Israel Elejalde dirige a Ana Wagener en una versión más contemporánea del drama de Cocteau

El teléfono ya no es lo que era, ni lo que fue en aquel París de 1930 cuando Jean Cocteau escribió La voz humana. Lo que había sido un enorme avance para la comunicación, esa posibilidad de charlar con alguien fácilmente, sin moverte de tu casa; ahora se ha transformado, gracias a los móviles, en el control absoluto de los otros. Aplicaciones tan populares como WhatsApp nos informan de si nuestro pequeño mensaje se ha recibido, cuándo se ha conectado por última vez la persona a la que nos queremos dirigir, etc. Pero, además, los smartphones nos permiten muchos otros modos de control, incluida la localización exacta de un individuo vía satélite. Estas nuevas circunstancias me llevan a pensar si la versión de Israel Elejalde no podría haber sido más ambiciosa en su modernización (él mismo la ha situado en el presente, con el aparatito de marras sonando sobre la cama y con referencias a gadgets como pendrive); puesto que el teléfono, para la protagonista, es un elemento metafórico y material de primer orden para agarrarse a la voz de su amado en esa última conversación. Me pregunto si no hubiera sido interesante comprobar de qué manera una mujer, en este caso, absolutamente desnortada por el desamor, sería capaz de comportarse como uno de esos adolescentes que hoy en día viven con desesperación cada una de las emisiones y recepciones que transcurren en su pantalla, donde el ruido lingüístico aumenta con creces entre los emoticonos, las abreviaturas, las llamadas desde lugares con poca cobertura, el agotamiento de la batería y, sobre todo, la obsesión sobre la relatividad y desmedida del tiempo. El aquí y el ahora que implica el teléfono móvil, también repercute en las relaciones amorosas de forma decisiva. Por lo demás, debemos ceñirnos a lo que se nos ofrece. La experiencia resulta elegantemente desgarradora. Los elementos con los que se cuentan son capaces de sintetizar en una función perfecta en cuanto a lo que se debe exigir de un montaje escénico. Ana Wagener aguarda sobre la cama, cubierta por una gabardina, a que el respetable tome asiento. Cuando se despierta, un tanto sonada, su cuerpo se nos presenta sugerente, aunque herido. Sus palabras y su discurso, en el momento inicial en el que coge el teléfono, suenan a derrota, a postración. La actriz modula cada etapa de la conversación con su ex pareja como si se sostuviera de puntillas sobre el abismo. La voz de su ex solo sirve ya para aliviar el dolor previo a la amargura eterna, dándonos a entender que es ella quien ha sido vencida en el duelo de una relación desigual; donde él, un actor, ha logrado ejercer su poder y su ritmo anhelado. El texto viene construido por frases determinantes —en las que se llega a declarar un intento de suicidio— aderezadas con expresiones propias de la función fática del lenguaje con las que únicamente se pretende mantener el contacto, demorar la conclusión como una botella de oxígeno vacía bajo el océano. Lo verdaderamente valioso de la obra escrita por Cocteau es la idea: la unión de la angustia más el nuevo artilugio de comunicación y el silencio de la otra parte, generando nuestra participación a la hora de completar el diálogo. Además, el espacio escénico creado por Eduardo Moreno, con esa bituminosa cama sobre un cielo de vinilo, pura pesadilla de oscuridad inasible; se relaciona cuidadosamente con la iluminación intimista de Pau Fullana y la música original de Arnau Vilà. Desde luego, las características arquitectónicas del teatro y su situación, favorecen enormemente la verosimilitud del espectáculo: la tentadora ventana frente a la calle, los sonidos del barrio (cae la trapa de la ferretería), de la ciudad (pasan unos helicópteros), la luz de las farolas, etc. Hace poco más de un año Antonio Dechent nos ofrecía una espléndida demostración masculina de La voz humana; hubiéramos deseado mayor riesgo en alguien tan certero como Israel Elejalde en un espacio, donde eso es lo esperable, como El Pavón Teatro Kamikaze. Aun así es innegable el atractivo de esta propuesta y el poderoso sentir de la Wagener en una interpretación primorosa.
Autor: Jean Cocteau
Versión y dirección: Israel Elejalde
Intérprete: Ana Wagener
Vestuario: Ana López
Iluminación: Pau Fullana
Espacio escénico: Eduardo Moreno
Música original: Arnau Vilà
Diseño de sonido: Sandra Vicente (Studio 340)
Fotografías: Vanessa Rábade
Diseño gráfico: Patricia Portela
Estudiante en prácticas: Enrique Sastre
Una producción de: El Pavón Teatro Kamikaze
El Pavón Teatro Kamikaze (Madrid)
Hasta el 27 de enero de 2017
Calificación: ♦♦♦
Texto publicado originalmente en El Pulso.
Puedes apoyar el proyecto de Kritilo.com en: