Mauricio Kartun aprovecha el mito de Caín y Abel para fabular humorísticamente sobre la dialéctica política de la humanidad

He de reconocer que lingüísticamente no he podido llegar a todo —creo que el resto del público español tampoco. Nada más comenzar Terrenal. Pequeño misterio ácrata, después de unos compases de claqué a modo de bienvenida, uno empieza a sospechar que la risa debiera ser más frecuente, que los chistes, los dilogismos y las insinuaciones de todo cariz debieran llevarnos a una ampliación de los significados; pero algunos términos se nos van y las exageraciones en el acento reducen también nuestra agudeza. Es una lástima. Aun así, ahí tenemos, delante de nosotros, el mito prosaico de Caín y de Abel, la lucha maniquea del nomadismo frente al sedentarismo, de la ensoñación idealista frente a la contabilidad materialista, la víctima y el victimario, la bondad socialista contra la maldad capitalista. ¿El origen de la usura judía? Dejando de lado todo lo propiamente argentino que no podemos asimilar plenamente, nos quedaremos con lo universal. Lo certero, desde luego, son los diálogos inventados por Mauricio Kartun, tan punzantes y perfilados, hiperbólicos en demasía, tanto como para que la obra se trastabille en la minucia, en la recalcitrante incomprensión, de la misma forma que hacían el Gordo y el Flaco; porque de cualquier cosa se puede discutir cuando el odio te reconcome. Así, como dos payasos, uno, vendedor de isocas (lombrices) en la zona de los pescadores; el otro, cultivador de morrones (pimientos). La disputa es un dechado de insensateces. Aunque no se pueda extrapolar a nuestro mundo actual; en este sentido se queda corta la crítica. Lo deberíamos tomar más bien como una competición paleta de cómo algunos se obcecan con el crecimiento de su terrenito, de su capitalito; cuando en realidad son moscas insignificantes. Son, realmente, unos miserables; también Abel, porque parece que su visión es humilde, cuando en verdad es la del que no quiere involucrarse con proyectos mayores y se ha propuesto la huida hacia delante. En esta dialéctica, sin duda, es Tatita, el padre, quien aporta su perspectiva cínica. Al volver, como un dios secular, descubre que se han tomado demasiado a pecho las directrices bíblicas, que han sido demasiado tozudos en sus interpretaciones. Ahí el discurso de Kartun me parece grandilocuente, cargado de potencia racionalista a la postre; por mucho que se envuelva en la farsa. Tatita se ha demorado durante toda la función en la trasera, esbozando sonidos circenses, acentuando el gag, movilizando la cuchufleta. Dice Caín: «¡¿Ganarás el pan con el sudor de tu frente tampoco?! Está en una zamba suya. ¿O no es suya?». Responde el padre: «Yo solo escribo las músicas, pelele. Notas para hacer bailar […] La música es el contenido, cuándo la van a entender. ¿Qué es la letra?: El plato… La masa de la empanada. Un morrón, que si no lo rellenás de algo es vacío envasado. Pura cáscara de la nada». Ahí radica, por lo tanto, el mensaje: si no nos entendemos, la catástrofe está garantizada. Ni somos dioses, ni somos héroes. Únicamente somos unos pobres humanos. Otro de los grandes puntos a favor del espectáculo, sin duda, es el calibre de sus intérpretes. No hay más que ver a Claudio Martínez Bel, a Caín. Su actuación, entre histriónica e inquisitorial, recorriendo todos los matices de la podredumbre moral, impone desde su faz impía, un tono, en cierto aspecto naíf, como de niño malcriado y antojadizo que si no llega a irritar, sí que alcanza cotas de monigote malencarado. Su hermano, Claudio da Passano, construye su personaje con la pena del debilucho, sus brazos larguísimos asumen anticipadamente la derrota y acepta el contrapunto con un pie en el abismo. Mientas que Rafael Bruza logra el punto dionisiaco, atempera los ánimos de la insolencia y manifiesta una vía hedonística que zanja provisionalmente el asunto. En el debe, quizás se cae en cierto estatismo, en cierta frontalidad escénica de ese espacio configurado como un teatro del mundo, un guiñol bajo el que vive un mito fundacional diseñado por Gabriela Aurora Fernández. Aunque para nuestra realidad lingüística —el español estándar— y social, la obra posee cierta pátina localista que es difícil desentrañar; las virtudes señaladas sobresalen para descubrirnos una propuesta de largo recorrido.
Terrenal. Pequeño misterio ácrata
Autor y director: Mauricio Kartun
Intérpretes: Claudio Da Passano (Abel), Claudio Martinez Bel (Caín) y Rafael Bruza (Tatita)
Escenografía y vestuario: Gabriela Aurora Fernández
Iluminación: Leandra Rodríguez
Diseño sonoro: Eliana Liuni
Asistente de dirección: Alan Darling
Teatro de La Abadía (Madrid)
Hasta el 22 de octubre de 2017
Calificación: ♦♦♦♦
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