El Teatro Galileo acoge la adaptación de la célebre novela de Orwell a través de una absorbente atmósfera
De la mayoría de las versiones cinematográficas de novelas se suele afirmar que son reduccionistas; puesto que, lógicamente, no pueden abarcar todos los matices que implica la literatura. Por una vez habría sido deseable lo contrario, es decir, que la adaptación teatral recortara las reiteraciones de la obra original y que la mejorara —de las películas que plasman el trabajo de Orwell, creo que ninguna supera los ciento veinte minutos. En el Teatro Galileo se superan las dos horas y cuarto, y parece que Sánchez-Collado y Martínez-Abarca (quien protagoniza actualmente La historia del zoo en el Teatro Lara) se han empeñado en ser tan fieles al texto que no parecen renunciar al más mínimo diálogo cotidiano. Parto de que 1984 es un libro que literariamente posee muchas carencias, tanto lingüística y estructuralmente como en su verosimilitud. Sus pretensiones ensayísticas y esas permanentes explicaciones donde los lectores quedamos inermes, no permiten la reflexión libre. Cuando en la ciencia-ficción se recurre constantemente al periodo en el que las cosas no eran tal y como son en el tiempo narrado, malo. Sinceramente pienso que el éxito ha venido más por cómo los tópicos del Hermano Mayor (o Gran Hermano), la censura o la manipulación mental han funcionado como profecías que, de alguna manera, se han ido cumpliendo en nuestra sociedad; no obstante, con procedimientos mucho más complejos y eficientes. Porque los humanos de George Orwell no son creíbles. Los presupuestos de su neolengua (o nuevalengua) —destinados no solo a transfigurar el significado de las palabras, sino a reducir el vocabulario a lo esencial—, son imposibles en personas que deban tomar decisiones (aunque sean básicas) y que no estén encerrados en jaulas. La fábula pierde coherencia interna, porque tal y como está planteada, cuesta mucho no pensar en el suicidio colectivo o en la depresión o en la parálisis de gente lobotomizada. Tipos así no «sirven» para ninguna causa, ni para la guerra, ni para la fábrica. La llegada de Trump al poder ha situado 1984 en el top ten de ventas en Amazon. Y, a pesar de que los casos de censura más flagrantes han regresado, lo que mejor sirve a la «causa» es el chirrido, las operaciones de distracción, el atiborre de «noticias» intrascendentes. Alcanzar la verdad es utópico, por lo tanto, es innecesario el lavado de cerebro. Aun así, los eufemismos son la seña de identidad de la arenga política. También nos encontramos a derecha y a izquierda afanándose por cambiar el lenguaje con la ilusoria intención de que así cambie la realidad. Ciertamente no hace falta un Partido que nos controle, nosotros mismos nos atamos un corsé (y exigimos que se lo aten igualmente los demás). La libertad es agotadora. Según comento, lo interesante es tomarse el relato como una puesta en marcha de la imaginación que debe funcionar en sí misma, sin esperar todos esos paralelismos con los nazis, los comunistas o, incluso, con las iglesias evangélicas. Lo que debemos celebrar de este montaje teatral, ante todo, es la atmósfera que se crea desde el principio. Y para ello es necesario elogiar a Javier Ruiz de Alegría por el espacio escénico y la iluminación; pues logran un ambiente futurista (para nosotros retro), oscuro, que acentúa la opresión de una época en permanente conflicto bélico y sometida por una vigilancia férrea. Por un lado, el tono industrial, metálico y, por otro, la prototecnología con pantallas que se llenan con las vídeoescenas de David Blanco —además del sonido militar y lisérgico propuesto por Eduardo Ruiz— nos sumergen en la percepción distorsionada de Winston Smith. El protagonista aún mantiene cierta lucidez y algunos recuerdos. Él es el claro ejemplo de que apretarle las tuercas lo llevaría a la paranoia perpetua. Alberto Berzal interpreta el papel con la confusión necesaria y con un halo de ingenuidad muy atinado. Un reducido elenco en la piel de varios personajes y las pregabaciones en vídeo de ciertas ilustraciones y acontecimientos, recogen el resto de papeles. De esta forma, José Luis Santar encarna una buena ristra de individuos (alguno de ellos un tanto superfluo para el proceder de la trama). Aunque es como prole cuando encuentra líneas para ofrecer un contrapunto a esas ideas tergiversadas de Smith, y su interpretación parece más asentada. Es Luis Rallo, como O´Brien, quien tiene la responsabilidad de someter desaforadamente a nuestro héroe y, también, de llevar la función hasta un extremo que roza el desatino; no obstante, en este contexto fabulístico, atrapa el tino justo para que la tortura sea coherente con lo establecido, en el tramo final. En cuanto, a Cristina Arranz, su Julia (la amante) conlleva las frases más interesantes en cuanto al planteamiento de la liberación sexual y su eficiencia actoral nos devuelve algo de humanidad. En nuestra contemporaneidad se ha relacionado la elucubración orwelliana con la postverdad (considerando que su «doblepiensa» iba por ese lado). Hoy es más útil el ruido mediático que la burda censura, el despiste que el ocultamiento premeditado. Nos hemos tragado el discurso postmoderno sobre el cuestionamiento de toda verdad heredada. Todo se ha puesto patas arriba para devenir en «pensamiento débil» y en «sociedad líquida». 1984 es una sátira, una hipérbole sobre los totalitarismos y así es como se debe interpretar.
Basado en la novela homónima de George Orwell
Versión: Javier Sánchez-Collado y Carlos Martínez-Abarca
Dirección: Carlos Martínez-Abarca
Reparto: Alberto Berzal, Luis Rallo, José Luis Santar y Cristina Arranz
Espacio escénico e iluminación: Javier Ruiz de Alegría
Vídeoescena: David Blanco
Diseño de sonido: Eduardo Ruiz
Vestuario: Paradoja Teatro
Ambientación de vestuario: María Calderón
Producción ejecutiva: Javier Sánchez-Collado
Adjunto a la dirección: David Lázaro
Comunicación: Arte GB
Distribución: SEDA
Teatro Galileo (Madrid)
Hasta el 15 de abril de 2018
Calificación: ♦♦♦
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Un comentario en “1984”