El Colectivo [1690] realiza una sugerente perfomance a partir del poema de sor Juana Inés de la Cruz para aproximarlo al estado de ansiedad contemporáneo

Todo un atrevimiento acercarse a este célebre poema gongorino de sor Juana Inés de la Cruz para desarrollarlo performativamente. Sí que, por supuesto, Los empeños de una casa ha tenido distintas puestas en escena, como la que pudimos disfrutar en el Teatro de la Comedia hace cinco años; pero enfrentarse a una composición lírica tan compleja como el Primero sueño es otro asunto.
Paula Grande ha tomado una perspectiva que se aleja de los presupuestos esenciales de la monja, pues esta pretendía —según las interpretaciones más habituales— realizar un viaje onírico como forma de conocimiento. En la Nave 73 más bien se parte de una angustia existencial, de la ansiedad laboral, del estrés que impregna a nuestra sociedad de manera acuciante. El PAUSE del título definitivamente va por los derroteros de la meditación trascendental. No puedo afirmar que esto sea enteramente una traición al texto original; no obstante, sí que devalúa, en cierta medida, un camino filosófico de mayor enjundia.
Nos encontramos inicialmente con Sole Barderas sentada frente a una mesa, comiendo uvas y queso, bebiendo vino; aunque no parece dispuesta a ninguna bacanal («a la deidad de Baco inobedientes»). Ella es Angélica, una publicista que ha quedado con uno de sus colaboradores, con quien resulta que podría tener un affaire, sino fuera tan estricta, tan metódica y, en definitiva, tan neurótica. Clave esta última de su salud mental mellada. A esta escena primera le falta fluidez y atractivo, posee unos diálogos algo acartonados y extravagantes, cuando deben dar indicio del discurso que vamos destinados a continuación. La Coca-Cola se asume como símbolo de ese momento de frescor, de calma, de tranquilidad, también de chute de cafeína que te da un poco más de vidilla para seguir y seguir trabajando. ¿Qué campaña deben formalizar sobre tan emblemático producto? Asumamos que nuestra protagonista se adentra en una ensoñación de manera muy abrupta, quizás el colapso que se esperaba ha llegado. Gana mucho esa escena con el gesto de huida, donde se lleva consigo todo el mantel puesto. Luego, Barderas tiene la oportunidad de demostrar sus dotes como bailarina y su agilidad gimnástica, a lo mejor podría haberse aprovechado más este talento a lo largo de la función; para completar un texto abstruso.
Lo que sí me parece un pegote de la dramaturga es que induzca a los espectadores al sosiego a través de un pequeño ejercicio de relajación. Es como si le hubiera inspirado la dormidera de Tuñón en el auto sacramental de La vida es sueño, que hace unos meses obnubiló al personal. Es confundir los términos, cuando la autora se debería haber esforzado en que sus declamaciones hubieran tenido alguna claridad expresiva dentro del oscuro barroco. Es decir, la poesía de sor Juana puede resultar absolutamente inane si este no concede algún asidero dramatúrgico más evidente, para que el público pueda intuir por dónde se discurre. Ya que derivarnos a ese espacio «sublunar» (la influencia platónica es bastante clara) exige de nosotros ponernos en alerta para desencriptar una alegoría que redunda en el hermetismo del erudito Atanasio Kircher. Pasar de la «chispa de la vida» a esta oscuridad cosmogónica es inviable. Por lo tanto, lo que se recita —con cierto nerviosismo— queda evaporado.
Afortunadamente otros muchos elementos escenográficos y sonoros nos permiten conectar con el acontecimiento. Primeramente, con gestos como el de Achamán González, el pretendiente, el tal Gregorio, publicista también, quien se tapa el rostro a lo Magritte. Que nuestra heroína se adentre en el sueño investida por su animal totémico, aceptemos un jaguar, y que vista de amarillo nos induce a un itinerario de tintes dantescos. Luego, con el lecho de girasoles o, después, con las trenzas que terminan por desovillar su entuerto vamos agrupando imágenes para trazar un mapa mental.
Él se maneja con encanto donjuanesco en ocasiones, ella, esquiva. Ambos rebuscan en la luz, que es el símbolo absoluto de toda la obra («…quedando a luz más cierta / el mundo iluminado, y yo despierta».). A ella llegan, además, con esos fluorescentes que van ofreciendo diferentes tonalidades mientras resuelven las dudas, y los cuerpos se hallan hasta que se confían al amor. Porque aquí el triunfo del sol, para esa alma atormentada, no está tanto en el ansia de conocimiento que tenía sor Juana, sino en la comprensión de nuestra Angélica frente a la insensatez de una vida sin espacio para el disfrute o el cariño, para salirse del ritmo desaforado de su empleo.
Más enrevesadas, quizás sobrarían, son la alusión a un colega muerto de Gregorio, o esa sesión de espiritismo no del todo compacta. Quiero decir que el montaje mejora cuando la música, ejecutada en directo —también los sonidos selváticos— por Álvaro Mansilla (una electrónica que trabaja mucho con la recursividad de los samples, que aumentan generosamente la conciencia onírica), nos deja ver cómo la pareja realiza su viaje astral, una vez asumimos que las metáforas evocadas se nos escurren en el entendimiento.
Insisto en que me parece valioso este espectáculo; aunque no estoy tan seguro de que el espectador haya captado los distintos motivos puestos en juego si no conoce el poema de referencia. Estoy convencido de que la obra se irá engrandeciendo. Es un reto enorme; y merece seguirle la pista.
Dirección y autoría: Paula Grande
Dramaturgia: Paula Stilstein
Ayudantía de dirección: Elisa Bruck
Intérpretes: Achamán González, Sole Barderas, Álvaro Mansilla y Paula Grande
Diseño de escenografía: Jorge Vila y Paula Grande
Diseño de iluminación: Jorge Vila
Espacio sonoro y música en directo: Álvaro Mansilla y Paula Grande
Asistente de vestuario: M. Ángeles Blandín
Asesoría de verso: Íñigo Rodríguez-Claro
Asesoría de movimiento: Sole Barderas
Fotografía: Carla Maró
Colectivo [1690]
Sala Nave 73 (Madrid)
Hasta el jueves 6 de julio de 2023
Calificación: ♦♦♦
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