La lucha por la vida

La adaptación de José Ramón Fernández sobre la trilogía de Pío Baroja se envuelve en un tono excesivamente caricaturesco

La lucha por la vida - FotoQue la empresa, a priori, era arriesgada eso es más que evidente y, por eso mismo, la producción parece que debiera haber sido más acorde con el magno planteamiento. Porque la factura se torna macilenta, pobre y repetitiva. Una especie de quiero y no puedo permea el ritmo. Conviene comparar este montaje con El laberinto mágico, la adaptación del ciclo novelístico de Max Aub que José Ramón Fernández hiló para que Ernesto Caballero lo dirigiera en el CDN. Evidentemente, son historias muy distintas; pero la ambición inicial posee elementos similares en cuanto a su magnitud y a su longitud. Pienso que el versionador, en este caso, no ha estado tan fino a la hora de reducir o, incluso, anular la presencia del propio Baroja (trasmutado en ocasiones en el Unamuno más nivolesco, con esos guiños metaliterarios infunde) que encarna Ramón Barea. Sus descripciones, sus acotaciones valen para que tomemos aire; aunque también para que el dinamismo se resienta.

Y es que parecía fundamental que el protagonista tuviera más consistencia. Este Manuel Alcántara, un chaval de un pueblo soriano, que viaja hasta Madrid, para encontrarse con su madre, la Petra, quien trabaja de sirvienta en una pensión, nos deja a un Arnatz Puertas que gana mucho en su interpretación en la segunda parte. Puesto que inicialmente se topa con un ambiente dickensiano algo pacato, que debe compactarse con toda una serie de personajes caricaturizados. O sea, se intenta hacer convivir dos estéticas que no llegan a funcionar del todo. Ese distanciamiento brechtiano, plagado de seres esbozados, planos, maquillados con expresionismo, vestidos con insistentes retales, que Betitxe Saitua remarca hasta la saciedad, para, además, adentrarnos en el vodevil, en el circo y en el mundo prostibulario, y toparnos con pillos como el que interpreta Leire Ormazabal con macarrismo.

Alcántara se ve entre fantasmas. Él se expresa con corrección, con cierto nivel educativo, con una entonación excesivamente neutra, que contrasta con unas impostaciones de voz demasiado llamativas (y siento que algo ridículas). Esto se percibe mucho cuando las actrices se invisten de hombres o cuando ellos remarcan con chulería matritense su zafiedad. Son tantos y tantos los personajes en ese camino de determinismo, mientras el muchacho encuentra acomodo y se le cae el pelo de la dehesa en una zapatería y luego en una imprenta de donde salen la multitud de periódicos en aquellos albores del siglo XX, que la trama se deslavaza por momentos. Por eso, insisto en que me sobra el narrador, y me falta algo de naturalismo donde insertar diálogos más proteicos, más duros, tajantes y adustos, que son marca del barojismo. Esa densidad que en las novelas se va creando a machetazos de realidad aquí resulta algo juvenil y disuasorio. No se halla una sordidez más acuciante. Después, según vamos llegando a Mala hierba con toda esa pobreza insoportable, el desamor, vivir casi en la calle, tirado, recurriendo a amigos como Roberto Hasting, el hombre acción, atrevido, que, incluso, participa económicamente en algunas iniciativas comerciales del antihéroe, ofrece un contraste, un hálito. Finalmente, con Aurora roja, la tercera novela y, en escena, el largo epílogo, parece que la sustancia del acontecimiento crece. Principalmente, porque el protagonista va tomando conciencia política. El anarquismo incipiente de aquella España brinda revulsivos revolucionarios, con toda la experiencia francesa a las espaldas de la historia. Se conciben acciones claramente violentas dada la situación tan precaria en la que viven. Los bajos fondos de la gran ciudad causan una asfixia intolerable y una desesperanza que aumenta con el apoliticismo de la sociedad. Descubrimos el ímpetu de Olatz Ganboa con sus arengas subyugantes. También continúa Itziar Lazkano garantizando en su colección de papeles una apostura magnífica.

Por otra parte, ese muro que ha situado José Ibarrola al fondo, con algunas ventanas y una puerta corredera que pretende ser versátil, acaba ofreciendo una visión un poco plana para tres horas de duración. Es decir, dejar al muestrario de caracteres a la intemperie de un escenario que terminamos por contemplar casi vacío. O sea, falta un atractivo visual que mejore la atmósfera. Esta se ve constreñida por distintos elementos que no se conjugan a favor, sino como rémoras que se arrastran a lo largo del espectáculo. Claro que se pone mucha carne en el asador; porque, además, tenemos videoproyecciones (a cargo de Ibon Aguirre), toda una serie de sombras que nos dan idea de situaciones cruentas en las zonas más depauperadas de la urbe. Y la música, por supuesto, que demuestra un gran trabajo ─enorme─ de Adrián García de los Ojos, con pasodobles, habaneras o chotis. Ya que Barea, en su dirección, ha buscado denodadamente la diversión; sin embargo, a mí me parece que ese es un camino un tanto confuso para el cometido esencial que es, precisamente, «la lucha por la vida». El pesimismo barojiano con la gran influencia que supuso para él la filosofía de Schopenhauer, que se ve más claramente en su obra maestra, El árbol de la ciencia, se contempla en el trasfondo que uno debe suponer más que en la representación en sí.

Trasladar una trilogía con tantos vericuetos, con tantas descripciones y avatares en una función teatral supone un atrevimiento gigantesco. Se deben valorar esos destellos de gran historia, de memoria de nuestro país y de itinerario vital por calles y barrios que han cambiado tanto en nuestra capital. No obstante, el despliegue artístico no acaba de ajustarse a los parámetros del novelista Pío Baroja.

La lucha por la vida

Autor: Pío Baroja

Adaptación: José Ramón Fernández

Dirección: Ramón Barea

Reparto: Ramón Barea, Aitor Fernandino, Olatz Ganboa, Ione Irazabal, Itziar Lazkano, Sandra Ortueta, Alfonso Torregrosa, Leire Ormazabal, Diego Pérez y Arnatz Puertas

Diseño de espacio escénico: José Ibarrola

Diseño de iluminación: David Alcorta

Diseño de vestuario: Betitxe Saitua

Diseño de espacio sonoro: Adrián García de los Ojos

Audiovisuales: Ibon Aguirre

Una producción del Teatro Arriaga

Teatro Español (Madrid)

Hasta el 14 de abril de 2024

Calificación: ♦♦

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