Sergio Blanco explora en el Teatro María Guerrero la muerte de su madre en una de sus autoficciones más logradas

Todo el aparataje de Sergio Blanco es consabido y redundante. No es algo que solamente se le pueda achacar a él, puesto que las postdramaticidades abundan por doquier en el ansia por ser moderno. Si bien es cierto que, en esta ocasión, el fondo del asunto queda perfilado con gran elegancia. Una aproximación sutil y hermosa, sin emotivismo; pero con el dolor de víctimas, de verdugos y, en definitiva, de gente que nos traslada la pena y el sufrimiento con una mirada tan serena como elocuente.
Si la temporada anterior Wajdi Mouawad nos «autoficcionaba» la biografía de su madre, ahora le toca a este rey de las autoficciones. Esta vez la recursividad al susodicho estilo es mayor. Las ironías y las pequeñas pullas a su recalcitrante perseverancia no fallan. Su defensa, racional y tramposa, es que en la repetición surgen cosas nuevas. Otra cosa es que nos importen sus cuitas personales o las anécdotas que ni nos van ni nos vienen como pasa con tantos artistas que nos cuentan su vida y sus cotidianas vaguedades. En esta función, él está menos, y cuando está, interpretado con mucha seguridad por Sebastián Serantes, el tema flojea. Primero porque retrasan el inicio sustancial con esa recreación del work in progress del montaje, de las llamadas del director a sus actores para anunciarles la bienaventuranza de su elección. «… como con Sergio somos muy amigos». «ya había actuado en algunas obras de Sergio…»; y otras frases al uso donde se repite ─una vez más─ Sergio Blanco. ¿Qué pensarán aquellos que nunca han escuchado hablar de este tipo? Luego, discurre con su propia subtrama, una especie de paranoia sobre la pérdida de visión, uno de esos terrores acuciantes, que valen para que él se sitúe más todavía como protagonista y opaque a su progenitora. Esas visitas a la oftalmóloga no compactan fértilmente con el resto, ni aportan una poética que amplifique el meollo.
Después de captar nuestra atención con la canción «Bad Guy» de Billie Eilish, que ellos mismos cantan y tocan, nos adentramos en la investigación. Estamos en el gimnasio del liceo, un lugar diseñado por Laura Leifert y Sebastián Marrero con unos pocos elementos eficientes. Allí iremos descubriendo la impresión que causó a tres individuos la profesora de Literatura, Liliana. Ella no aparece, pero ciertamente nos la imaginamos, por ejemplo, cuando viajó con su hijo hasta Ítaca y recogió como un fetiche un puñado de tierra para guardarlo en una cajita con fervor. Esa tierra que da nombre al espectáculo y que se tiró por la ventana, permite afianzar el juego entre realidad y ficción que tanto gusta al autor. Es un sistema de verosimilitud genuino el suyo, en cualquier caso, mas no deja de ser la propia esencia del arte.
Las tres aristas o tres focos sirven como moldes de arcilla sobre los que se impuso la sabiduría de la docente. Tendremos a un joven que mató a su hermano gemelo, no sabremos por qué; no obstante, comprenderemos la moral de esa maestra que mantuvo el contacto con él, cuando toda su familia lo había repudiado. Ella sentía «piedad». Tomás Piñeiro va acomodándose paulatinamente a cierto estado de tensión. Lleva siempre encima un patín, aunque no sepa manejarse con él (es evidente) y establecerá un nuevo quiebro ficcional, pues nos habla el adulto que ha salido de la cárcel, pasados muchos años, en el cuerpo del muchacho que sostuvo el hacha.
Se intercalará la semblanza de la hija de un desaparecido (recordemos que estábamos en Montevideo). Soledad Frugone se maneja con un dominio soberbio para ajustar su rostro a las cámaras que la enfocan en esa emisión en directo sobre la pantalla del fondo. Quizás su historia, que es altamente conmovedora, no tenga el desarrollo suficiente como para que no resulte tópica. Es el relato sobre su padre asesinado durante la dictadura, que fue encontrado, como otros tantos, en la excavación de una cancha. Engancha menos en relación a la profesora, más allá del uso metafórico que se realiza con la tragedia de Esquilo, Los persas, donde los derrotados son los protagonistas.
Finalmente, Andrea Davidovics nos da una lección de interpretación, qué manera de concretar sutilmente a esa limpiadora, que aprendió a leer gracias al empeño de Liliana. La anécdota de cómo esta escribió al tozudo marido de aquella para que la dejara tomar clases es un detalle magnífico. Con ella lo entrañable de ambas mujeres con el hijo de por medio cobra mucho brío. Lo sensorial, los objetos como fetiches indelebles y la afectividad permiten que el encuadramiento de las estructuras dramáticas no deje empatizar con la interfecta, que relata cómo un borracho atropelló con el coche a su chaval.
Además de ello, la música ofrece una atmósfera cargada de significancia (sobre todo con Leonard Cohen y su Who by fire), sin embargo, creo que se ponen y tocan demasiados temas. También los Nocturnos de Chopin, sonarán y se recluirán en un casete, que nuestra invisible enseñante regaló a Lucas en el hospital.
Después de Tebas Land, El bramido de Düsseldorf o El salto de Darwin, pienso que Tierra nos puede reconfortar con el creador; aunque tengamos que soportar unos procedimientos autoficcionales demasiado exprimidos.
Texto y dirección: Sergio Blanco
Reparto: Andrea Davidovics, Soledad Frugone, Tomás Piñeiro y Sebastián Serantes
Escenografía e iluminación: Laura Leifert y Sebastián Marrero
Vestuario: Laura Leifert
Diseño de sonido: Fernando Castro
Diseño de vídeo: Miguel Grompone
Operación de sonido en vivo: Francesca Crossa
Operación de vídeo en vivo: Renata Sienra
Coordinación técnica: Paula Martell
Diseño de cartel: Emilio Lorente
Fotografía: Nairí Aharonián
Ayudante de dirección: Carolina Simoni
Asistencia de producción y tour manager: Danila Mazzarelli
Producción general: Matilde López Espasandín
Producción: Centro Dramático Nacional, Marea, Dirección Nacional de Cultura de Uruguay, Complejo Teatral de Buenos Aires y Centro Gabriela Mistral de Chile
Teatro María Guerrero (Madrid)
Hasta el 13 de octubre de 2024
Calificación: ♦♦♦
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Un comentario en “Tierra”