te exige imaginarte el silencio y la lentitud del tiempo; mientras que en el escenario se requiere ritmo y no dejar que el público se «aburra» (esto va, por supuesto, contra el fundamento de la propia novela). Por otra parte, se ha tomado una decisión técnica determinante. Pasar de un narrador ―el tío―, que nos detalla indirectamente (con todas las recreaciones, elucubraciones y deformaciones de su cosecha) cada uno de los avatares de su sobrino, a un diálogo; ya supone descomponer, en gran medida, al protagonista. Demasiado convencional, se hubiera deseado mayor ambición dramatúrgica. Aunque claro, sacar a un tipo como Secún de la Rosa para que no diga ni una sola palabra, hubiera sido dar un salto mortal. Sí que hay que reconocer que el lenguaje se aproxima bastante al empleado por Santiago Lorenzo, una mezcla de impostura arcaica, ruralista, castellana vieja, con relamidas sentencias viejunas de cachava y poyo, con barroquismos propios del Quevedo más satírico y con neologismos ―véase el concepto ‘mochufa’― caricaturizantes. Un afán descriptivo y detallista que sobresale en cada párrafo. La trama es rocambolesca y enseguida se nos da cuenta de ello. Miguel Rellán adopta modos de profesor, de detective, de estratega. Procede con ese gesto tan suyo de bondadosa sospecha y de pasmo ingenuo, con una retahíla de especulaciones propias de un paranoico. Por eso en la novela nos confiamos a una absurdez y a una fantasía que aquí se rompen; porque Manuel, el sobrino, es un tipo más cándido todavía, una especie de paletillo que han lanzado a la gran capital; pero que en sus entrañas posee una llamada telúrica y primitiva que lo hace volver por inercia a los orígenes. Secun de la Rosa actúa como un infante que ha descubierto la llaneza del mundo, bajo las capas de sofisticación artificial insufladas por la modernidad. Resulta que le ha clavado su destornillador fetiche a un antidisturbios en el portal de su casa, un acto reflejo. A partir de ahí, escapar a un pueblo deshabitado se convierte en la única escapatoria posible. Okupar una casa abandonada, aprender a sobrevivir ―con la inestimable ayuda de su tío en la distancia y los pedidos del Lidl en la puerta―, obtener energía eléctrica y calorífica, escuchar los sonidos de la noche y asumir la metamorfosis espiritual y corporal con pasmosa sensatez. Un locus amoenus sobrevenido, una utopía que alivie su posible ingreso en la trena. Éxtasis interminable hasta que llegan los denominados «mochufa» con la Joaqui al frente: domingueros urbanitas, que vienen con sus músicas, sus ruidos, su confort absurdo que implica mandar a la señora de la limpieza días antes, entre otros procedimientos. La envidia, la aversión, el rechazo cerval, el intrusismo y toda una serie de sensaciones viscerales inundan a Manuel, quien planifica la manera de «deshacerse» de ellos. El quiero y no puedo de tantos quejosos de este país, aquello de que «la gente se tiene que marchar de su pueblo», el «aquí no hay nada que hacer», el «no se invierte»; pero, luego, que si los turistas son unos pesados, que molestan y que tienen costumbres absurdas. Eso sí, los otros vienen con la fascinación de la tranquilidad, el olor a campo, la pureza del aire, el sabor de la huerta; pero les jode que cante el gallo al amanecer. He ahí el meollo, y la gracia que va salpicando un montaje que posee auténticos puntos humorísticos. Si no nos ponemos exigentes con las comparaciones, podemos aceptar que es un espectáculo disfrutable, con una factura atractiva. Le escenografía de Alessio Meloni, dos grandes armatostes que nos van descubriendo fachadas e interiores tanto del piso del tío, como el mucho más pertinente hogar del prota. Trufados de pequeños detalles como el humo de la chimenea, las cancelas, los trancos,… David Serrano sabe lo que se hace, y entiende excelentemente cómo debe equilibrar los distintos elementos; y por eso, a pesar de las pegas que le pueda poner el lector de Los asquerosos, consigue ofrecernos una propuesta satisfactoria. Lo importante es que sepamos ver más allá de lo puramente anecdótico, y hallemos aquellas derramas que interpelan nuestro modo de vivir moderno.
de Jordi Galcerán y Jaume Buixó. Basada en la novela de Santiago Lorenzo
Dirección: David Serrano
Reparto: Miguel Rellán y Secun de la Rosa
Escenografía y vestuario: Alessio Meloni
Diseño de iluminación: Juan Gómez-Cornejo y Pilar Valdelvira
Música: Miguel Malla
Diseño gráfico y fotografía: Javier Naval
Ayudantía dirección: Luz Cipriota
Producción ejecutiva: Rafael Romero
Dirección de producción: Nadia Corral
Dirección técnica: Ciru Cerdeiriña
Distribución: Fran Ávila
Una producción del Teatro Español y Octubre Producciones
Teatro Español (Madrid)
Hasta el 24 de enero de 2021
Calificación: ♦♦♦
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