Vanessa Espín plantea un diálogo con Tirso de Molina para trazar su propia autoficción en el Teatro de la Comedia

Desconozco si en las próximas temporadas, ya que se ha cambiado al equipo directivo de la institución, se va a mantener esta propuesta de «diálogo contemporáneo» con las obras clásicas. Porque no parece que haya el más mínimo criterio, y se usa para hablar de «lo mío» (otro ejemplo, muy similar, fue La fortaleza, de Lucía Carballal). Los autores auriseculares pretendían acogerse a valores pretendidamente universales, nuestras dramaturgas se pirran por la autoficción. Ya lo afirma la propia Vanessa Espín en su libreto nada más comenzar: «El que era director de esta casa me dijo que yo podía hacer lo que me saliera del coño» (puro romance asonante). Lluís Homar se lo debió comentar a nuestra directora, mientras ejercía de ayudante en El gran teatro del mundo. Ya está dicho, todo debe quedar en «casa» (la de todos, el INAEM). En cualquier caso, continuamos dramatúrgicamente con un tema que se han impuesto en las autoras de estos últimos años: la búsqueda del padre (otro ejemplo sería Casting Lear, de Andrea Jiménez).
La verdad es que, si le quitamos los retales de la carcasa, de la justificación forzada con Don Gil de las calzas verdes, que se representa en la sala grande y con la que debe comunicarse estéticamente, el asunto, sin ser extraordinario, está tratado con encanto, con gracia y con esa sutil melancolía que nos puede regocijar. Las pequeñas mudanzas, por otra parte, es un planteamiento divertido. Si todo esto vale, pues bien está. Más allá del exabrupto vaginal, es de agradecer que se nos dé la bienvenida al meollo con la canción «Alone Again», de Gilbert O’Sullivan, que en la voz de Julia Rubio resulta encantador. Luego, la actriz volverá al micrófono y a la guitarra con igual candor. Propenderá como adolescente enérgica y curiosa a través de una interpretación grácil y espontánea. Aunque la verdadera protagonista será Cris Blanco. En sus últimos proyectos (véanse Ensimismada o Pequeño cúmulo de abismos) ha desarrollado sus papeles con tanto aire de naturalidad y de improvisación un tanto juvenil, que uno puede llegar a pensar que se da una línea de continuidad demasiado repetitiva e insistente en el mismo proceder. De todas formas, cumple con enorme eficacia y refuerza esa atmósfera de entrañable camaradería femenina. Ella es Valeria, el trasunto de Espín, una mujer ya madura, que ha sufrido un abandono amoroso. He ahí el quid y la conexión. Hemos de recurrir a la doña Juana tirsiana que ve cómo su amante, don Martín, se larga y ella, ni corta ni perezosa, se disfraza para ir en su busca y a recuperar su honor. También en esta fábula la madre de nuestra desdichada se quedó sola, pues el varón-progenitor se lo montó por su cuenta. Los paralelos funcionan mejor entre madre e hija, que con esas apariciones fantasmagóricas de la propia madre soltera de fray Téllez y la heroína de su comedia. Incluso se intenta jugar a literaturizar esta analogías con una subtrama entre la Valeria, profesora de instituto, y su obsesión por el renombrado autor. No es sustancial.
Es mejor, desde mi punto de vista, centrarse en el drama costumbrista que nos reclama. La historia, como una casa de los espíritus, contiene sus fantasmas. Y la abuela acontece con algunos resquemores de la guerra; pero con la sabiduría que da la templanza. Elena González se mueve entre este personaje y el de progenitora. Tiene la oportunidad de desarrollar su vis cómica, mostrarse muy punzante y desenfadada, pues le habla a su «niña» de nuevo en el hogar con sentencias imperantes. Así, en el tráfago entre el pasado y presente, las desdichas de estos seres pululantes nos envuelven en un halo de misterio existencial. En una indagación personal que tiene que ver, además, con toda una serie de cambios en nuestro país. Por eso, de algún modo, me recordó al montaje de Daniela Astor y la caja negra, basado en la novela de Marta Sanz, que dirigió Raquel Alarcón, quien, por cierto, había estado al frente de 400 días sin luz, de nuestra Vanessa Espín. El reflejo de aquella Transición y de los nuevos enfoques de las mujeres. Sus vidas más liberales y esa necesidad de «inventarse» modelos nuevos a los que seguir están presentes en este espectáculo. De hecho, es interesante el movimiento interno entre los recuerdos, las enseñanzas y también ese proceso de muda, en todos los sentidos, al que hace referencia el título de la obra. Esto se visualiza muy convenientemente con la plástica escénica que ha preparado Elisa Sanz, pues, por un lado, aparece un panel fotográfico y biográfico, y, por otro, se juega a romper todo ese papel de embalar que envuelve alguna silla, algún cheslón y otros muebles.
Merece la pena destacar la escena en la que Valeria va en busca de su padre a El Corte Inglés donde trabajaba. Las tres actrices configuran un momento excepcional repleto de comicidad, que sirve para quitarle hierro al asunto. Luego se emprenderá con la misma trama una breve incursión en la familia desconocida que atesora parte de la memoria de nuestra protagonista. En definitiva, una forma de cerrar un círculo vital.
A la función de Espín, quien dirige con mucho tino y equilibrio, se le podrían poner pegas extrateatrales, por acomodarse a un lugar un tanto inconveniente, es decir, por trazar un forzado paralelo con Don Gil de las calzas verdes; pero hay que reconocer que desvela un ambiente cordial que el espectador puede apreciar.
Dirección y dramaturgia: Vanessa Espín
Reparto: Cris Blanco, Elena González y Julia Rubio
Colaboración en la plástica escénica: Elisa Sanz (AAPEE)
Vestuario: Malena Lainez
Asesoría iluminación: Pedro Yagüe (AAI)
Composición musical y diseño de sonido: Antonio de Cos
Movimiento: Amaya Galeote
Videoescena: Alba Trapero
Ayudante de dirección: Aurora Parrilla
Producción: Compañía Nacional de Teatro Clásico y ElenArtesescénicas
Teatro de la Comedia (Madrid)
Hasta el 30 de marzo de 2025
Calificación: ♦♦♦
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Un comentario en “Las pequeñas mudanzas”