Festen

María Goiricelaya adapta la célebre película de Vinterberg aportándole un aire de sofisticación para un espectáculo provocador

Festen - Foto de Moreno Esquibel
Foto de Moreno Esquibel

En el año 2005, Pablo Ley subió a las tablas una adaptación de Festen, aquella película que lanzó Thomas Vinterberg en 1998 para dar a conocer los presupuestos del movimiento Dogma, que había «pactado» (el «voto de castidad») con su colega Lars von Trier. Luego, en 2007, para el CDN, fue Magüi Mira quien la emprendió con este argumento. Ambas procedían sobre la blancura, sobre esa higienización escénica que provocara el choque, cuando llegara la impudicia. María Goiricelaya le ha introducido un peculiar aire de sofisticación, por el que podemos conectar más. Un ritmo muy ágil, un gran distanciamiento a través de la elegancia y una capacidad de síntesis muy favorable para la intensidad que se propicia. Su proyecto apenas supera los setenta y cinco minutos. Y no es que haya un gran recorte frente a la película, que alcanza la habitual hora y cuarenta minutos, como las versiones teatrales antes señaladas, es que se ha adoptado uno de los lenguajes de moda en la escena contemporánea, el film performance, o actuación filmada, un híbrido entre cine y teatro que favorece la multivisión, tan razonable aquí. No solo como homenaje a la cinta, sino porque la propia celebración exige dispersión. Los planos reproducidos sobre la pared que José Luis Raymond ha situado de fondo ─la escalera en rojo que la atraviesa es de lo más sugerente e, incluso, terrorífica, cuando desciende la hermanita─ aúnan con gran dominio dramatúrgico la conflagración a la que nos destinamos. Que el montaje comience con la niña, Aiala Mariño (de unos ocho o nueve años), un espectro de anunciación, cantando por Rocío Jurado («Como yo te amo»), ya nos instala ante el simbolismo que se maneja en toda la función.

Lo cierto es que esta no deja de ser otra obra más de explosión familiar, de catarsis bestial, de ocasión cumbre a la que acudimos como en una verdadera tragedia griega, pues todos los elementos ya están en marcha y nada más nos queda esa revelación, esa anagnórisis que produzca la «limpieza» tanto de los intervinientes como de los asistentes. Demasiadas veces presenciamos espectáculos con este asunto. Sin ir más lejos, esta misma temporada hemos podido disfrutar de Un delicado equilibrio, de Edward Albee, o Tan solo el fin del mundo, de Jean-Luc Lagarce. La lista es gigantesca. Digamos que esta vez se va más allá en lo tortuoso y que es de una radicalidad asfixiante. Y cómo no observar el mismo esquema ─sí, todos pensamos en Shakespeare─ empleado en la serie de la HBO Succession (no hago ningún descubrimiento, desde luego). Los dos hermanos son tal para cual. La endeblez (justificada) de Ken-Christian-Jon, el mayor, que ha llegado al sexagésimo aniversario del patriarca, al hogar de ese potentado, disfrazado de flamenco (animal), porque ha confundido la temática, resulta insuperable. El daño está hecho y Aitor Borobia (fíjense en Jeremy Strong) posee el rostro y el cuerpo idóneo del tipo consumido por la angustia amasada en los años. El intérprete ejecuta su plan con perfilada premeditación. Lo extraordinario es observarlo en el esfuerzo de la valentía, sin abandonar nunca la tristeza; aun cuando debe adquirir tonos más sentimentales en su conexión con Ana, la secretaria embarazada, que Ane Pikaza interpreta con una equilibrada ternura. Después, el pequeño, Roman-Michael-Miguel, nos coloca a un Lander Otaola que se puede permitir la desfachatez más vesánica desde el primer instante y nos deja sondear una oscuridad casi genética. Al extremo que llega con su mujer es apabullante, un abuso permanente, que ella termina por asumir, sortear y hasta revitalizar con sus propias dosis de insania (Olatz Ganboa, recrea un patetismo sofocante). No hay más que verla acostándose con la otra hermana, una Sandra Ferrús, que parece que se posiciona en terreno de nadie, un punto de unión acibarado, ahormada por sus propios vicios, por sus propios fracasos amorosos. Efectivamente, su entrega física en escena es de las más insinuantes. Y es este punto corporal uno de los aspectos más destacados de la pieza. La animalidad en el enfrentamiento y, por supuesto, el contraste que supone su impulso festivo con las coreografías más chocantes, pues no solo se afanan con el «Me maten», de C. Tangana, en compadreo con los Carmona (y otros, como Kiko Veneno). El tema es coherente en grado sumo, además de irónico, en esa danza que abre una deriva espectacular muy interesante en relación al gregarismo familiar. A continuación, recurrir al «Party Rock» de LMFAO, es más boutade; aunque sirva para apuntalar la distorsión entre la realidad y los efluvios de engreimiento nihilista.

Otra cuestión bien distinta es que se apueste por lo orgiástico en un momento determinado, lo que implica una apuesta más firme por esa corporalidad a la que me refería antes. De esta manera, los personajes se expresan con sus pulsiones más básicas hasta el punto de adoptar el papel más lógico. Así observamos cómo tanto gerente de la empresa, Germán; como el asesor, Íker, nos muestran a un Mikel Martínez y a un Egoitz Sánchez, respectivamente, serviciales hasta el límite de la sumisión, ya sea moral o sexual. También acentúa la atmósfera de dislocación, los olvidos, tan simbólicos, de Begoña, la tía, que Loli Astoreka encarna con displicencia.

En lo alto de la pirámide, por supuesto, se encuentra Javier, el anfitrión, el poderoso, un Alfonso Torregrosa que se planta con suficiencia ante las invectivas de su hijo, mientras el resto asiste anonadado a esas revelaciones tan degradantes, a esas descripciones insoportables sobre las violaciones cometidas contra esos mellizos cuando eran unos infantes. Ahora, han pasado los años y Lucía se ha suicidado unos meses antes. La madre, Isabel, intentará salvar su honor en el último fragor de modo desesperado. Ione Irazábal discurrirá con algo de inseguridad para completar ese conjunto tan repleto de inquina.

Es este un montaje muy valioso, capaz de conjugar distintos elementos escénicos muy atrayentes y desde una concreción atinada, que nos aleja de la pura imitación e incluso del tedio, sin perder un ápice de complejidad. Así que María Goiricelaya, después entregarnos esta temporada su controvertido Altsasu y de reponer su Yerma, prosigue su andadura dramatúrgica con firmeza.

Festen

Autores: Thomas Vinterberg, Mogens Rukov, Bo hr. Hansen y David Eldridge

Adaptación: Lucía Astigarraga y María Goiricelaya

Dirección: María Goiricelaya

Reparto: Aitor Borobia, Alfonso Torregrosa, Lander Otaola, Sandra Ferrús, Ione Irazabal, Ane Pikaza, Olatz Ganboa, Egoitz Sánchez, Mikel Martínez, Loli Astoreka y Aiala Mariño

Diseño de espacio escénico: José Luis Raymond

Diseño de iluminación: David Alcorta

Diseño de vestuario: Azegiñe Urigoitia

Composición musical: Ibon Belandia

Diseño de espacio sonoro: Ibon Agirre

Movimiento escénico: Alberto Ferrero

Visuales: GHEADA

Caracterización: Ana Vega, Patricia Aydillo y Araitz Pildain

Ayudante de dirección: Eider Zaballa

Una coproducción de Teatro Arriaga y Teatro Español

Naves del Español en Matadero (Madrid)

Hasta el 9 de junio de 2024

Calificación: ♦♦♦♦

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