Murmullo

Miguel Valentín y Aitana Sar tratan el tema de la muerte en este segundo proyecto del Tríptico de la vida en la Sala Cuarta Pared

Si hace unas semanas se representaba en la Sala Cuarta Pared Todas las casas, la primera entrega del Tríptico de la vida, ahora le toca el turno a Murmullo, segundo episodio, firmado por Miguel Valentín. Estoy convencido de que el autor vio Así hablábamos, la temporada anterior en el Teatro Valle-Inclán. La tristura homenajeaba a Carmen Martín Gaite y organizaba un insustancial dispositivo con jovenzuelos discurriendo sobre la muerte de una amiga entre música. Las similitudes que encontramos en el montaje que aquí nos compete son muy amplias. Por un lado, tenemos la disposición a dos bandas con el elenco desplazándose por el centro. Un amigo ha fallecido y la tristeza inunda la atmósfera. Por otra parte, además, una cantidad enorme de conversaciones triviales llena los minutos en un vaciamiento cansino. La originalidad del asunto radica en la estructura que se pretende insertar, sin embargo, el caos, la incoherencia y una falta de andamiaje clara terminan por mostrarnos un espectáculo muy endeble conceptualmente hablando.

Cuatro individuos regresan del entierro de un amigo común. Han parado a comer en el restaurante La Manduca, y se proponen alargar la sobremesa. Algunos destellos de surrealismo que parecen retrotraernos a El discreto encanto de la burguesía, de Buñuel. Ideas y venidas de Andrés Picazo (todos llevan sus propios nombres) en busca de camareros que no acontecen y de cafés que no se sirven. Su actitud será muy anodina y pasiva. Él estaba enamorado de Simón; aunque, por lo visto, este sentía más fascinación por Fran (Vélez). Este resulta más dicharachero. Intenta escapar de esa situación agobiante y exige a los demás que beban sin freno para huir beodos de ese trance. Por su parte, Nataliya Andru se expresa a través de asanas yóguicas. Luego emprenderá distintas danzas. Una vez asume que su taxi ha quedado en un limbo dando vueltas sin parar y que tardará en marcharse. Ella es la responsable general del movimiento escénico y hay que reconocer que destaca; pues se desarrolla una energía elocuente y una compactación que remite con sensatez al cuento que se nos revela.

En un determinado momento, Marina Herranz, que es quien inicialmente comanda al grupo, quien ostenta un poder superior de seducción, avanza, de improviso, el relato del Simurg (entronca con el tal Simón), un ave mitológica, propia de la cultura persa, extraída del libro El lenguaje de los pájaros, de Farid ud-Din Attar. Es una pena que este fábula, repleta de enseñanzas, y que discurre por los vericuetos del sufismo, no se haya empastado con más pericia. Hablamos del Pájaro-Rey, que come fuego, que posee el don de la sabiduría, y que podemos relacionar con el Fénix. Nos remiten a una abubilla que habla con el rey Salomón y cómo aquella y otros pájaros emprenderán un viaje por los siete valles (La búsqueda, el amor, el conocimiento místico, el desasimiento, la unicidad, la perplejidad y de la pobreza y la aniquilación). Consiste, evidentemente en un proceso de ascetismo, de purificación, que deben acometer antes de descubrir la paz, el hallazgo gnóstico y el encuentro puro con la divinidad. Es, en definitiva, la conexión mística, que requiere desprenderse de lo banal, del cuerpo y del deseo. En este sentido, muy poco se indaga en las complejidades religiosas y simbólicas que se encierran en esa obra del siglo XIII. Podemos deducir que los cuatro componentes, los cuales se adjudican su pájaro favorito, deben pasar por una transformación interna que permita digerir el dolor. Es verdad que se percibe un atisbo de asunción de lo que significa la muerte, de que esa experiencia les vale para recordarse que la vida tiene un final que puede llegar de repente; pero también es cierto que tenemos más de lo mismo. Otra vez la representación vacua del ocio sin más motivo que la distracción. No hay más que ver la extensa escena del karaoke, con una retahíla de canciones populares que les valen para cantar y bailar alrededor de la larga mesa.

En conclusión, todo debía consistir en reflejarse en un espejo. En eso, en gran medida, es hallar a Simurg; no obstante, en la casi hora y media de función el desparrame prima, el relleno con diálogos costumbristas y anécdotas que poco interesan, se combinan con acciones poco convincentes. Los silencios acaban por ser los más elocuentes en una propuesta que dirige Aitana Sar; aunque se le escapa. ¿Cómo es posible que una ruta de autoconocimiento y tan trascendental quede en algo corriente? A veces parece que el ansia posdramática, tan irónica, tan distanciadora ─no vaya a ser que se metan en honduras y en seriedades─ incapacita a los creadores para desarrollar algo importante, que exija en el espectador algo más o, incluso, mucho más.

