Beatriz Argüello crea la atmósfera propia para desarrollar este acontecimiento onírico de Harold Pinter

La primera versión de esta obra del Nobel Harold Pinter fue la dirigida por Luis Escobar en 1974. Aunque tenemos mucho más cercana la adaptación de Ricardo Moya para el Teatro Español en 2012. No es extraño que esta obra se publique junto a Traición (recordemos la propuesta comandada por Israel Elejalde), pues ambas pertenecen a este «Teatro de memoria» que abona la pretensión de incurrir en la conciencia, en las existencias aleatorias, en los olvidos y en esas máculas indelebles que nos consternan. Creo que la dirección de Beatriz Argüello acierta absolutamente al crear no ya una atmósfera de extrañeza, sino una verdadera sustancia surrealista. El recientemente fallecido David Lynch hubiera firmado un montaje como este. Es, desde luego, un reto para el espectador atinar con alguna de las potenciales interpretaciones de este juego onírico.
La aparente sencillez de la función se desmorona en los silencios que aquí tanto se extienden y que van rompiendo la lógica de unos diálogos que necesitan recomponerse a cada paso. Algunas frases nos indican derivas muy distintas sobre lo que pudiéramos pensar. Saltos temporales que nos retrotraen al momento en el que las dos amigas protagonistas vivían juntas, cuando eran jóvenes. Nos situamos en una casa próxima a la costa, solitaria. Un verdadero refugio, en un entorno idílico por el que pasear. Carolina González ha ideado un lugar verdaderamente acogedor, decorado con muebles sobrios y colores tostados. La iluminación de Paloma Parra se acopla esencialmente al ritmo lento que la directora ha impuesto.
Demasiada tranquilidad, quizás, para alguien como Kate, quien espera la visita, después de 20 años, de su «única amiga». Si uno toma este personaje acogido por Mélida Molina con mucho candor y cuidado, observará, ante todo, una beatitud en su rostro, como una efigie que se obnubila ante unas situaciones que no es capaz de engarzar. Las rarezas serán supinas. Su marido Deeley afirma: «No sabía que tuvieras tan pocos amigos». Ernesto Alterio me parece idóneo para este papel. Es un actor que configura con excelencia una expresión ambigua entre la tajante racionalidad y la locura en ciernes. A veces, incluso, se asimila un anciano que pretende recuperar bailes de antaño en algún club. Puesto que aquí la música es una referencia muy potente, muy pertinaz, que tiene que ver con esa memoria sonora que trae tantas experiencias recreadas en el cerebro, vinculadas a momentos de euforia. Desde «Lovely to look at», de Dorothy Fields, al célebre «Blue Moon», pasando por «I Get a Kick Out of You», popularizada por Frank Sinatra.
Para sorpresa del respetable, la invitada, venida directamente desde Sicilia, va a configurar un triángulo que se mueve entre el pasado y el presente. Más allá de toda exégesis, se puede dar cabida a un motivo que se ha explotado bastante en películas de ciencia-ficción, esas visiones cuánticas sobre vidas posibles, como de hecho, ya exploró Edgar Neville en Una vida en un hilo. El tópico de qué hubiera sucedido si todo hubiera ido de otra manera. Aunque el film al que se hace mención dentro de la charla sea Larga es la noche, de Carol Reed, otro gancho para su remembranza. En cualquier caso, Marta Belenguer, que hace de Anna, arrastra esa supuesta liberalidad juvenil. Habla con más desparpajo y naturalidad, no parece tener remilgos a la hora de beber y de referirse a sus escarceos nocturnos por aquellas. Ofrece, por lo tanto, un contraste muy apreciable y una sintonía con ese hombre que nos lleva al equívoco, más todavía, si habían coincidido en algún garito y que se podían haber liado. De todas formas, él asevera: «Le falta curiosidad». Se ve, entonces, frente a dos caminos muy dispares que lo llevan a un devenir totalmente contrario. Dos modelos de mujer, dos morales irreconciliables. Porque ambas han recorrido, además, dos vericuetos diferentes. Si Kate ha olvidado su interés por el arte y ha terminado en el tedio en ese profundo sosiego, pues su esposo se marcha a recorrer países por trabajo; Anna se ha marchado al Mediterráneo para entregarse a un marido adinerado que le ofrezca una colección de placeres materiales. En este sentido, tiene el drama una veta costumbrista, de análisis burgués.
Uno debe vérselas con la ambigüedad que se propicia en el diálogo que establecen Anna y Deeley. Su especulación sobre si se conocían de un bar al que solían acudir nos empuja hacia la controversia. Caemos en la ambientación del thriller, de la ocultación, de las pistas falsas; pero también da la impresión de que se nos lleva a un callejón sin salida. No parece que haya nada que resolver, no hay caso como tal; sino un rizoma. Quizás debiera ser una pieza para zanjarla en sesenta o setenta minutos. Se hace larga, se recrea demasiado en el deambular de los personajes y de sus palabras. El argumento no da para más, como sí ocurre en otras tantas obras del dramaturgo británico. Es Pinter, efectivamente, uno de los clásicos contemporáneos más asentados en nuestro país, no hay más que ver todas las adaptaciones que se han realizado de sus obras en los últimos tiempos. Sigue cautivando.
Texto: Harold Pinter
Dirección: Beatriz Argüello
Reparto: Ernesto Alterio, Marta Belenguer y Mélida Molina
Traducción y versión: Pablo Remón
Escenografía: Carolina González
Iluminación: Paloma Parra
Vestuario: Rosa García Andújar
Espacio sonoro y música: Mariano Marín
Movimiento escénico: Óscar Martínez Gil
Ayudante de dirección: Valle del Saz
Fotografía: Dominik Valvo
Producción ejecutiva: Chusa Martín
Ayudante de producción: Elena Prados
Distribución: Rocío Calvo y Concha Valmorisco
Producción: Entrecajas Producciones y Teatro de La Abadía
Teatro de La Abadía (Madrid)
Hasta el 13 de abril de 2025
Calificación: ♦♦♦
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