La obra de Neil LaBute discurre por los marcos de la comedia romántica para indagar sobre la metamorfosis de las personas a través de la intervención artística

La confusión moderna entre estética y arte daría para una obra mucho más filosófica si Neil LaBute, quien publicó este texto en 2001, para después trasladarlo él mismo al cine con el título Por amor al arte (traducirlo más fielmente como Una cuestión de formas es mucho más sugerente; porque incide tanto en las convenciones culturales como en el debate formalista que se puede plantear hoy en las dramaturgias contemporáneas) no la hubiera ahormado con los clichés de la comedia romántica. Los productos de este género, previos a la explosión de las redes sociales y el uso permanente del teléfono móvil, se antojan pacatos en los modos, ingenuos en los empeños costumbristas de antaño. Todo ha cambiado en exceso en la comunicación.
En cualquier caso, nos situamos en un pueblo del medio oeste americano. El ambiente es universitario; pero se señala bastante la cortedad de miras de los paisanos, en su conservadurismo. Así se demuestra desde el inicio cuando Evelyn, nuestra protagonista, la joven estudiante que ha llegado a ese pueblucho para doctorarse, pretende vandalizar una escultura de un modesto museo local, que ha sido pudorosamente intervenida por las autoridades. Que el vigilante de seguridad, también estudiante, un pobretón (en todos los sentidos), se llame Adam, ya nos marca una directriz. He ahí la «víctima» o el «barro que moldear». A Esther Acebo le han dejado explayarse y comandar totalmente el asunto de principio a final. Todo lucimiento para ella y sin encontrarse a unos rivales a su altura. Realmente expele mucha elocuencia en el discurso que expone en el desenlace, cuando nos explica (demasiada explicación y muy larga, pues ya evidenciamos su objetivo) en qué ha consistido la tesis con la que ansía alcanzar la validación académica: un experimento, una exhibición, una boutade, ¿una inmoralidad?
No obstante, para llegar a ese punto nos vamos a demorar en el entretenimiento habitual. En los flirteos, en los diálogos corrientes de dos jóvenes que parecen atraerse; aunque cualquiera sospeche que ella sostiene un tema «oscuro» (hoy en día puede que haya espectadores que considere que la relación evidenciada es de lo más normal). Bernabé Fernández hace de pardillo, de tipo afeado que duda sobremanera de sus capacidades amatorias, y que apenas tiene nada que ofrecer a una chica tan atractiva y segura de sí misma como esa que se ha convertido en su novia. El actor carga un tanto las tintas en su falta de brío y mantiene su personaje sin excesivo margen para la acción. En definitiva, se tiene que dejar hacer, dejar transformar físicamente, con un cambio de peinado, con una «pequeña» operación de nariz y otras metamorfosis. Pigmalión de vuelta, como hemos observado tantas veces (esta vez con el poder de una Eva). Ahora, ¿qué tiene esto que ver con el arte, cuando más parece un problema estético? Pues la conceptualización del último siglo así lo santifica. No es que se entre en asuntos demasiado profundos; pero las autoficciones performativas que copan algunos centros culturales así lo declaran. A parte, claro, que el narcisismo generalizado reconvierte los cuerpos en lienzos tatuados y en espacios para el autodiseño. Por otro lado, la corriente cientificista va por derroteros diferentes y recoge el testigo de Frankenstein (fijémonos en Pobres criaturas, de Yorgos Lanthimos) para lanzarnos a la edición genética.
Luego, de manera accesoria, tenemos a una pareja conformada por Philip y Jenny. Él fue compañero de piso de Adam, un tipo algo engreído, alguien que se cree con unos conocimientos sólidos; sin embargo, se ve soliviantado con esa listilla, que ha venido de fuera a discutir sus fundamentos. Chema Coloma, además, se ve aplacado por las ínfulas de Evelyn. Peor lo tiene Lluvia Rojo, pues su papel está cargado de ñoñería y de simpleza a partes iguales. No se hallan contrastes lo suficientemente atractivos en la dialéctica que se propone y se crea un relato de distracción para regresar al motivo principal. Para ello, el director, Andrés Rus se ha entretenido, también, con las transiciones (muchas), donde «ha repasado» el disco «Crowded House» de la banda homónima. Definitivamente, los cambios escenográficos (mínimos, la mayoría de las veces) deberían ser más ágiles, pues Mónica Teijeiro se las ha ingeniado para situar unos cubículos versátiles. Después, eso sí, el vestuario de Elda García-Posada resulta más estiloso que la obra en sí.
Nosotros, que vivimos en un mundo de permanentes pretensiones trans (en tantos y tantos sentidos: corporales, sicológicos, digitales,…), nos podemos quedar a medias con un montaje así. Si no queremos, por otra parte, aceptar una perspectiva mucho más prosaica, aquella que tiene que ver con las presunciones de algunos individuos en su afán por cambiar a las personas, a sus parejas, y adecuarlas a sus gustos. Es decir, gente que no acepta los mecanismos inasibles del amor romántico (¿hay otro?) y la diatriba de la pasión-angustia. En conclusión, lo soterrado daría para mucho más e intelectualmente podría circular por aspectos más controvertidos todavía. Una cuestión de formas exigiría un esfuerzo mayor de los espectadores para descubrir otras claves; pero el tono general lleva a cierta ligereza.
Autor: Neil LaBute
Dirección: Andrés Rus
Versión: Elda García-Posada
Reparto: Esther Acebo, Bernabé Fernández, Lluvia Rojo y Chema Coloma
Diseño de iluminación: Juanjo Llorens
Diseño de escenografía: Mónica Teijeiro
Diseño de vestuario: Elda García-Posada (con la colaboración de Desigual)
Asesoría de vestuario: Mónica Teijeiro
Coordinación técnica: Andrea Rubio
Regiduría: Alfredo Rus y Jorge Rus
Cartel y diseño gráfico: Geraldine Leloutre
Vídeo: Bárbara Sánchez Palomero
Prensa y comunicación: María Díaz
Distribución: MBdISTRIBUCIÓN
Una producción de Calibán Teatro
Teatro Lara (Madrid)
Hasta el 7 de septiembre de 2024
Calificación: ♦♦
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