Markos Marín y Adolfo Fernández protagonizan este drama sobre los aprendizajes necesarios de vida firmado por Adam Martín Skilton

La figura del maestro algo crapulilla, que esconde un pesar en un ser, y que resulta tan providencial como salvífico para su alumno inesperado recorre la historia de la literatura y el cine. Adam Martín Skilton ha escrito una obra correcta, que avanza por unos cauces algo trillados; pero que nos vuelven a ofrecer unas verdades sobre la vida que parecen arrumbarse en esta sociedad que se lanza galopante a un despeñadero de caritas sonrientes. Sí que es cierto que nos hallamos ante un texto enormemente narrativo y que bien valdría como novela corta monologada (así se puede leer, desde luego). El exceso de detalles en el relato resta representación teatral y favorece el estatismo, quizás la versión de María Goyricelaya podría haber favorecido más los diálogos entre los dos colegas. Concluiremos que el director Fernando Bernués tiene cierta predilección por este género, pues sus últimos trabajos así lo reflejan (Lucha y metamorfosis de una mujer y Del color de la leche). Igualmente, como en estos susodichos proyectos, destaca la propuesta escenográfica. Aunque pienso que, en esta ocasión, todos esos cubos repartidos por el escenario restan movilidad a los actores y, además, no se logra generar la honda angustia de verlos en el mar embravecido en algunos de los momentos álgidos. Por el contrario, sí que me ha parecido muy propicia y espectacular la iluminación de David Bernués, ya que suple, de alguna forma, esa imposibilidad de imbuirnos entre las olas.
Markos Marín se afana con dominio para combinar gestos de hombría y de pusilanimidad. Hace de Nilo, un actor cuarentón y mediocre, que nos va a relatar su aventura particular para aprender a nadar con esa edad. De por qué cogió miedo cuando era pequeño y de cómo conoció a su peculiar instructor un día en la playa. Un tal Walrus, un hombre talludito, que había sido campeón olímpico. Y que Adolfo Fernández encarna con toda esa carga cazallera que le imprime a su personaje, siempre aderezada con una sonrisa socarrona, que le permite enmascarar los tragos amargos que arrastra. Es un temeroso, un valiente, capaz de arriesgar su vida por salvar a otros y sin miedo a esas aguas «abiertas». Entre ellos se trazará una amistad de esas que se forjan entre un profesor aquilatado por el tiempo y un pupilo que, en realidad, busca a un padre tan duro como comprensivo; puesto que él ha padecido a un progenitor insensible. Así lo observamos en Fernández, cuando con un simple cambio de gafas se transforma en un anciano insolente, que carece de la capacidad para sufrir con la muerte fortuita de su mujer. Si además de todo ello añadimos que a nuestro malhadado actorucho le ha dejado su novia, pues ya tenemos la composición de esta dramedia.
Aquí, desde luego, no nos encontramos con una trascendencia de carácter social como ocurría en la película Welcome (2009), de Philippe Lioret, que alguna concomitancia posee con lo escenificado en el Pavón; sino que discurre por una veta existencial y hasta sicologicista diría. Este Nilo parece que necesita un empujón, un reto sólido que le suba la autoestima y que, en definitiva, le permita madurar plenamente antes de alcanzar los cincuenta. No hay más que ver a su padre acudiendo de modo oculto a las competiciones en las que participa su hijo para apreciar algo similar al orgullo. En este sentido, se trasluce de manera fenomenal la cercanía que logran estos dos hombres, esa apertura hacia el otro, esa confianza de lo íntimo. Walrus parece atesorar esa profundidad zen en su forma de enfrentarse a la incertidumbre, al miedo que implican esas olas tan gigantes que surgen de improviso en travesías larguísimas. Afirma: «solo existe cada brazada, ni la anterior ni la siguiente, solo la que estás haciendo en aquel momento». También suelta otras frases por el estilo y, entonces, no podemos evitar recordar todas aquellas películas de artes marciales con el sensei de turno lanzando koans. Demasiado tópico, demasiada distancia intelectual y vivencial entre uno y otro. Se echa en falta algo más de apostura en el aprendiz para que el asunto tenga más consistencia.
Entre unas cosas y otras se configura un montaje cargado de buenas intenciones, que posee un remate, perdón, unos cuantos remates, que sobreexpresan esta idea. Absolutamente innecesarios, por otro lado, pues restan dramaticidad a una obra que se va encauzando demasiado.
Dramaturgia: Adam Martín Skilton
Adaptación: María Goiricelaya
Dirección y espacio escénico: Fernando Bernués
Reparto: Markos Marín y Adolfo Fernández
Ayudante de dirección: Dorleta Urretabizkaia
Diseño de iluminación: David Bernués
Videoescena: Acrónica Producciones
Servicios técnicos en gira: TARIMA Logística del Espectáculo
Música original: Fernando Velázquez
Interpretada por: Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias
Vestuario: Ana Turrillas
Fotografía: Sergio Parra
Vídeo y fotografías de escena: David Ruiz
Diseño gráfico: MINIM Comunicación
Prensa y comunicación: María Díaz
Producción ejecutiva: Cristina Elso
Una producción de K. PRODUCCIONES y TANTTAKA TEATROA
Distribución: GG Producción Escénica
Teatro Pavón (Madrid)
Hasta el 29 de septiembre de 2024
Calificación: ♦♦
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Un comentario en “El nadador de aguas abiertas”