Una versión del clásico de Shakespeare que profundiza en la dimensión metateatral de la interpretación

La posición de la que parte Oskaras Koršunovas es la del propio actor, que bajo ese imposible de considerar su mente como una tabula rasa que debe ocuparse de experiencia, del encuentro y del descubrimiento de su cuerpo en el personaje. «¿Quién eres?», se gritan sin parar los ocho intérpretes frente a un espejo, como si estuvieran calentando la voz antes de entrar a escena; pero también reconociéndose, como el salvaje que se encuentra por primera vez con su propio rostro. El director lituano, que ya estuvo por Madrid en el 2015 con su versión de La gaviota (la recordamos con satisfacción, sobre todo por las dificultades técnicas) realiza un planteamiento fronterizo de Hamlet, cercano, por momentos, al working progress —el vestuario que ha preparado Agne Kuzmickaite combina la ropa de calle (negra) con vestidos acordes al devenir del asunto, como el traje blanco de Ofelia— al empaste metaliterario del príncipe que duda, interpretado por un actor que constantemente debe volver sobre sí para autoafianzar su avance, su plan actoral, sometido por el impulso del personaje que lo ha poseído. El mismo Koršunovas se ha responsabilizado de la escenografía y se ha centrado principalmente en las posibilidades estructurales de ocho mesas con ruedas y con espejo luminoso —los habituales de los camerinos. Igual se transforman en muros, en ágora, en lechos, en un río. Su aprovechamiento resulta excepcional por su efectividad, por la focalización que se logra creando escenas —muchas de ellas mínimas— muy marcadas por el sonido, por el latigazo, por el claquetazo que parece querer congelar la imagen antes de pasar a la siguiente; y también por la iluminación de Eugenijus Sabaliauskas, absolutamente tenebrista y fantasmagórica. Además, el trabajo de Antanas Jasenka en la composición musical es una constante inapelable que nos concita a la ensoñación y al tormento: electrónica aturdidora, metálica, fabril. Aunque lo cierto es que estas características del montaje funcionan y atraen en la primera parte. El dinamismo con la entrada y salida de los protagonistas, con el despliegue del nudo, y la movilidad de los artilugios se disuelven tras el descanso. A partir de ahí, la obra se adensa, se encierra sobre sí misma, se estabiliza de tal forma que tanto la aparición de los cómicos como el desenlace se resuelven más dialécticamente, incluso narrativamente —ilustrado con gestos— más que teatralmente. Puede ser coherente en el sentido de volver a la calma, de los actores que se van despojando de los personajes («el resto es silencio»); pero nos aleja de una culminación para la que se nos había estado preparando. Por eso el final es un tanto deforme. La podredumbre de Dinamarca se animaliza con la rata gigante que se inmiscuye en los vericuetos y que nos anuncia el drama que Hamlet ha ideado para sonsacar a su tío, titulado La ratonera. Antes de llegar a ese punto —uno de los centrales de toda la tragedia por la síntesis que se produce entre el desvelamiento y el poder de la ficción dentro de la ficción que tendrá como efecto la venganza— Darius Meskauskas ha compuesto un príncipe de Dinamarca que se va cargando de vesania, que se lanza desde el asombro y el pavor hasta esa nebulosa locura que no termina de atraparlo. Nos convence en sumo grado su implicación física, su faz y sus escorzos henchidos de odio, hasta la soberbia. Mueve a su alrededor a todo el elenco, apuntalado al detalle en la expresión y el movimiento. Así, podemos destacar a la portentosa Ofelia de Rasa Samuolyte, tan vivaz y enérgica; o, Dainius Gavenonis ofreciéndonos al rey Claudio, con soberano orgullo. Excelente también la Gertudris de Nele Savicenko, lo suficientemente aviesa para no sucumbir demasiado pronto. El grupo se engarza excepcionalmente, no se le puede poner tacha alguna. El acontecimiento surge como si nada estuviera en marcha, con la presencia del bufón, como una sombra con la roja nariz brillante ofreciendo la calavera de Yorick. Con Hamlet, William Shakespeare se mantiene anclado a un mundo donde son concebibles los fantasmas, el inframundo y esa relación medieval con lo ignoto y lo sobrenatural, aunque atisba la duda, no se puede asimilar a la posterior propuesta cartesiana —y eso que compite con el avanzado realismo de Cervantes y una filosofía racionalista que se aproxima. Gracias a la perspectiva de Oskaras Koršunovas se retuerce el ideario del dramaturgo inglés y ampliamos la mirada para acercarnos al acto creativo de los propios actores, como emblemas y ejemplos a seguir en un mundo en el que la apariencia es básica para sobrevivir, si al final compruebas que han matado a tu padre y que tu vida corre peligro. Esa conjunción de elementos logra que este montaje sea acogido por el público con generoso entusiasmo.
Autor: William Shakespeare
Dirección y escenografía: Oskaras Koršunovas
Intérpretes: Tomas Zaibus, Julius Zalakevicius, Dainius Gavenonis, Darius Gumauskas, Giedrius Savickas, Jonas Verseckas, Rasa Samuolyte, Vaidotas Martinaitis, Darius Meskauskas y Nele Savicenko
Vestuario y puesta en escena: Agne Kuzmickaite
Compositor: Antanas Jasenka
Diseño de iluminación: Eugenijus Sabaliauskas
Ingeniero de sonido: Ignas Juzokas
Director técnico: Mindaugas Repsys
Sastre y decorados: Aldona Majakovaite
Manager de escenario: Malvina Matickiene
Subtitulado: Aurimas Minsevicius
Manager de gira: Audra Zukaityte
OKT Vilnius City Theatre
XXXIV Festival de Otoño a Primavera
Teatros del Canal (Madrid)
Hasta el 11 de junio de 2017
Calificación: ♦♦♦♦
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