El dramaturgo y coreógrafo noruego Jo Strømgren crea un espectáculo confuso y deslavazado sobre las fronteras del mundo
A estas alturas, ya no es desconcierto, es, directamente, sincerarse con uno mismo y aceptar que no ha entendido nada y que, por mucho que se ha esforzado, tampoco ha percibido nada especial ―tampoco me vale el arte por el arte a modo de fuegos artificiales y de artificio―. Si no fuera por las especificaciones del autor, quedaríamos en un limbo de hora y cuarto. Y es a ellas a las que debemos acudir como si fuera, no solo un manifiesto, una proposición; sino un contrato con el respetable. Porque en el arte resulta «muy fácil» para el artista pronunciarse sobre lo que quiere hacer ―cuando le ha llegado la inspiración―; lo complicado es llevarlo verdaderamente a cabo. Dice Strømgren: «Como seres humanos, siempre estamos confinados a espacios dados. A nuestra casa, a nuestra escuela, a nuestro lugar de trabajo, a nuestro país, al tipo de restaurantes que podemos permitirnos, a la persona que amamos o fingimos amar. Es maravilloso pertenecer a algún lugar, especialmente si nuestro vecino no puede pagarse un restaurante en absoluto. Tales cosas nos hacen sonreír. Pero cuando un día el vecino llega a casa con una canoa en el techo de su coche, inmediatamente nos sentimos deprimidos. Y cuando detectamos esa sonrisa en particular, definitivamente queremos una canoa. Incluso si odiamos la naturaleza». Tal cual. O sea, que la obra debe ir ―generalizando mucho―, sobre la vida misma. ¿Se escenifican situaciones donde la envidia es el pecado primordial? Quizás; aunque sin el más mínimo desarrollo. Seguimos: «The Door quiere ser un retrato –a veces ingenuo– de los aspectos más destructivos y decepcionantes del ser humano a través de un grupo de personas separadas por una pared. Como del otro lado todo parece siempre más interesante, una estrecha puerta se convierte en el umbral que determina el cambio. Pero uno nunca está satisfecho con lo que tiene y la búsqueda de ese “algo mejor” se convertirá en una búsqueda interminable. “¿Somos individuos de espíritu libre, tal vez incluso encantadores y creativos, o simplemente estamos encadenados a nuestro comportamiento como si fuéramos perros de Pavlov?”». Debemos preguntarnos: «¿se miente el dramaturgo a sí mismo?» Porque la susodicha puerta, es más, toda la pared con sus enormes ventanales (alguno roto) de fácil apertura no suponen ninguna frontera. La puerta se abre en las dos direcciones, no tiene llave, la abren cuando quieren. Cada lado no implica acciones muy diferentes, en el sentido de que allí sean de un tipo muy concreto y acá de otro muy distinto y peculiar. Entonces, qué tenemos realmente que podamos digerir intelectualmente y, sobre todo, que se pueda calificar de propuesta artística: un poco de danza contemporánea; Aunque muy poca, escueta, gestual, momentánea, como un exabrupto de tango solitario. Encontramos flirteo en unas interpretaciones caóticas de seres indefinidos con algún hallazgo amoroso, también alguna muerte, y algún cuerpo que termina en un contenedor. Al principio, cuando el juego de las sillas va dejando eliminados que deben salir afuera (ahí la puerta cobra una significancia), uno entiende la fácil metáfora; luego, con la gallinita ciega, ocurre otro tanto. Pero después el mecanismo salta por los aires para establecer una función de escenas deslavazadas. Las pinceladas de humor naíf y esa lengua inventada que suena tan creíble, nos acerca al cine de Jacques Tati. La música que va creando la atmósfera (mucho mambo) mientras los actores buscan nuevas posiciones, nos hace recordar aquella extraordinaria película de Ettore Scola: La sala de baile (quizás el asunto vaya por esa vertiente, quiero pensar). Asimismo, por qué no recurrir a la influencia ―si buscamos la trascendencia que no descubrimos― de Sacrificio, de Tarkovsky. Humo, fuego, un balón de baloncesto, besos, abrazos, crueldad. Una puesta en escena que anuncia más posibilidades de las que luego se desarrollan, donde los ocho actores dan la impresión de tener sus capacidades cercenadas por una dirección sin rumbo. Altas expectativas; pero decepcionante recepción. ¿Qué es esto? Que cada uno se sincere o que se lo expliquen aquellos que ovacionan puestos en pie.
Autor, director y coreógrafo: Jo Strømgren
Intérpretes: Diana Anevičiūtė, Rytis Saladžius, Ugnė Šiaučiūnaitė, Žygimantė Jakštaitė, Rasa Samuolytė, Rimantė Valiukaitė, Augustė Pociūtė y Mantas Stabačinskas
Asistentes de dirección: Dominyka Skarbaliūtė y Giedrė Kriaučionytė-Vosylienė
Escenografía: Goda Palekaitė
Iluminación: Vilius Vilutis
Asistente de diseño: Sima Jundulaitė
El Pavón Teatro Kamikaze (Madrid)
Hasta el 24 de noviembre de 2019
Calificación: ♦
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