Cristo está en Tinder

Rodrigo García recupera parte de su hálito rompedor para satirizar el mundo de las redes sociales a través de una performance con vigor juvenil

Cristo está en Tinder - Foto de Lucía Romero
Foto de Lucía Romero

Debería comenzar afirmando que, al salir del Matadero en aquel febrero de 2020, después de haberme sentido como una oveja con tortícolis al contemplar PS/WAM, pensé que Rodrigo García estaba totalmente acabado. Pero resulta que tenemos que tomarlo como una especie de sabio-bufón que sale de su aldea asturiana en la que vive para reírse con total desfachatez de nuestras costumbres y de nuestra abducción. Y no es que esto no lo hubiera hecho antes; sino que él, a punto de los sesenta años, tiene más pujanza, frescura mental y vitriolo que cualquier dramaturgo (y dramaturga) joven con toda su conciencia moral atemorizada, cuando tienen que presentarse ante un público igualmente inquisitorial. Sigue leyendo

La leyenda del tiempo

Los dramaturgos Carlota Ferrer y Darío Facal intervienen con hálito conciliador la obra de Lorca Así que pasen cinco años

La leyenda del tiempo - Foto de Vanessa Rabade
Foto de Vanessa Rabade

A tenor de los últimos trabajos presentados por Carlota Ferrer (El último rinoceronte blanco) y Darío Facal (El corazón de las tinieblas), su unión auguraba un espectáculo potente sobre Así que pasen cinco años; y aunque es fácil identificar sus rasgos señeros, parece que se han quedado algo a medias. La última propuesta interesante sobre la críptica obra de Federico García Lorca la llevó a cabo la compañía Atalaya. Digamos que sutilmente la han hecho más fácil para el público, recolocando alguna escena, o explicando a través del micrófono ―también con algún cartel― por dónde andamos en la falsa trama. Luego, además, se percibe cierta candidez, cierto aniñamiento, también esto se debe a la juventud del elenco, a su vestuario y a una escenografía que favorece lo retro. María de Prado, habitual escenógrafa en los montajes de Facal (véase Amor de Don Perlimplín con Belisa en su jardín o Sueño de una noche de verano), suele trabajar como si el espacio se ocupara por uno de esos recortables de antaño. Piezas que bajan de las alturas para resignificar las acciones. Una artesanía, por un lado, cercana, fácilmente comprensible; y, paradójicamente, inserta, esta vez, en un territorio excesivamente oscuro y distanciador, con un estrado central que eleva a los actores; pero que además nos los aleja. Son contrastes que propician sensaciones extrañas: guiños al surrealismo buñuelesco (hormigas perroandalucescas) o de Man Ray. Luego, toda la leve trama, que es como un extenso poema de ida y vuelta por los estados temporales, se encarna con actores que se travisten, que juegan ―la obra abre esas posibilidades claramente― a hacer del sexo contrario. Sigue leyendo