Borja Rodríguez y Violeta del Campo abordan el binomio realidad/ficción a partir de la «espantada» actoral de Daniel Day-Lewis

Los marchamos a los que se acogen los jóvenes teatristas están tan marcados entre la autoficción, la metateatralidad, la documentación y esas narraciones ante el micrófono que exige el posdrama que ya es necesario quedarse con lo poco que pueda ser peculiar. En este caso, remitir a la espantada que dio el extraordinario actor Daniel Day-Lewis en 1989, cuando estaba haciendo de Hamlet en Royal National Theatre. Durante la escena V del acto I, aquella en la que el príncipe es alertado por el fantasma del rey de que ha sido asesinado, la función se paró, Daniel huyó consternado y jamás volvió a subir a un escenario. Sigue leyendo
Que en una obra teatro se desarrolle el tema de la angustia existencial, de ese proceso de vaciamiento, de desorientación y que no se trate desde el consabido punto psicoterapéutico, ya me parece razón suficiente para atenderla. Alonso, nuestro protagonista, acogido con certera pesadumbre veteada con destellos de esperanza por Carlos Algaba, ha decidido marcharse de Madrid para recalar en Whitehorse, una pequeña ciudad de Canadá, cercana al golfo de Alaska. Es preferible no imaginar el frío de aquel lugar. No convence como destino idóneo para una españolito, para este joven maestro, con unos ocho años de experiencia. 
No pocas veces se ha recordado aquel célebre paso de Bette Davis por el Festival de San Sebastián en 1989, donde fue galardonada justo antes de que muriera unos días después en París. Anécdota esta que también se recuerda y se repasa en el montaje que se representa en Nave 73. Juan Mairena ha escrito un texto dramático cargado de episodios memorables de una de las actrices más célebres de ese Hollywood que queda ya muy atrás en el tiempo, y que parece que las nuevas generaciones rechazan (o ignoran) en demasía. De ahí que las letras caídas por el escenario de aquel famosísimo letrero, no solamente simbolicen la decadencia y resurgimiento de la intérprete; sino, incluso, una idea de cine que resulta caduca ante los productos mainstream de las últimas décadas.
Puede que debamos aprovechar esta autoficción de Alberto Velasco para reflexionar sobre cierta deriva del arte dramático y sobre las ínfulas de esos seres especialísimos que últimamente nos atenazan con sus peculiaridades deslumbrantes. El reflejo de esta egolatría encuentra su hábitat en el precario off teatral a través del cajón desastre tildado de postdramático, puesto en marcha hace ya décadas, donde el pastiche nos deja cientos de propuestas que redundan en algunos procedimientos y, sobre todo, en la insustancialidad (salvo excepciones). Porque la cuestión está en epatar, en diferenciarse como sea, en usar mucho el griterío en el micrófono y, principalmente, en salvaguardarse del discurso potente con la ironía. La ironía es la máscara imperante del presente desencantado.
El capítulo 18 del Ulises (el que corresponde a «Penélope») es convertido por el escritor irlandés, James Joyce, en el espejo de su antiheroico protagonista Leopold Bloom, para que su mujer, Marion Tweedy, lo siga retratando. ¿O acaso esta gibraltareña de 34 años tiene suficiente entidad como personaje? En parte sí, desde luego, pero no olvidemos que por detrás está el lascivo novelista amante de las epístolas pornográficas. Quiero afirmar con esto que este último episodio no es una separata; sino, más bien, un epílogo de la odisea por la capital irlandesa de un tipo —y su colega, más joven y sensato, Stephen Dedalus (a pesar de su pelea)— que, tras una jornada corriente, y después de estar un rato de juerga por los burdeles, regresa a casa para acostarse en la cama donde su mujer permanece en vigilia y él no tiene más remedio que rehacer la huella en las sábanas de algún amante interpuesto.
Parece lógico, en estos tiempos de supuesta crispación —diría, por ejemplo, que nuestro parlamento es una sospechosa balsa de aceite comparado con otros hemiciclos y otras épocas—, donde las trincheras de la nimiedad se cancelan y se la cogen con papel de fumar, tratar sobre la Política en su encarnación alegórica; aunque se entrevera indefectible y filosóficamente con «lo político». También es cierto que dada la tendenciosidad de gran parte del teatro tildado de «político» que trufa nuestra escena, cualquier espectador avisado acuda a ver la propuesta de la compañía La trapecista autómata, con los prejuicios afinados y a flor de piel. Y sí que encontramos varios detalles más escorados hacia un prototípico lado de nuestra historia, fundamentalmente en algunas frases de los últimos minutos, que recuerdan a proclamas de corte guerracivilista, cuando el discurso principal, como vamos a ver, se maneja desde una perspectiva teórica muy distinta. Y, además, la gansada grotesca de proceder con la «Gasolina», de Daddy Yankee, que es ya un lugar común de corte clasista, y que está muy relacionado con la visión peyorativa que se tiene del reguetón, por estar vinculado, en general, con estratos sociales bajos. 
