Pieza de teatro-documento en el Teatro de La Abadía sobre los avatares del barrio de Tetuán en Madrid
Desde aquellas Historias de Usera, que luego se convirtieron en las versiones del Dramawalker promovidas por el CDN hasta lo que hoy nos acontece en La Abadía, los dramas documentales, repletos de costumbrismo, sirven para aseverar que el teatro sucumbe a la nostalgia interpuesta de un mundo que no ha existido. Que nosotros, nuestro cerebro, se queda con lo bueno, que obvia lo negativo, y que se esfuerza en justificar sus «pertenencias», sus «identidades», cuando, en realidad, es una defensa ciega de lo suyo, aunque sea putrefacto. Por qué no afirmar, sencillamente, que no te puedes marchar a otro sitio mejor, o que la incertidumbre sería insostenible. Hay barrios, como algunas personas cercanas, que pueden ser una verdadera mierda o, como se dice ahora, tóxicos. No se merecen nuestra lucha, ni nuestro esfuerzo y hay que dejarlos. Esto lo saben muy bien los que prosperan económicamente, que enseguida se largan; no obstante, siempre lleven un pin en la solapa con el pedigrí de barrio, con una frase que es encantadora: «Yo no olvido mis raíces».
¿De qué va este montaje? Pues del fetiche consabido sobre un tiempo remozado. Es, lo siento, un espectáculo políticamente nefasto, que me ha producido rabia, que me ha molestado moralmente (estéticamente no, porque está hecho sin demasiado cuidado); pero que el público ha aplaudido. Poco nos pasa entre tanta superficialidad, entre tanta candidez. Parece un proyecto elaborado por dos adolescentes haciendo grabaciones de forma aleatoria. A ver qué sale. El teatro-documento, y esto lo es, requiere, valga la obviedad, documentación seria y consistente, y uno debe adoptar las complejísimas perspectivas de los antropólogos, los sociólogos, los periodistas y toda una serie de investigadores que te permitan reflexionar sobre la situación de nuestro país a partir de los barrios. Evidentemente, si esto lo haces con individuos que participan en talleres y con la colaboración de ciertas asociaciones del lugar, lo normal es que salga un producto así de sesgado. Por eso no se indaga en las zonas oscuras de aquellos lares. Solamente se encuentra un auténtico motivo para justificar esta separación tajante que establece la calle Bravo Murillo entre la zona rica y financiera, y la pobre, creada con las propias manos de trabajadores que emigraron de las regiones del sur de España: el primer Plan General de Ordenacion Urbana de Madrid promovido por el urbanista Pedro Bidagor a finales de los cuarenta determinó inapelablemente el destino de este recodo norte.
No se puede sostener que se esfuercen demasiado con el teatro de objetos para explicar los entresijos de Tetuán (pienso en Agrupación Señor Serrano, con piezas altamente politizadas como A House in Asia) si emplean chucherías sobre una maqueta. Después, recurrirán a la cartelería que tienen repartida por todo el espacio. Ahí hallamos parte del impulso de este proyecto. Es decir, la exposición titulada No va a quedar nada de todo esto, que transcurrió el año anterior en el CentroCentro del Ayuntamiento, pergeñada por el colectivo Paco Graco. Recopiladores de rótulos artesanales que se van perdiendo con paso de las décadas según van cerrando muchas tiendas. Loable tarea, desde luego. Otro asunto muy distinto es que sirva para caer nuevamente en la añoranza de la tienda de toda la vida, donde se dejaba a deber el pan (¿de verdad que no se sigue haciendo lo mismo?) y la población vivía feliz. En el presente todo es horrible ya que está lleno de límpidas franquicias. Y aunque «aparece» el grandísimo Mercado Maravillas, tampoco se llega a hacer una reflexión sagaz sobre las problemáticas de estos espacios, decadentes, incapaces de solventar la competencia de los supermercados y de esa reconversión en suvenires para turistas con puestos de delicatessen, que es lo que muchos ultramarinos han pretendido ser últimamente aprovechando su estética. De alguna manera, esto nos lo han señalado con ingenio los Pantomima Full con su sketch Bares de viejo. Ahí lo tenemos, hipsterismo de primera categoría, esnobismo a raudales, postureo a más no poder. La paradoja, una más, es que vuelve el trampantojo. Que los modernos ─esos sempiternos aspirantes a clase media─ se regocijan en esos nuevos bares antiguos que van creciendo en Lavapiés, con carteles vetustos recién hechos y alguna Ferretería, como en la calle Atocha, reformada por el arquitecto Joaquín Torres. Qué aparente, qué bonita, qué bien que mantengan su imagen. Ahora que es un restaurante, ausculten su carta, a ver qué les parece.
