Lola Herrera se encarna en la escultora Helen Martins para desarrollar este drama firmado por Athol Fugard en el Teatro Bellas Artes
Tomemos como una ironía del destino que justo falleciera Athol Fugard hace un mes. Su obra, Camino a La Meca, que tuvo su propia versión cinematográfica en 1991, con Kathy Bates como protagonista, fue estrenada en Londres en 1985. Ahora llega al Teatro Bellas Artes para que Lola Herrera se encarne en la escultora sudafricana Helen Martins, una de esas «locas» del trash art, quien vivía en New Bethesda, en el desierto de Karoo, muy cerca de donde el propio dramaturgo había comprado una casa. Sin embargo, a pesar de observarla con frecuencia, nunca se conocieron personalmente.
Hablamos de una mujer muy singular, uno de esos individuos que aceptan vivir al margen de la sociedad con tal del cumplir su voluntad y desarrollar su libertad creativa, aunque eso implique una existencia solitaria. Estamos en otoño de 1974. Para su fortuna, aquí la contemplamos compartiendo sus cuitas con una gran amiga, Elsa, alguien bastante más joven, que va a visitarla de vez en cuando. No debemos olvidar el contexto en el que transcurre esta historia. Contamos con una señora blanca, una bóer, en la circunstancia del apartheid, que es tomada por una chiflada que ha decidido fomentar su propio apartamiento.
Destacable, inicialmente, es la escenografía de Alessio Meloni, quien se ha afanado con mucha creatividad para ambientar un hogar altamente estrafalario, que más nos parece una cueva de algún duende o ser mágico, con todos esos objetos, lámparas y remaches para una huésped repleta de peculiaridades. Enseguida aparece esa visitante, que llega tan sofocada después de un itinerario inmenso. Natalia Dicenta muestra una agilidad tremenda, una gran energía ─también canta─ y una disposición que contrasta con el discurso tan consistente de su madre, Lola Herrera, quien demuestra su buena forma interpretativa tras ese montaje (Adictos) ─fallido, desde mi punto de vista─ con el que ha estado rodando. Ella es profesora y permanecerá allí fugazmente. La impresión en esos primeros diálogos es que ambas se sienten muy cómodas la una con la otra, con una confianza y una compatibilidad de caracteres rara en seres tan independientes. Asevera Helen: «Nunca me abrí de par en par a nadie. Pero contigo todo eso ha cambiado».
La charla, que propende de modo cordial, acoge todos esos temas que permean desde el exterior, todas esas inmoralidades como el maltrato dentro del matrimonio, aspecto que tiene que ver tanto con el padecimiento de tantas mujeres en aquel ámbito. Los estragos del alcohol en algunas gentes de color en esas tierras de perdición. Además, se deriva a cuestiones sobre el instituto donde trabaja Elsa y su ímpetu revolucionario. Es lo esperable en ella.
La Meca es toda una metáfora de sus creaciones fantásticas, imposibles, que con tanto esfuerzo realizó. Un objetivo vital. En sí mismas, un monumento que se dirige a la ciudad árabe. No obstante, el símbolo supremo de toda esta función radica en algo más sencillo y, seguramente, más radical: el amistoso reconocimiento de otro ser humano. Así afirma Helen: «Si supieses lo que significaste en mi vida. Cuánto valor, cuánta fe me diste. Porque todos esos años de burlas y de creerme una vieja loca se habían cobrado su deuda». Todo ello nos lleva al meollo argumental de esta obra, y que nos sitúa ante la depresión o el decaimiento de nuestra protagonista. La separación de su comunidad, el descreimiento y su propia pulsión artística se regodean con el aislamiento que impone el desierto, solo apto para anacoretas, estilitas y otros místicos que emprenden la vía unitiva. Si asistimos a este encuentro es porque antes ha pedido auxilio a través de una carta. «Prefiero acabar conmigo misma que seguir así». Una residencia para la tercera edad acecha en el horizonte.
Creo que el primer acto ya es suficientemente sugerente. Esa conversación entre dos personas de distinta generación tiene alientes que nos llevan por vericuetos existenciales, y también domésticos, que conectan con problemas acuciantes que nosotros sostenemos en la sociedad presente. Luego, cuando en el segundo acto llegue Marius, el reverendo, un hombre que es encarnado por Carlos Olalla, con una afabilidad que aumenta la bonhomía general, el interés desciende, ya que se remite a diversos asuntos de intendencia. Nos sirve, en todo caso, para redondear el retrato de esta anciana, avisándonos de que en ese entorno alguien como ella es digno de todo tipo de supersticiones. La religión, más allá del cristianismo, tiene por esos lares otros sustratos indelebles.
En el epílogo, resurgen temas de gran importancia, fundamentales, espirituales y controvertidos. Por eso, el espectáculo, aunque se estructure de una manera convencional, posee internamente alicientes que van a hacer disfrutar a gran parte del público.
Autor: Athol Fugard
Versión y dirección: Claudio Tolcachir
Reparto: Lola Herrera, Natalia Dicenta y Carlos Olalla
Escenografía: Alessio Meloni
Vestuario: Pablo Menor
Iluminación: Juan Gómez-Cornejo
Ayudante de dirección: María García de Oteyza
Gerente/Regidor: Leo Granulles
Técnico de sonido: Félix Botana
Técnico de iluminación: Javier Gómiz
Maquinista: Alfonso Peña
Peluquería y sastrería: Gema Moreno
Diseño de cartel: David Sueiro
Fotografía de cartel: Daniel Dicenta
Jefe de producción: Juan Pedro Campoy
Ayudante de producción: Estela Ferrándiz
Jefe técnico: Ignacio Huerta
Productor: Jesús Cimarro
Una producción de Pentación Espectáculos
Teatro Bellas Artes (Madrid)
Hasta el 27 de abril de 2025
Calificación: ♦♦♦
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Un comentario en “Camino a La Meca”