Imanol Arias regresa a los escenarios con una propuesta que no encuentra el equilibrio entre el drama y el cante flamenco

Para hacernos una idea de lo que es La vida a palos en el escenario hemos de rebajar cualquier expectativa coherente con el universo del personaje al que se remite, es decir, el alter ego de Pedro Atienza (escritor y radiofonista). De cómo los entresijos puros del flamenco, de la marginalidad gitana, del pasado triste de España y la trena, de una supuesta picaresca que debiera estar; pero que no transcurre, de la carencia de pellizco, de soplo, de quejío, de duende, al fin y al cabo. Decadentismo de los nocherniegos, de los tablaos y de una melancolía que debería atenazarnos desde el primer verso. Se ha pretendido dar un aire «moderno» a un montaje que osa aunar elementos que funcionan como ganchos, a priori, incuestionables, para atraer a mucho público de aquí y de allá. Por un lado, las interpretaciones musicales y, por otro, la presencia de Imanol Arias. El célebre actor regresa a los escenarios tras una ausencia que supera la veintena de años. Su popularidad es enorme; no obstante, las tablas requieren un contacto telúrico que se debe alimentar vitalmente de vez en cuando, si uno desea mantenerse fresco. Ya conocemos su habitual discurso envolvente y cautivador; pero aquí su pasividad corporal ocupa buena parte del tiempo y el texto aún no fluye como debiera entre impostaciones de voz que resuenan lejanas (incluida la puta Consolación). Aunque, sobre todo, el ambiente no ayuda lo más mínimo y la pasión de las escenas está por venir. La mezcla de drama, música y vídeo logran un espectáculo deshilachado que hace aguas en su conjunto. Creo que esta vez la escenografía de Monica Boromello no favorece. Es más, seguramente, haya tenido las manos atadas; porque su sello está presente a medias. Apenas un muro sobre el que proyectar imágenes y poco más: unas ramas que descienden, una mesilla con bebidas (hay que darle mucho a la ginebra),… El hilo conductor es la historia de El Alcayata, un cantaor malhadado del que se nos dará cuenta a través de escuetas anécdotas ―sin el fuste necesario―, pinceladas. Su nacimiento, su paso por la cárcel, su estancia en Ecuador (casi un cuento de Las mil y una noches), su regreso a la movida madrileña, su periplo por Tánger y, principalmente, el hijo que abandonó al nacer. El encuentro con su vástago, en un juego de personajes que se adivina pronto; donde el amigo íntimo, Manuel Casado (el narrador de todo el relato), finge ser el albacea de aquellos testimonios. Estos se muestran salteados por el martinete, el fangango, el taranto y otros palos que Raúl Jiménez entona con auténtico sentimiento inmiscuyéndose en ese frío espacio al son que marca Batio en su chelo. También Guadalupe Lancho pondrá su voz para cantar; además de interpretar varios breves papeles. Aitor Luna se mete en la piel del hijo. Su personaje es de gran inconsistencia, no sabemos si estamos ante un poeta maldito (¿cuántas veces nombran a César Vallejo?), un cineasta underground o un joven sin rumbo que arriba a Berlín (podría ser cualquier ciudad; pues las circunscripciones son mínimas) para buscar inspiración y algo más. Desgraciadamente falta vocalización, tono y una actitud que contrapese el repaso de los acontecimientos. El cuerpo del actor parece no encontrar acomodo en la intemperie. Además, en el ansia de José Manuel Mora y de Carlota Ferrer por ofrecer una propuesta de modos más contemporáneos (lo último que nos ofrecieron fue Esto no es La casa de Bernarda Alba), nos introducen en los inicios del filme que se proponen grabar. Minicámara en mano para lanzar otra pizca más que no se desarrolla lo suficiente y que nos da a entender que la futura cinta está en marcha. Es cierto que las piezas pregrabadas de Jaime Dezcallar son potentes y cinematográficamente sugeridoras de un mundo más amplio del que llegamos a ver. Igualmente, el lenguaje poético que se emplea en las sentenciosas alocuciones; aunque algo anticuado y señorial, sí que está a punto de tomarnos por la cintura para avanzar hacia los motivos que verdaderamente han llevado a su protagonista hasta allí. Por otra parte, es lógico reconocer que la historia en sí se queda corta; puesto que una vez que acontece la anagnórisis, la función se alarga hasta la hora y media con breves episodios que se empeñan en cerrar y requetecerrar cada una de las subtramas con las consabidas pildoritas. En definitiva, se ha contado con un gran equipo de profesionales y con ideas que sobre el papel pintan muy bien; pero no se ha encontrado un equilibrio satisfactorio. Se echa de menos tensión dramática en escenas, donde se profundice sobre las etapas de este antihéroe para que nos lo creamos de verdad. Ni tablao para una tarde de flamenco; ni escenario para una obra de teatro que penetre en las honduras de una vida descabalada.
Autores: Pedro Atienza y José Manuel Mora
Dirección artística: Carlota Ferrer
Intérpretes: Imanol Arias, Aitor Luna y Guadalupe Lancho
Músicos: Batio (Violonchello) y Raúl Jiménez (cantaor)
Asistente de dirección: Enrique Sastre
Diseño de espacio escénico: Monica Boromello
Diseño de espacio sonoro: Sandra Vicente
Diseño de iluminación: David Picazo
Diseño de vestuario: Ana López Cobos
Audiovisuales: Jaime Dezcallar
Asistente de escenografía: Miguel Delgado
Asistente de diseño de vestuario: Christanna Ioannidou
Estética / fotografía: irenemeritxell.com
Maestro de danza: Miguel Ángel Corbacho
Producción ejecutiva: Fernando Valero
Producción artística: Lino Patalano
Teatros del Canal (Madrid)
Hasta el 22 de julio de 2018
Calificación: ♦♦
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