La adaptación de esta obra de Dario Fo sirve para realizar una sátira chabacana con el rey emérito en el Teatro Fernán Gómez

Si se ha abierto la veda con el emérito ─véanse Breve historia del ferrocarril español o El Rey que fue─ es porque empieza a estar amortizado y ya se piensa en él como en una reliquia. Creo que ahora estamos en otra cosa. Distinto asunto sería, por lo tanto, una sátira sobre nuestro insigne líder supremo, el cual ya sostiene episodios épicos y populistas, hipócritas y victimistas, a partes iguales, con lo que sería él quien debería sufrir un poco de candela teatral. A no ser que se aspire a caricaturizar a algún plutócrata, de esos que auténticamente te pueden hacer desaparecer, incluso aquí, en España. O sea, que se trasladara a escena la verdadera enjundia moral que sostenía la obra original de Darío Fo, Clacson, trombette e pernacchi, donde se establecía la hipótesis sobre lo que hubiera pasado en Italia si, en lugar de secuestrar a tiros a Aldo Moro, se hubiera hecho con un magnate como Gianni Agnelli, presidente de la Fiat. ¿Se hubiera accedido, entonces, a negociar con los secuestradores como no se hizo con el mandatario italiano? No encontramos paralelo sobre el escenario en relación a nuestro país. Lo que hallamos es una pantomima vergonzosa, un espectáculo de aire televisivo, hortera, evidentísimo y zafio. Con un humor aparentemente provocativo; pero que está más que asumido y que no provoca la más mínima inquietud en nadie.
Santiago Sánchez ha vuelto sobre la obra que montó en 1992 para darle una atmósfera profundamente populista. Esta obra, conocida como La mueca del miedo, ya había tenido otras versiones a lo largo de los años desde su estreno. Más allá del trasfondo comentado, se comprueba enseguida el recurso al tópico de los gemelos. Nos podemos retrotraer a Plauto, quien en Anfitrión o en Los dos Menecmos (que inspiró La comedia de los errores, de Shakespeare) empleó el truco. Nada que no hayamos comprobado en otras tantas películas como aquella, por ejemplo, titulada Cara a cara, de John Woo, que tuvo cierto éxito de taquilla. En fin, los equívocos para provocar la risa en toda una serie de situaciones.
Coloca el versionador un breve diálogo que sirve de introducción explicatoria, un tanto enrevesada, sobre la situación en la que se encuentra Antonio, nuestro gran protagonista. Juan Gea toma este personaje (y luego su doble) con tono picantón, con bonhomía apreciable y con esa cercanía que al público tanto gusta. Le suelta su peripecia a su joven novia, una María Chiner que todavía aguanta su rol en los primeros embates; pero que después perderá fuste, cuando la ex cobre brío y saque la socarronería ingenua tan necesaria para estas farsas repletas de engrudo. Porque Lola Moltó será, a la postre, quien se apodere del discurso más irrisorio. La actriz se empleará a fondo para propiciar agilidad a unas escenas que se concatenan con velocidad. Comentará, entonces, nuestro mecánico de la Zarzuela, que se había visto envuelto en una «movida» extravagante, con disparos, con un hombre empotrado sobre la luna de un coche, que él mismo se encargó de rescatar. Ese hombre es Juan Carlos I, al que aquí se alude con unos gestos y unos ruiditos que simulan una corona. Todo, insisto, es tajante. Aquí no hay metáforas, aquí se va de frente, de una manera patética, sin una elaboración curiosa, que nos permita elucubrar con asuntos más turbios. Ni siquiera luego, cuando los espías se esconden detrás del televisor.
Así que nos destinaremos al hospital para comprobar cómo el monarca está desfigurado y completamente escayolado (sustituido por un cutre monigote). Allí todos piensan que es el currante, de quien han encontrado la documentación en su chaqueta. Por eso el lío será el esperable; con un inspector de policía que interpreta Rafa Alarcón, impostando su seriedad; un juez que se llevará un par de pistoletazos, encarnado por Carles Castillo con pocas frases; mientras el doctor, Carles Montoliu, quien ofrece más comedimiento, intenta poner orden en el asunto. Un correcalles con espacios diferentes casi indistinguibles y una sarta chistes sobre nuestro presente que sonrojan a cualquiera con su literalidad. Actualizados (el descansito de cinco días de nuestro presidente) al gusto del consumidor menos avezado y más necesitado de un batiburrillo supuestamente cómico. Nada verdaderamente político, nada que afecte a nuestra inteligencia; puesto que ni se aspira a tocar los engranajes del sistema.
¿Qué sátira hay si no hay crítica, ni ofensa? Llega tarde todo esto. Los artistas deben ir a la vanguardia en los planteamientos políticos. Si, como ha ocurrido en nuestro país, la prensa se dedicó a tapar los tejemanejes de nuestro emérito, ya fueran a nivel erótico-sentimental o económico, lo adecuado hubiera sido que los dramaturgos hubieran actuado en consecuencia. Véase a los propios Joglars, en su momento, con Pujol.
Este Descarados es un cómic a la antigua. Un Zipi y Zape con burlas desenfocadas y una forma de teatro populista, donde se hace leña del árbol caído. Demasiado facilongo todo. Si a ustedes les divierte, pues nada.
Autor: Darío Fo y Franca Rame
Dirección y versión: Santiago Sánchez
Reparto: Juan Gea, Lola Moltó, Marta Chiner, Rafa Alarcón, Carles Montoliu, Carles Castillo y Víctor Lucas
Traducción: Carla Matteini
Ayudante de dirección: Víctor Lucas
Diseño de escenografía: Dino Ibáñez y Miki Mappin
Realización de escenografía: Pascualín Estructures, S.L.
Diseño de iluminación: Kique Mañas
Diseño de vestuario: Gabriela Salaverri
Ayudantes de vestuario: Rosalía Miota y Laura Ausgutín
Utilería: Enric Juezas
Coordinación técnica: Kique Mañas
Música: Víctor Lucas, Aínda Nao, Al Tall
Ilustración: Gallego y Rey
Fotografía: Vicente A. Jiménez
Diseño gráfico: MINIM Comunicación
Redes sociales: Virginia Berlín
Prensa en Comunidad Valenciana: Pilar Blanco
Prensa nacional: María Díaz
Regiduría y gerencia en gira: José Rodríguez
Producción ejecutiva: Camino Lapresta- Paula Esquembre
Teatro Fernán Gómez (Madrid)
Hasta el 2 de junio de 2024
Calificación: ♦
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