El chileno Guillermo Calderón recupera su obra sobre la memoria de la dictadura en un montaje de gran concentración dialéctica

Viene muy a cuento recuperar esta propuesta estrenada allá por 2011 ahora que se cumplen 50 años del golpe de estado en Chile. Es uno de los más terribles acontecimientos ocurridos en América que mejor se mantiene en la memoria, al menos en España (a pesar de que compita en efeméride con el otro 11S). Mucho ha hecho el cine, sin ir más lejos, no hace mucho se ha estrenado 1976, de Manuela Martelli, que tiene a la dictadura de fondo; o Machuca (2004), recuerdo. Pero también el teatro, pues Shock 1 recreaba documentalmente ese atentado ─recientemente se ha podido ver allá en Santiago. Esto es importante─.
Nos encontramos con una maqueta de una casa aposentada en el medio de una mesa rectangular. La escenografía, a diferencia de otras adaptaciones de este mismo montaje, se presenta muy simple en los Teatros del Canal. Carecemos de elementos más naturalistas que nos permitan conectar con aquella historia. Tres mujeres llamadas Alejandra (recordemos que este nombre procede del griego alexein, que significa proteger), que tienen 43 años, que visten (esto es un poco ridículo) de rojo, verde y azul, y que deben decidir qué hacer en Villa Grimaldi, ese terrible centro de detención militar en el que hubo tortura, violaciones, asesinatos; y donde estuvieron encerradas miles de personas, entre ellas, la más célebre, la expresidenta Michelle Bachelet. Todo esto remite a un hecho verdadero sobre la recuperación, por parte de un movimiento social, de aquel lugar. ¿Convertirlo en un museo, reconstruirlo o dejar crecer la hierba para reconfigurar un espléndido parque en el que reunirse vitalmente a merendar?
Un espectador español, desgraciadamente, creo, se perderá en los detalles. Como también nos ocurre con esas poquitas piezas teatrales que remiten a nuestro repugnante franquismo. Hemos caído tanto en el olvido y es tanta la ignorancia en las nuevas generaciones que lo mismo da ser de España que de Chile, nos toca empezar casi de cero. Los ecos que nos llegan de allá rezuman más pundonor que acá. En cualquier caso, las tres intérpretes demuestran vivacidad y frescura en el caos, a veces. Más convincente resulta comprobar que, si bien al principio, parece que prima el azar, la cotidianidad, la sencilla votación; luego se nos deriva a una especie de plan estratégico. Se nos lanza un aparente mcguffin que después se convierte en un auténtico símbolo: «Marichiweu», palabra mapuche que se traduce como «diez veces venceremos», y que aparece escrita en las votaciones.
Franscisca Lewin es la más torticera de las tres, la más aviesa, y consigue despistarnos hábilmente con su capacidad para el encubrimiento de su propia biografía y de sus intenciones finales. Es muy certero cómo acaba por envolvernos en el desenlace con algo más íntimo que nos revela en las demás unas vivencias emotivas, que se quedan en suspenso; pero que el espectador, sobre todo el chileno, que habrá escuchado cientos de relatos así, podrá reelaborar. Apuesta por plantar pasto, es decir, césped. Anteriormente, Carla Romero, que es la más agresiva, la más punzante a la hora de malmeter, elabora la idea del museo. Por su parte, Macarena Zamudio, que tiene un papel más equidistante, y que, incluso, adopta una postura de mediadora, afirma que prefiere reconstruir la Villa. La tres interpretan con enorme credibilidad sus roles e interactúan con un ritmo idóneo. En esto, Guillermo Calderón ha logrado una dirección muy vigorosa.
Esta obra, ante todo, es relevante por las víctimas, eso siempre; pero, además, desde el punto de vista político, es el ejemplo claro de cómo actúan los grandes poderes, el Imperio (ya sé que eso del imperialismo queda hoy muy rancio); aunque no estaría de más recordar que detrás de cada una de las dictaduras de cada uno de los países hispanoamericanos ha operado Estados Unidos. Pura doctrina Monroe. Conviene recordarlo, ahora que nos mantenemos en esa perpetua diatriba entre los buenos y los malos. Los nuestros y los vuestros. Muestra de cómo se ejecuta el plan neoliberal «por la fuerza» (sin seducción consumista, diríamos).
Yo no sé si el dramaturgo tiene, en el fondo, alguna intención de reflexionar acerca de la función del arte; pero me parece evidente que este espectáculo posee una veta metaartística (podríamos decir) sobre el sentido utilitario del horror por parte de los artistas; o sea, cuando se corre el peligro de que, pasado el tiempo, se olvide el fundamento y quede el monumento, únicamente, con sus valores artísticos vaciados. Esto se toca; sin embargo, ellas ─y este es un buen detalle─ no son unas expertas o unas filósofas, se está dejando que sea una deliberación de democracia radical. Qué sientes, qué piensan, qué les parece como víctimas que son (que descubriremos que son). ¿Un futuro museo que se llene de artefactos para mayor gloria del artista, aunque en nada tengan que ver con lo que pasó? ¿Un centro de arte contemporáneo dispuesto a los caprichitos snobs del mercado, cuando aquello se asienta en un ataque contra las pretensiones socialistas? Si se reconstruye tal y como era, la maldad se puede convertir en un fetiche ─pongo de ejemplo una de esas imágenes virales de turistas haciéndose selfies en una visita a Auschwitz─.
Pienso que, poco antes de la resolución, el drama decae; porque uno entiende que de ahí no se sale, que el mecanismo enrevesado de los debates, por el cual uno empieza a cargar de emoción y de trampa (cada vez que una se va al baño es una oportunidad crear cizaña) e introducir falacias. Lo cierto es que las tres conllevan una gran razón para involucrarse; a pesar de ello, se encuentran ante esa dificultad para materializar la herida moral, para que todas las personas que han padecido un daño sientan que ese sitio las va a representar. Y cada uno tendrá su visión.
Quizás entre algunos guiños humorísticos y el enredo propio de la discusión concluya soterrada la historia más profunda, aquella a la que realmente se quiere remitir. Se provoca un doblez paradójico. Convengamos, especulo, este paralelismo: la forma definitiva de la villa debe contribuir denodadamente a la memoria; pero igualmente la propia obra teatral, con este procedimiento de disputa, debe favorecer que evoquemos lo acontecido. En parte se logra; no obstante, hay un punto de distanciamiento y embrollo que no termina de laminarse. En cualquier caso, es un montaje que nos involucra intelectiva y emocionalmente.
Dirección y dramaturgia: Guillermo Calderón
Asistencia de dirección: María Paz González
Elenco: Francisca Lewin, Macarena Zamudio y Carla Romero
Diseño integral: María Fernanda Videla
Producción: María Paz González
Villa es una coproducción Fundación Festival Internacional Teatro a Mil
Teatros del Canal (Madrid)
Hasta 11 de noviembre de 2023
Calificación: ♦♦♦
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Un comentario en “Villa”