Un elenco montado en bicicleta para esta propuesta deslavazada de Calixto Bieito sobre la novela de Bernardo Atxaga

No es aquí el lugar para discutir acerca de la calidad literaria de la novela de Bernardo Atxaga, ni de si debe considerarse tal o una colección de veintiséis cuentos que intentan meterse dentro de un marco narrativo, de igual manera que ocurre en Las mil y una noches o en esa tradición de la cuentística mundial (Calila e Dimna o Decamerón). El aspecto esencial de la propuesta que enseña Calixto Bieito es si en algún momento ha pretendido trazar un itinerario mínimamente coherente o si se ha planteado dotar de autonomía escenográfica a cada uno de los relatos. Este montaje es terrible para el espectador y las deserciones parecen del todo justificadas. Entre las máximas de esos cuentos clásicos a los que hacía referencia se encuentra la tradición oral (es decir, información consabida en los pueblos que la trasmiten de generación en generación), el estereotipo (los personajes vienen determinados por rasgos muy concretos) y un contexto que permite comprender la moraleja final. Trasladado esto a escena, implicaría una definición de los personajes, a través de la descripción clara, de un vestuario, de unos atributos, de unas señas en las que pudiéramos apoyarnos para que nuestra imaginación se vaya coloreando y pueda salir de la oscuridad. Obaba, el lugar mítico que se construye a través de esas pequeñas historias, se debe percibir in absentia o directamente renunciar a ese engrudo deshilachado de una dramaturgia que no se sabe a qué aspira. El esfuerzo que se debe hacer en la butaca para aprehender el nuevo cuento que se esboza es una derrota anticipada que lleva a muchos al tedio, al bostezo y a dejarse llevar por unas enormes pantallas que se sobreponen cúbicamente con imágenes impresionantes preparadas por Sarah Derendinger, con rostros a velocidad hiperreducida como si fueran instalaciones de Bill Viola. Todo ello, dentro de la escenografía ideada por Susanne Gschwender, donde las bicicletas son las únicas que ponen un poco de dinamismo a las dos horas de sesión (podrían ser cuatro). Presumiblemente, las posibilidades teatrales son muchas; pero en la mayor parte de la función el estatismo es insolente. Cada uno de los once actores se sujeta a un micrófono colgante (la cuestión del sonido es tema aparte. Distorsiones y ruido), cada uno a su turno (prácticamente la estructura es lineal hasta la saciedad) para soltarnos su audiolibro. En lo mejor está la interpretación (cuando se les deja) de alguno de ellos ―en otros la expresión se reduce al mínimo―. Destaquemos, claro, al que tendremos que considerar protagonista, a Esteban Werfell, llegado desde Hamburgo a Obaba. Joseba Apaolaza recorre un arco interpretativo que va desde la contención narrativa en la recreación de la novia que le inventó su padre, a expresiones de dolor y angustia en el recorrido de su infancia y de otros momentos de su vida. Él es un escritor, del que conoceremos otros relatos internamente, en ese juego de muñecas rusas o de interpolaciones a la manera de Cervantes. Su relato es el que mejor nos permite atisbar alguna idea sobre la circunscripción del espacio vivido. Viene, eso sí, toda la función encuadrada por las voces que nos recuerdan que los lagartos pueden entrar por el oído y comerse el cerebro. El lagarto como la melancolía recalcitrante o como los malos pensamientos que anteceden a la ira. El lagarto como una metáfora que nos habla de ese abismo tan fino entre la cordura y la insania. Como le ocurre al personaje de Lander Otaola que no puede más que echar espuma por la boca. También me ha gustado el transformismo de Koldo Olabarri, quien profundiza en la caricatura expresionista. O la segunda intervención de Ainhoa Etxebarria, más impulsiva y, a la vez, más segura en su dicción. Igualmente, Iñake Irastorza, tan enérgica en el preámbulo, se mantiene después al acecho. Ella misma participó en la versión que Montxo Armendáriz llevó al cine y que será un soporte ineludible para aquellos que quieran cohesionar este despiece. No puede haber queja del elenco, en cuanto que parece que ha seguido las directrices pertinentes. Suenan ecos que nos deberían emular el realismo mágico hispanoamericano, también las profundidades rurales con tintes costumbristas a lo Pereda, los detalles curiosos sobre los animales o esa parte extraña sobre los pájaros y peces en el Amazonas que aparece de pronto. En conclusión, esta mirada teatral y peculiar de Calixto Bieito sobre Obabakoak está configurada más por pinceladas diversas y azarosas que por una concreción a la que pueda asirse el espectador.
De Bernardo Atxaga
Versión y dirección: Calixto Bieito
Reparto: Joseba Apaolaza, Ylenia Baglietto, Gurutze Beitia, Ainhoa Etxebarria, Miren Gaztañaga, Iñake Irastorza, Itziar Lazkano, Idoia Merodio, Koldo Olabarri, Lander Otaola, Eneko Sagardoy y Lucía Astigarraga
Escenografía: Susanne Gschwender
Iluminación: Michael Bauer
Vestuario: Sophia Schneider
Audiovisuales: Sarah Derendinger
Fotografías: E. Moreno Esquibel
Diseño de cartel: Javier Jaén
Una producción de Teatro Arriaga de Bilbao
Teatro Valle-Inclán (Madrid)
Hasta el 28 de octubre de 2018
Calificación: ♦♦
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