Juan Ceacero actualiza la obra de Ferdinand Bruckner en la Sala exlímite, para redundar en las similitudes que aún se mantienen
Pasar de 1923 a 2023. Y hacer que La enfermedad de la juventud, de F. Bruckner, nos parezca aún vigente. En el fondo seguimos con lo mismo; aunque en los últimos años la oleada neopuritana llegada directamente de los imperialistas Estados Unidos se nos haya inoculado por la izquierda. Por esto, paradójicamente, parece no una obra enfocada en nuestro año sino, quizás, en 2013. Comprendo que esto es ponerse muy tiquismiquis; no obstante, estas chicas hoy nos soltarían otras soflamas a la cara, algunas de esas que se repiten hasta la saciedad en TikTok y otras performances del montón; y que tendrían que ver con el consentimiento o con el deseo no deseante o con el follar con empatía o «con el yo quería, pero resulta que no». En fin, lo que en su momento fue la abulia o el mal del siglo (XIX), ahora es purita depresión. Han desaparecido los rituales. Por lo visto en los próximos meses España ya no será mayoritariamente católica. La desmemoria abunda, la incultura se transmite por esporas a través del aire a la inmensa juventud, y la futura élite no será la generación mejor preparada de nuestra historia.
Insisto, todo en la función podría ser más patética. Yo creo que la adaptación de Juan Ceacero se queda un tanto corta en cuanto a la caricatura. Pienso que merecería ser más grotesca, si de lograr la catarsis del espectador más novel se trata. Posee una leve pose anticuada con el «Cadillac solitario», de Loquillo, en el karaoke; algún tópico en la efusividad con el «Bad Romance», de Lady Gaga (demasiado explotado ya). Por no entrar en ese reguetón rancio del «Dale don dale», de Don Omar. Es decir, da la impresión de tener un pie en décadas pasadas.
Nos situamos inicialmente en un piso compartido de tías. En relación al primer impulso, algo de aceleración, con cierta ansia por marcar al personaje, luego se observa una mejora general, una redondez. Inés Collado es la que se va quedando sin carácter; pero responde con soltura. Sin embargo, es Micaela Portillo quien debe exprimir ─y lo hace con un aporte tanto físico como emotivo muy consistente su papel hasta el punto de trasladar al prototipo de madre-novia, con el síndrome de Wendy, a mujer en crisis catatónica. Esta María representa a la chica seria y responsable, una profesora, que procura vestir con elegancia y que tiene que claro lo que es el deber. En su firmeza de convicciones está su destino y su creencia. Como sabemos, esto tiene mal encaje con el artista. Este es un Daniel Guerro, que hace de Bruno, un performer amanerado; aunque mejor diríamos que infantilizado, con gestualidad de petimetre. El niño, el narcisista que debe ser cuidado. Su pulsión en escena es de lo más coherente, lo que nos aproxima más hacia nuestro mundo de gente que ha perdido el oremus por creerse auténtica. La autocreación alimentada únicamente de su propio yo que, a la postre, es tan insignificante como débil. Resulta, además, gracioso en su representación estrafalaria.
En paralelo tenemos otro recorrido con similar destino. Por lo visto, aquí, la metateatralidad es más metarreal que en otras ocasiones, pues Paula Varela canta de verdad una canción suya ─tan indistinguible de otras a la moda (una desgraciada paradoja respecto de lo que ocurre en la obra)─. La actriz va tomando confianza y en su propia actuación musical, con la consabida coreografía ─si no fuera en serio, sería igualmente autoparódica─, parece bastante resuelta. Ella es Lucy, una jovencita seducida por el gran malhechor, un Mefistófeles cínico que Daniel Jumillas interpreta con una extraordinaria posee macabra, que ha practicado en otras propuestas (véase Juegos para toda la familia). Un chulo, alguien que empuja a su víctima por los tortuosos caminos de alguna plataforma de voyerismo porno que podemos identificar con Only Fans. Venderse corporalmente en demasía, para luego vender tu música. Así funcionan las redes sociales en tantos sectores. Y él, después, a por otra, en su Tínder particular.
Estas vías de nihilismo desnortado suponen ejemplos magníficos de nuestra contemporaneidad. Así que María, cuando ve que Bruno se ha largado con Irene (encarnada por Mercedes Borges con una amalgama de contradicciones bien expuestas), se hunde. No tiene base, ni madurez. Nada sólido la sustenta. Por eso, uno hacía tiempo que no escuchaba aquello de que «necesitan» a los hombres. Que se entregue en un acto de rebelión lésbico (hoy es poco revelador) al cuerpo de Desirée no deja de ser una redundancia vacua. Reconozcamos, por supuesto, que María Martínez Rivas demuestra una energía sobresaliente y que mantiene con gran solvencia sus ínfulas de principio a fin.
Por otra parte, la pieza termina por hacerse un poco larga. Cuando parece que se ha alcanzado el clímax, el aterrizaje se hace moroso (casi dos horas y cuarto). Se quieren cerrar demasiados cabos sueltos. No obstante, el epílogo nos destina a la catástrofe pertinente y al desenfreno sexual. Esa es, al fin, la dicotomía. La tercera vía sería el esforzado proceso de madurar. Quizás ya no es tiempo de eso, sino del opio.
Juan Ceacero ha logrado permear su montaje de hiperrealidad para esputársela en la cara al público más joven. Podemos, en definitiva, tomar el espectáculo como la segunda parte del díptico iniciado por Cluster. Resulta, así, muy conveniente, por lo tanto, sondear esta imparable «enfermedad».
Autoría, dramaturgia y dirección: Juan Ceacero
Creado e interpretado por: Mercedes Borges, Inés Collado, Daniel Guerro, María Martínez Rivas, Micaela Portillo, Daniel Jumillas y Paula Varela
Asistencia a la dirección artística: Carlos Ponce
Diseño de iluminación: Álvaro Guisado
Diseño de escenografía y vestuario: Berta Navas
Fotografía: Carla Maró
Comunicación y vídeo: Inés Sánchez
Producción: La_Compañía exlímite
Sala exlímite (Madrid)
Hasta el 8 de octubre de 2023
Calificación: ♦♦♦
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