Murmullo

Dirección: Aitana Sar

Dramaturgia: Miguel Valentín y Aitana Sar

Texto: Miguel Valentín

Reparto: Nataliya Andru, Marina Herranz, Andrés Picazo y Fran Vélez

Ayudante de dirección y creación: Víctor Barahona

Vestuario y escenografía: Berta Navas

Sonido y audiovisuales: Kevin Dornan

Diseño de iluminación: Nuria Henríquez

Movimiento: Nataliya Andru

Fotografía: La Megías Fotos

Diseño de cartel: Irene González Lara (Verde Pistacha)

Edición de vídeo: David Pérez López

Producción y distribución: Cuarta Pared

Agradecimientos: Juan Ollero, Miguel García Lozano, Carlos Mira Morales, Natalia Remón Vila, Pablo Rodero y Javier Victorio

Sala Cuarta Pared (Madrid)

Hasta el 28 de marzo de 2025

Calificación: ♦♦

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Tantos esclavos, tantos enemigos

La Trilogía negra se cierra en la Sala Cuarta Pared con su tercera entrega para sumergirse en un thriller que denuncia las artimañas del poder

Tantos esclavos, tantos enemigos - Foto de Pablo RamiroEn las últimas décadas se ha puesto de moda en el cine un tipo de thriller absolutamente espídico que juega con el espectador a través de equívocos y de detalles sorpresivos que suele comandar alguno de los personajes-narrador. Juegos de máscaras, asesinatos, imposturas diversas y todo ellos a una velocidad imposible de seguir. El último caso de este género tan tiktoker sería Bullet Train, que no es más que infundir adrenalina a un modo de contar que básicamente aúna a Tarantino con Guy Ritchie. La cuestión está, sobre todo, en el narrador, que nos dirige y nos engaña, y aprovecha para describir con mucha ironía las situaciones que se van dando y, además, nos pone en antecedentes de lo que ha ocurrido en otros instantes del pasado. Es decir, es novelizar el teatro o el cine para poder contar mucho más de lo que en escena, representado, sería aceptable. Y esto es lo que ocurre con Tantos esclavos, tantos enemigos, que se pretende contar mucho y representar demasiado, y el ritmo logrado no es tan elevado como sería necesario. Creo que las ideas, las circunstancias curiosas y la concreción de algunas escenas (unas pocas) nos da a entender que el montaje tiene buenos fundamentos; pero que su plasmación se les ha ido bastante de las manos. Ciento treinta minutos por esos vericuetos casi imposibles de seguir es un exceso que requiere de más tino. Sigue leyendo

Los hijos de cualquiera

Producciones Bernardas muestra en la Sala Cuarta Pared la lucha de aquellas madres gallegas de los 80 contra el narcotráfico

Los hijos de cualquiera - FotoCualquiera que haya vivido en los ochenta entiende lo que supuso la heroína para la juventud de aquellos tiempos. Las calles, los parques, los portales y otros recovecos se llenaron de zombis pedigüeños, de jeringuillas, de limones, de papel de plata y otros adminículos. Los radiocasetes de los coches volaban, los bolsos de las señoras se arrancaban y las familias quedaban literalmente destruidas en la consunción del consumo. Esos muchachos (también muchachas, aunque menos) fueron aquellos yonkis, que era como se les llamaba, antes de que definitivamente se les considerara enfermos y víctimas, y pasaran a denominarse drogodependientes. En los últimos tiempos, gracias a Fariña (el libro, la serie y la obra teatral) hemos vuelto a recordar cómo se introdujo el caballo a través de Galicia a finales de los setenta. No obstante, muchos tendrán presente la película Heroína (2005), protagonizada por Adriana Ozores, en la que se reflejaba la entereza de aquellas madres gallegas que se unieron para luchar por la salud y la integridad de sus hijos, enfrentándose a los propios narcotraficantes. Y esto es lo que de nuevo regresa a las tablas con Los hijos de cualquiera. Sigue leyendo

Instrucciones para caminar sobre el alambre

Un dinámico drama sobre cómo nuestro sistema laboral lleva a muchos trabajadores hasta la extenuación