Nos encontramos con testimonios que no parecen en nada significativos. Pienso en si merece la pena seleccionar a una chica de Honduras que vive entre nosotros desde hace apenas ocho meses. La encarnará Paula Varela con soltura y, después, nos cantará el tema recurrente y repetido de Julio Iglesias, «La vida sigue igual». Hay que reconocer que Ana Rodríguez, peluca blanca mediante, resulta graciosa cuando encarna a una viuda de ochenta y cinco años, que perdió a su marido en la pandemia y que tiene tres hijos, y ningún nieto. Habla con alegría, con optimismo; pero no sobrevalora el pasado. Por su parte, Ángel Perabá toma a David, un chico de procedencia búlgara, que es químico. El actor se muestra durante toda la función con mucha energía y será capaz de alentar al público a que participe en un baile ridículo que no sé a qué viene, ni qué aporta. Porque, ciertamente, el tiempo de la propuesta se va rellenando sin gran fundamento. Así, de hecho, en el habitual gesto de autoficción, el propio elenco nos cuenta su biografía y sus orígenes. De hecho, una de las creadoras, Inés Collado, terminará por acoger esa postura tan cansina en la actualidad sobre la ansiedad de los jóvenes y sus terapias eternas en esta atmósfera de sobreprotección y traumatización de lo corriente. Aspecto que se apuntala con la ristra de quejas con las que termina la obra. Un disparo en el pie ejecutado por la suprema ingenuidad.
Esto es muy sencillo: ¿cómo haría un espectáculo así alguien que viniera de fuera y realizara una afanosa investigación? ¿De qué procesos sociales hablaría? ¿De qué manera trataría el fenómeno de la inmigración? ¿Negaría la presencia de latin kings, de drogadictos, de prostitutas, de los distintos modos de delincuencia? ¿Se referiría a la célebre calle Topete? Nos responden en el montaje, con el mito de la diversidad. Que sea buena per sé, parece tan absurdo como apoyar que todas las costumbres son buenas, que todo es tolerable y que toda la gente es respetuosa. Y así discurren, desaprovechando la oportunidad que les brinda un teatro para expresarse con un pensamiento más esmerado.
Creación: Inés Collado e Irene Doher
Ayudante de dirección: Rosel Murillo Lechuga
Reparto: Inés Collado, Ángel Perabá, Ana Rodríguez y Paula Varela
Diseño sonoro: José Pablo Polo
Diseño plástico: Berta Navas
Diseño de iluminación: Elena Santos
Visuales escénicas: [ la dalia negra ]
Contenido audiovisual: Jorge Librero, Gabriela Serrano, [ la dalia negra ]
Producción: Pablo Villa Sánchez
Asesoría artística: Carlos Tuñón
En colaboración con Nonumoï (París) y La Tricoterie (Bruselas)
Una creación de drift
Una producción del Teatro de La Abadía
Con la colaboración del Grupo de Teatro de la Asociación de Vecinos Cuatro Caminos Tetuán, del Espacio Bellas Vistas, del Centro de Participación e Integración de Inmigrantes de Tetuán, del Centro Juvenil Tetuán Punto Joven y del Espacio de Igualdad Hermanas Mirabal.
Agradecimientos a Jorge Cassino, a Samantha Pečiulytė, a Luis Carlos Agudo, a Ana Domínguez Aguirre y a WBI (Wallonie-Bruxelles International),
Teatro de La Abadía (Madrid)
Hasta el 9 de febrero de 2025
Calificación: ♦
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No leí ayer tu crítica porque iba a ver la obra esta tarde, así que la acabo de leer ahora a la salida.
Yo lo he pasado bien viéndola, aunque creo que partía de una idea equivocada sobre su gestación y los participantes.
No me había quedado claro el proceso del que surge y había supuesto que la había montado un grupo de teatro del barrio a partir de los testimonios recogidos. Al acabar la obra, en el encuentro con el público, ya han explicado el origen y la forma de trabajar y ahí me han surgido más pegas. Les he preguntado por qué no aparecen en la obra colectivos que viven en el barrio, como los árabes, chinos y filipinos y ahí han reconocido que la metodología empleada no les ha facilitado llegar a estos grupos. Así que, como documento antropológico sobre un barrio quedaba absolutamente cojo.
Por otra parte, ya se ven signos de gentrificación incipiente y no sé qué capacidad de movilización y oposición pueden tener los colectivos ni si hay gente joven dentro de ellos. Pero este es un mal general.
En fin, yo he disfrutado del espectáculo, la reflexión y la crítica ya bajan algo el soufle.
Gracias y salud
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