Declan Donnellan desnuda la escena para que el héroe trágico ofrezca comicidad a su locura en una versión del clásico shakespeariano

Si hace justo un año los espectadores nos subíamos al escenario de la Sala Verde de los Teatros del Canal para seguir los avatares de Edipo. Ahora, con los mismos rumanos del Teatrul Naţional Marin Sorescu de Craiova, vuelven Declan Donnellan y Nick Ormerod, incansables a pesar del tiempo transcurrido, a sumergirnos en la acción, aunque esta vez sentados, en gradas a dos bandas. Disposición fundamental para que la cercanía sea intensa y el tapiz blanco y central se ilumine con potencia para ser pasarela de moda ridiculizante y pedana de esgrima. Además, el movimiento del elenco será extraordinario, pues surge de improviso por detrás de los asientos, avanzándonos ruidos en las disputas, algunos gritos, algún estruendo. No hay un ejército, pero sí se concitan toda una serie de hombres uniformados ─a lo contemporáneo─ que igual valen de consejeros áulicos que de agentes del servicio secreto de su majestad.
Que desde el principio ya se espute el celebérrimo «ser o no ser» y se oigan unos aplausos de todos esos futuros intervinientes, ya es una declaración de intenciones sobre esa metateatralidad y esa insistencia en el enmascaramiento. Si por algo destaca esta propuesta es por la limpieza escenográfica, el vaciamiento y ese silencio hacia el que nos aproximamos lentamente. Ante todo, sobresale la pulsión teatralizante del propio Hamlet. El príncipe, una vez, recibe la visita de su anciano padre asesinado ─Valer Dellakeza se expresa sotto voce entre la decrepitud y su subyugante revelación─, adopta una postura realmente más esperpéntica de lo habitual, se traviste de mujer, se calza unos zapatos de tacón rojo para pasearse torpemente de acá para allá; y resultar insolente y violento. Interpretarse a sí mismo como una exigencia ahora que la posibilidad del trono le ha sido usurpado, que su sostén vital ha desaparecido y que su madre, Gertudris, ha abandonado a su hijo para entregarse a ese asesino que ostenta el poder. Ella, acogida por Ramona Drăgulescu con gran elegancia, mantendrá una actitud de aquiescencia ante la impudicia de su vástago. Mientras que el rey Claudio, encarnado por Claudiu Mihail (estaba destinado), quien en la temporada anterior nos dio una verdadera lección actoral, vuelve a mostrar una firmeza repleta de cinismo. En cualquier caso, es Vlad Udrescu quien impone un estilo y un dominio de toda la función. Posee soltura juvenil y arrastra con gran verosimilitud ese paso de la ingenuidad al de engreimiento vesánico. Se han roto los puentes morales, se ha quebrado el pacto de honor, la anomia se ha establecido en Dinamarca y van a perder todos, como bien sabemos.
Quizás la participación de esa compañía itinerante que se invita a palacio para sonsacar con su actuación la auténtica treta del nuevo monarca resulte un tanto fugaz. Quiero decir que el propio Hamlet se sobreimpone a la atmósfera payasesca más allá de que esos visitantes hagan su labor. No hay tanto contraste, pues el protagonista está en modo punky empleando su pintalabios para clownizar al resto. Incluidos esos pobres insensatos de Rosencrantz y de Guildenstern, que Cătălin Vieru y Darko Huruială interpretan con menos malicia de la frecuente. Esto es así porque, insisto, la superioridad totalitaria del héroe en esta visión de Donnellan nos sumerge a todos en la discordancia irrisoria de un mundo cínico, que identificamos muy bien, pues cada personaje porta un traje con corbata, y se muestran distinguidos, impolutos, con ese aire de decadencia tan nuestro, de fin de la historia. Igualmente, le ocurre a Ofelia, que en su languidez apenas tiene tiempo para ser despreciada por su amante, y su suicidio casi pasa inadvertido. De cualquier manera, Theodora Bălan cumple con su papel congruentemente. Luego, su padre Polonio, nos deja a una Raluca Păun, quien entrega su corpachón con una sagaz ambivalencia, sus frases resultan las más aviesas de todas, de los tipos más inteligentes sobre ese suelo. Sus hijos, demediados, no pueden vencer la insolencia de ese príncipe juguetón. Ni él mismo puede hacerle frente. Tampoco Laertes. Alex Stoicescu encaja excelentemente en la escena final por su destreza física. En verdad, son unos minutos de pulcritud fenomenal, de silencio interrumpido por el chocar de los floretes. La lucha de esgrima se coreografía con la finura de un deporte estetizado, mientras los venenos se aposentan en las copas de los reyes y las muertes acontecen delante de nosotros con escueta violencia, sin apabullarnos con esas «palabras, palabras, todo palabras». Todo ya estaba dicho. ¿Quiénes son los que son? ¿Quién ha logrado su identidad en ese reino en descomposición? Ni siquiera hace falta un reguero de sangre. En dos precisas horas, el director y el escenógrafo de Cheek by Jowl nos traen a la mente a Peter Brook, cuando los espíritus se recomponen.
Autor: William Shakespeare
Dirección: Declan Donnellan
Diseño: Nick Ormerod
Reparto: Vlad Udrescu, Ramona Drăgulescu, Claudiu Mihail, Theodora Bălan, Raluca Păun, Alex Stoicescu, Valer Dellakeza, Cătălin Vieru, Darko Huruială, Marian Politic, Angel Rababoc, Costinela Ungureanu, Mircea Mogoșeanu y Vlad Udrescu, Ramona Drăgulescu, Claudiu Mihail, Theodora Bălan, Raluca Păun, Alex Stoicescu, Valer Dellakeza, Cătălin Vieru, Darko Huruială, Marian Politic, Angel Rababoc, Costinela Ungureanu, Mircea Mogoșeanu
Asistente de dirección: Laurențiu Tudor
Compositor: Tibor Cari
Traducción: George Volceanov
Dirección técnica: Cristian Norel Petec
Teatrul Naţional Marin Sorescu in Craiova (Rumanía) / Cheek by Jowl
Teatros del Canal (Madrid)
Hasta el 19 de enero de 2025
Calificación: ♦♦♦♦
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