Carolina África escribe y dirige un drama existencial que se debate entre la melancolía y el optimismo
No viene la dramaturga a exponernos un carpe diem, por mucho que algunos personajes se vean abocados a la vida con emociones exprés o a atrapar instantes que aparten las perturbaciones que real y metafóricamente traen los vientos levantinos. No, Carolina África ha concretado un drama existencial que expresa sinceramente cómo algunos encuentran vías de escape a su propio devenir; pero también cómo esas situaciones no implican una respuesta definitiva para los callejones sin salida. Sin acicate suficiente, Ainhoa, una periodista desencantada, viaja en tren hasta Cádiz para encontrarse con su amiga Pepa, una sicóloga pluriempleada que trabaja en un centro siquiátrico y en la planta de paliativos de un hospital. Carolina África se incluye en la primera como si se aproximara con cautela, como si debiéramos observar todo lo que ocurre con su mirada precavida ante un ambiente que desconoce en esa especie de huida o de búsqueda; por eso su personaje y su interpretación se dejan crear por el resto, unos individuos más perfilados. Mientras que Paola Ceballos se ocupa de la segunda, a quien podemos considerar tan protagonista como la anterior; la actriz nos sorprende con su positividad, su ímpetu y esa clara intencionalidad para el día a día de alguien que se contempla entre dos frentes: sus «loquitos» y los que se están despidiendo irremediablemente. Luego se va desarrollando la trama, que posee una simpleza engañosa, que se aparece como una gasa traslúcida que elide términos que se mantienen en un trasfondo melancólico. Lo que hace Jorge Kent me parece de una persuasión apabullante, su Antonio es un caramelo; arrastra los tics y las repeticiones constantes propias de alguien que ha perdido el control de sí; pero que aún tiene esa lucidez que necesita la poesía (sus poemas son postismo del bueno). Además, se luce con Sebas, un enfermo de ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica); quizás la enfermedad más terrible que existe, cruel e insensata —bien lo saben aquellos que lo han vivido de cerca. El cuerpo se va paralizando lentamente, las articulaciones se van anquilosando, la lengua se deja de percibir y en menos de cinco años ya no puedes introducir aire en tus pulmones; y mientras, tu cerebro se queda intacto, recopilando las sensaciones que ya nunca volverán. Seguramente con este personaje se cae un poco en cierto estereotipo sobre el hombre solitario que quiere que lo dejen tranquilo para morir sin nadie alrededor; pero que descubre en el amor una última razón para tragar posos de felicidad. Y qué mejor que ligarse a su sicóloga. Por otra parte, entra en escena Jorge Mayor, a quien le toca lidiar, en primera instancia, con un tipo que se oculta en su afabilidad y que lo mismo puede ser un fabricante de caramelos, que un biólogo o que un policía. Él también escapa y por eso encaja tan bien con Ainhoa, a quien conoció en el tren y con la que luego volverá a coincidir en la playa. Un papel que interpreta con frescura. Además, se mete en la piel de uno de esos seres con trastorno sicológico que se obceca con bravatas que luego quedan en nada. Finalmente, Pilar Manso nos depara unos momentos humorísticos entrañables a través del carácter indómito de Ascen, una señora impetuosa y algo mal encarada, hermana de Sebas. La actriz domina ese cariz cómico y se emplea con regusto campechano. Ciertamente el elenco está magnífico y nos envuelve en su buen hacer. Aunque ante todo lo que creo que se debe valorar de Vientos de Levante es la escritura de Carolina África. Vinculada estéticamente con Verano en diciembre (obra que se podrá ver próximamente también en el Teatro Galileo), enmarcada dentro de un realismo muy identificable para nosotros, que transcurre en nuestra época y que está cincelaba a golpe de detalle. Los diálogos son un ejercicio de perfeccionamiento digno de estudio, donde lo irrelevante y lo cotidiano se revelan de forma sorpresiva (por ejemplo, la clasificación en cuatro categorías de hombres que expone Pepa, la sicóloga). Encima, el engranaje se ajusta exactamente a lo que debe ser: fragmentos medidos en tiempo e intensidad que se entremezclan a saltos para llevarnos a un desenlace que conserva tintes de un sentimentalismo optimista. Una de las virtudes del texto es no empeñarse en hilar cada una de las tramas hasta lo inverosímil (un fallo habitual de relatos así). Hay que reconocer que siendo un tipo de teatro que se ciñe a ciertas convenciones clásicas y que la historia que se nos cuenta, aunque nos exponga situaciones dramáticas, adquiere una lógica reconocible; deja un gran sabor de boca por su factura. Puesto que a todo lo afirmado también es apreciable la escenografía de Almudena Mestre, centrada, esencialmente, en la playa donde sopla ese viento inmanejable y que permite dar lugar a otras escenas que ocupan todo el escenario. A esta se le suman armoniosamente la iluminación de Tomás Ezquerra quien marca con tesón la marcha del sol, el vestuario apropiado de Carmen Mestre y el espacio sonoro de Nacho Bilbao. Muy emocionante, por otro lado, el poema «Pequeño vals vienés» de Lorca, cantado por Silvia Pérez Cruz, otro detalle. Así que por todo ello, es un espectáculo que merece ser disfrutado, porque se adentra con preciosismo en ese angosto mundo en el que uno se ve abocado a tomar decisiones.
Texto y dirección: Carolina África
Intérpretes: Jorge Kent, Carolina África, Paola Ceballos, Jorge Mayor y Pilar Manso
Ayudante de dirección: Laura Cortón
Diseño de escenografía: Almudena Mestre
Diseño de iluminación: Tomás Ezquerra + Luz E.T.
Diseño de espacio sonoro: Nacho Bilbao
Vestuario: Carmen Mestre
Teatro Galileo (Madrid)
Hasta el 19 de mayo de 2017
Calificación: ♦♦♦♦
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