Una comedia, escrita por Shakespeare en su primera etapa, sobre los conflictos entre la razón y el amor
No es fácil enmendarle la plana a Shakespeare, si es que debe hacerse, aunque con todo derecho, pienso yo, cualquier autor puede intervenir en las obras archiconocidas de otros. En esta ocasión se nos ofrece un Trabajos de amor perdidos recortado, simplificado, edulcorado y hasta tergiversado en su final para darle otro aire. ¿Se logra el cometido? En cuanto a la reducción, pues, ciertamente, es más compleja la tesis defendida y el lenguaje empleado por el bardo que la trama en sí, un enredo no tan logrado como en otras de sus posteriores comedias, por ejemplo, Medida por medida, pero con dos horas es suficiente. La premisa de la que partimos es clara. El Rey de Navarra ha decidido, junto con sus caballeros, retirarse al estudio filosófico durante los próximos tres años, para lo que ha impuesto una serie de estrictas normas, entre las que se encuentra permanecer sin contacto alguno con las mujeres. Desde el inicio sobresalen dos aspectos que ponen ya en duda el devenir de la propia función. Por un lado, la escenografía, sencilla, una especie de bosque simbólico repleto de pilotes a modo de árboles que, si bien en algunas escenas resulta efectivo y atrayente (podemos poner el caso de Berowne, escondido descubriendo los verdaderos sentimientos de sus compadres), en otras resulta entorpecedor y demasiado simple, con poco juego para una comedia supuestamente dinámica. Por otra parte, descubrimos que el tono que expone el Rey de Navarra, se manifiesta extremadamente pánfilo, endeble, y, a Julio Hidalgo, en su encarnación, no le queda más remedio que ir siempre a contracorriente. Además, Longaville, su fiel caballero, interpretado por José Ramón Iglesias, parece más preparado para el monasterio que para el amor; mientras que Sergio Moral se muestra en exceso retraído con su Dumaine. Sí que impone otra cadencia, sin embargo, Javier Collado, enérgico, irónico y dispuesto para la batalla de Eros; su papel de Berowne es de lo más destacable de toda la función. Más empaque demuestran, en un desequilibrio de fuerzas, la Princesa de Francia, con Alicia Garau, y su séquito, compuesto por Alejandra Mayo, Montse Díez y Lucía Quintana, que le dota a su Rosalina la suficiente apostura para configurar el conflicto dialéctico necesario junto a su pretendiente Berowne, en una pareja que se compenetra tan bien como en Mujeres y criados la temporada anterior. Completan el elenco un magnífico y gracioso Pablo Vázquez haciendo de Costra, un campesino bufonesco; Jesús Fuente como Armado, en su trastorno amoroso por Jaquineta, a la que Raquel Nogueira podría haberle sacado más partido, si hubiera dispuesto de más tiempo en escena. Pulula por allí Mota, un paje, que Jorge Gurpegui lleva con ajustada comicidad. Finalmente, a José Luis Patiño le toca Boyet, el consejero real francés, que el actor dispone con inteligencia y buen tino. Un reparto con gran actitud, al que los directores, Tim Hoare y Rodrigo Arribas, le podrían haber dado una mayor consistencia. Esta obra necesita brío, gracia y una firmeza justa en el balance de fuerzas. Pero aquí vemos a los hombres arrastrados por el suelo. La cuestión principal de este Trabajos de amor perdidos radica en la versión que se nos muestra. Y si ya hemos comentado que el tono de los nobles no es adecuado, tampoco me parece que la resolución de algunas escenas sea la más pertinente. En uno de los principales conflictos, donde las mujeres pretenden engañar a los hombres (y, en teoría, ellos deberían hacer lo mismo, pero aquí no se da el caso. Lo dicho, ellos de pánfilos por doquier), ellas, que llevan un vestuario algo descuidado (los sombreros puestos de cualquier manera), vencen sin mucha resistencia. Otro ejemplo es el entremés que se inserta casi en el desenlace y que verdaderamente debe ser embrollado y mal resuelto, aquí parece del todo anecdótico y encajado en la trama forzadamente, como si no viniera a cuento. Y luego, claro, el final, sin desvelar lo que ocurre, más allá de las intenciones futuras de Shakespeare (que nunca llevó a cabo), aquí se busca una especie de camino intermedio que uno no sabe cómo aceptar. Finalmente, el baile con el que se nos despide requiere una revisión urgente, le falta alegría, salero y entonación. La obra de Shakespeare es excelente en sus giros lingüísticos y necesita mostrarse sobre las tablas con pujanza y ritmo, para que la trama no resulte previsible. Debe ser una lucha de la razón y el estudio contra el amor y la fuerza de los sentimientos más profundos.
Autor: William Shakespeare
Adaptación: José Padilla
Dirección: Tim Hoare – Rodrigo Arribas
Reparto: Javier Collado, Montse Díez, Jesús Fuente, Alicia Garau, Jorge Gurpegui, Julio Hidalgo, José Ramón Iglesias, Alejandra Mayo, Sergio Moral, Raquel Nogueira, José Luis Patiño, Lucía Quintana y Pablo Vázquez
Diseño de escenografía y vestuario: Andrew D. Edwards
Diseño de iluminación: Alberto Yagüe
Composición musical: Xavier Díaz-Latorre
Coreografía: Tanja Skok
Caracterización y coordinación de diseños: Susana Moreno
Espacio sonoro: Óscar Laviña
Diseño gráfico: Carlos Malpartida
Dirección de producción: Fundación Siglo de Oro
Teatros del Canal (Madrid)
Hasta el 15 de mayo de 2016
Calificación: ♦♦
Texto publicado originalmente en El Pulso.
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Queremos a Javier de vuelta en la television, el es excelente, una metida de pata tremenda del productor de Amor en Tiempos Revueltos de matar el personaje de Hector.
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