Foto de Sandra Nieto
Foto de Sandra Nieto

Reconozco que acudía a ver esta segunda parte de la «Trilogía negra» con todas las reticencias posibles, porque su celebrada Nada que perder me había parecido un auténtico mitin. Lo cierto es que Instrucciones para caminar sobre el alambre recoge la temática que ideológicamente asumen sus autores y que la relaciona con su anterior obra; pero desde una perspectiva estética y una construcción textual mucho más concisa y hasta demoledora. Los cuatro dramaturgos que se han unido para continuar la tríada, adoptan una clara reticencia a adentrarse en el naturalismo puro; aunque anhelen seriamente cautivarnos en la crítica de cierta ansiedad generalizada en nuestra sociedad. La fábula se impone, si aceptamos esta como un proceder de personajes que cumplen una función más simbólica que sicológica. O, más bien, diríamos que esa es la base que subyace al argumento, la estructura que sustenta el montaje y que busca el ejemplo, la moraleja suspendida en el aire. Luego, a modo de juego irónico, se procede como si fuera un thriller, una obra de suspense sobre una desaparición; sin embargo, enseguida entendemos que la denuncia no tiene que ver con una desaparición en el sentido delictivo; sino en el sentido laboral. Por lo tanto, esa capa distanciadora, ese cuentecillo macabro, configura una nebulosa cuasionírica, estresante, ansiolítica, despersonalizante; porque la protagonista ha osado auparse al ascensor social. Sigue leyendo

La rebelión de los hijos que nunca tuvimos

Una fábula inspirada en todos aquellos niños migrantes que desaparecen en las costas europeas

Foto de marcosGpunto

La apuesta de los hermanos Bazo (QY Bazo) por el teatro social, por llevar a cabo obras que nos comprometan con los problemas acuciantes de nuestro presente, es clara. De alguna manera, su lenguaje primordial es la fábula, el cuento moralizante, el apólogo con el que pretenden, sino aleccionarnos, sí provocarnos una reacción que nos lleve a la reflexión. Así ocurre en Los impostores, en Nada que perder y en Tres días con Charlie. De forma mucho más acentuada La rebelión de los hijos que nunca tuvimos recurre directamente al «Érase», al toque infantil —lógico para un texto que trata fundamentalmente de niños— y a la narración oral. Este exceso inicial por contar —con todo un prólogo que es en sí una leyenda— es el gran lastre de un espectáculo que se subsume en gran medida en ese procedimiento a costa de la pura representación de los hechos. ¿Hasta qué punto el espectador mantendrá la atención sobre lo relatado? ¿Hasta qué punto es reiterativo lo contado sobre lo representado? Además, creo que faltan recursos propios de los oradores, falta mayor recursividad —no me vale solo con repetir el «érase», porque el cuento se enreda y no somos lectores, sino escuchantes— para que después podamos introducirnos en el meollo de la cuestión. Sigue leyendo

Nada que perder

Mítin teatral revestido de trama en ocho escenas sobre un caso de corrupción

Foto de Daniel Martínez López
Foto de Daniel Martínez López

Metidos ya de lleno en campaña, Nada que perder se presenta como un acto electoral reconvertido de puzzle policial o como un mitin apenas escondido tras un argumento acerca de la corrupción o, es más bien, un panfleto dirigido no se sabe muy bien a quién. Si no fuera porque el trabajo de los hermanos Bazo (recuerdo con agrado su obra Los impostores), de Juanma Romero y Javier G. Yagüe los avala, y que la Sala Cuarta Pared suele arriesgar con sus propuestas, uno tendería a pensar que este proyecto se les ha ido de las manos o que la deriva del país les ha nublado la vena artística. En cuanto comienza la obra, ya somos interpelados con las famosas tres preguntas de Kant, que se resumen en aquello de «¿qué es el hombre?»; a partir de ahí, cientos de preguntas de carácter moral (muchas de ellas falsos dilemas) y político para enmarcar y puntualizar la respuesta que nos viene en forma de cuadro. Es decir, un Pepito Grillo (no vaya a ser que el respetable se pierda), nos ametralla con cuestiones como una sombra que acompaña a los dos protagonistas de cada una de las ocho escenas. Al principio es un padre, profesor de filosofía, que debe acudir a comisaría porque su hijo ha sido detenido por quemar un contenedor en un acto de protesta. Luego, se va elaborando la trama con una interventora puesta a dedo en el ayuntamiento, un futuro alcalde y su madre, un policía, etc. La historia deja pronto de tener importancia porque el tono es tan directo, explicativo, demagógico y moralista que uno siente que está o en el culto evangélico o en una sesión para escolares o que es un indio recibiendo a los españoles de la conquista trayendo la Buena Nueva. A esto, además, hay que añadirle que, sin pudor, se entonan los recortes perpetrados por los últimos gobiernos de la nación (por si alguien no se había enterado). Sigue leyendo