El gran mercado del mundo

Xavier Albertí tamiza la religión del auto sacramental calderoniano para hablarnos sobre los mercados actuales desde un cabaret

Foto de May Zircus

A veces, los cambios históricos no aceptan bien las modernizaciones de los clásicos o de esas piezas que en otro tiempo tuvieron una significancia. Un auto sacramental como El gran mercado del mundo ―dentro de su brevedad y de que tiene más de diez personajes, lo cual puede suponer un problema a la hora de llevarlo a escena― se presenta ante una sociedad en apariencia secularizada. Pretender que si se usurpa el contenido enteramente religioso va a quedar el mensaje acerca del mercado en el sentido moderno, y que con ello se puede hacer una crítica, por ejemplo, del capitalismo, es pergeñar un trastoque de mucho cuidado. Si además el pretendido mensaje tampoco es para tanto, ni mucho menos; lo que nos queda es el espectáculo. Esto puede estar muy bien para el entretenimiento del personal; pero ya no cumple su función, en este caso, eucarística. Xavier Albertí firma la versión que se presenta estos días en el Teatro de la Comedia y, a tenor de lo observado, parece que se puede realizar casi una parodia del auto y salir ileso; eso si nos fiamos en los aplausos. Poco más de una hora y cuarto para deconstruir la pieza y configurar un cabaret, una revista y hasta un piano-bar, como si estuviéramos en el Paralelo barcelonés de otra época. Y mucho apelotonamiento; porque el empeño de sacar a todo el elenco sobre las tablas, con el ventilador a todo trapo (molestia innecesaria), con el pianista a lo suyo y la Fama colgada para soltar el pregón, favorece el barullo. Cuando después salgan a bailar todos juntos como vicetiples, se evidenciarán los apretones y la falta de brío en tan reducido espacio. Hasta que no se levanta el telón y nos descubre la escenografía de Max Glaenzel al completo; la propuesta se ancla fríamente al texto calderoniano, en una impostada negrura más minimalista que eclesiástica (el vestuario de Marian García Milla posee detalles de gran elegancia en unos trajes que estilizan bastante). El Padre de Familias ―un Jorge Merino caricaturesco y algo contenido― habla con sus hijos, el Buen Genio y el Mal Genio, quienes deben acudir al gran mercado para obtener alguna mercancía que agrade a la Gracia, de la cual están enamorados. La alegoría está servida, y el «libre albedrío» se topará con los vicios (por ejemplo, la Lascivia de Roberto G. Alonso con altas dosis de desparpajo) y con algunas virtudes. Su comportamiento y su elección serán determinantes. Su proceder será la enseñanza que todos debemos reconocer. Resulta muy llamativo el impulso que manifiesta Silvia Marsó con su Culpa, haciendo de esta la protagonista por imposición y, ulteriormente, por importancia teológica. La Marsó se come el escenario, despliega otro ritmo, otros encantos, una entrega seductora y aviesa, lúbrica y lúdica. Y musicalmente es de las más resolutivas. Luego, cuando aparece el tiovivo, la feria que el escenógrafo ha montado ―y que quizás se desaprovecha un tanto, pues hay una obstinación en llevar la acción hacia el frente―. El argumento se desbarata, el sentido se diluye entre canciones y bailes que buscan más la cuestión lasciva e irreverente que el objetivo de la religiosidad. Ni por asomo los símbolos se estructuran en la esfera conceptual y la mayoría del elenco queda encastrado en tímidas intervenciones. Es meritoria la encarnación de la Fe que realiza Rubén de Eguía, quien, como corresponde, debe manejarse con la venda de sus ojos para clavar la cruz de neones en ese alarde insolente y representativo de la cultura pop. Y si el pastiche de épocas y atribuciones algo horteras no logra destinarnos con concreción hacia la victoria del Buen Genio, menos lo hace recurrir al topicazo de «Il Mondo». El tema de Jimmy Fontana ya nos dispone al karaoke, a la fiesta beoda de la madrugada. Lo dicho, se emprende un camino diríamos que imposible con esta modernización del auto calderoniano. Quitar la religión para quedarse con un mercado ―el actual, no el de entonces―, es un reduccionismo que vacía el fin para el que fue creado. ¿Cuál es el fin de este montaje? A la postre, el nihilismo.

El gran mercado del mundo

Autor: Calderón de la Barca

Versión y dirección: Xavier Albertí

Dramaturgista: Albert Arribas

Reparto: Cristina Arias, Alejandro Bordanove, Antoni Comas, Elvira Cuadrupani, Jordi Domènech, Rubèn de Eguía, Roberto G. Alonso, Oriol Genís, Lara Grube, Silvia Marsó, Jorge Merino, Mont Plans, Aina Sánchez y David Soto Giganto

Sonido: Jordi Bonet

Escenografía: Max Glaenzel

Caracterización: Angels Palomar

Iluminación: Ignasi Camprodon

Coreografía: Roberto G. Alonso

Vestuario: Marian García Milla

Coproducción: CNTC / TNC

Teatro de la Comedia (Madrid)

Hasta el 27 de octubre de 2019

Calificación: ♦♦

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